Los concursos: matarse en la cancha
El pop de consumo funciona ahora como un espectáculo de deporte de alta competición
Nos preguntan por las señas distintivas del pop del presente siglo. Algunos mencionan la contaminación de técnicas del rap o el predominio de ritmos caribeños, pero tengo dudas: esas tendencias ya estaban presentes en el tramo final del siglo XX (sí, incluso el reguetón, prefigurado por el dancehall jamaicano). Sospecho que la gran diferencia está en la deportivización del pop, que ahora se expande a través de festivales competitivos y talent shows televisivos.
Nada parecido ocurría antes. Los festivales de la canción eran objeto de ridículo, por la evidencia de sus chanchullos, que en el caso de Eurovisión tenían dimensiones continentales (y connotaciones geopolíticas que se nos escapaban). Existían concursos de nuevos artistas, pero no solían emitirse en el prime time ni garantizaban materializar los sueños de los participantes: los que luego se llamarían Mecano actuaron en el programa Gente joven en 1979, sin que eso facilitara un ápice su fichaje por una compañía.
Todo cambió radicalmente con la irrupción de Operación Triunfo en 2001. Muchos se inquietaron por la avalancha de artistas de baratillo, pero la mayor objeción tenía carácter ético: la principal televisión pública del país era colonizada por una productora de televisión y una discográfica barcelonesas, empresas privadas que encontraron poca resistencia moral en Prado del Rey. Había coartada: los protagonistas eran ensalzados como modelos laborales, ejemplos del “conseguirás todo si trabajas duro”, cuando en realidad se trataba de una meritocracia dopada desde el minuto cero, con la escenificación del esfuerzo salpimentada con dramas guionizados. Cierto que se trataba de la apoteosis del ideal del PP —recuerden, eran los años del José María Aznar imperial— pero no olviden que algunos representantes de partidos de oposición también aplaudían con las orejas.
Lo verdaderamente pasmoso fue la conversión del sector juvenil de los telespectadores en hinchas, que incluso derrochaban dinero para votar por sus favoritos (aunque fueran los padres quienes finalmente pagaban la factura). Toda una novedad en España, donde las guerras entre fans parecían haber alcanzado su cenit con los ya lejanos enfrentamientos entre dinámicas y raphaelistas. Ahora sabemos que aquellas eran discusiones de patio de colegio comparadas con el actual encarnizamiento. Se lucha por determinado artista, pero de paso se combate a sus competidores: las redes sociales son auténticos campos de batalla interactivos.
Situación maravillosa para la industria: la comunidad fan funciona como poderosa legión de apoyo para grandes lanzamientos, gratis et amore. Ya, ya: suena a engaño generacional, pero ayuda a socializar, a construirse una identidad, a establecer un primer santoral. Lástima que la mayoría de los artistas pertenezcan al prototipo de diva/divo con música pregrabada y bailarines en directo.
Si entran en X (antes Twitter) y revisan las tendencias, puede que se encuentren con ristras de misteriosos nombres breves: suelen ser concursantes de la Operación Triunfo de Prime Video o del Benidorm Fest (donde se selecciona la canción candidata para ir a Eurovisión). Entre esa tropa, rara vez aparece alguien con trayectoria verificable. Resulta asombrosa la valentía de María Peláe al someterse a semejante ordalía; tiene mérito que en universo tan esquemático cuelen menciones a las matanzas de la Guerra Civil o a la represión franquista. Aunque pocos se enteren entre tanta coreografía desnuda y tantos efectos visuales.
Babelia
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