Emotivo adiós a El Juli
Ante un inmenso Daniel Luque, el diestro madrileño solo pudo cortar una oreja y huyó de la plaza a toda prisa para no forzar una salida honorífica por la Puerta del Príncipe
El triunfador taurino de la tarde fue un inmenso Daniel Luque, pero seguro que cederá gustoso el protagonismo a Julián López El Juli, que se despidió de los ruedos entre una oleada de cariño y admiración de la afición sevillana.
Y lo hizo, además, a toda prisa, para no forzar en absoluto una emotiva salida por la Puerta del Príncipe, como ya ocurriera en las despedidas de José María Manzanares y Espartaco. Así que en cuanto Luque llegó a las tablas tras recoger una ovación a la muerte del sexto toro, El Juli saludó sonriente a todos sus compañeros y enfiló a paso ligero el camino hacia la puerta de cuadrillas, y solo se detuvo un instante para responder a los aplausos del público, antes de que algunos toreros se lanzaran al ruedo con la intención inequívoca de levantarlo en hombros para que saliera por octava vez por la puerta de la gloria de Sevilla.
No ha sido esta una corrida con todos sus avíos, sino una celebración. Hay que conocer la profunda sensibilidad de esta ciudad para entender la despedida de El Juli. Sevilla decía adiós a uno de los suyos, a un hijo adoptivo, que ha ofrecido muchos momentos de felicidad a esta plaza.
Hoy no era un día para el examen ante la cátedra, ni para la crítica ni la exigencia; era un homenaje emocionado a un torero con mayúsculas que, al margen de los gustos particulares, merece un respeto porque ha dedicado su vida entera a la profesión, y ha permanecido por sus méritos en lo más alto del escalafón durante 25 años.
Por eso, La Maestranza lo recibió puesta en pie, como se recibe a los grandes, y le dedicó una cerrada y unánime ovación al romperse el paseíllo. El primer capítulo careció de historia. Salió un toro agradable en exceso, de corto viaje, manso, incómodo y rajado que no ofreció opción alguna, y, al que, además, mató mal.
El abrazo se hizo presente en el cuarto. En cuanto sonaron los clarines, El Juli se encaminó hacia la puerta de chiqueros y se plantó de rodillas en los medios. Así, con una larga cambiada, recibió a Saleroso, el último toro de su vida, por ahora, y ya inhiesto, se lució a la verónica al tiempo que la banda irrumpió con un pasadoble. Un escueto galleo por chicuelinas dio paso a un efímero tercio de varas con la intención de que el animal no perdiera la codicia que había demostrado de salida.
Persiguió el toro en banderillas, se lució Álvaro Montes con el capote y Fernando Sánchez en un par, al tiempo que el matador brindó a la plaza desde el centro del anillo y la banda inició los acordes de Suspiros de España.
El toro no fue el mejor compañero de baile; con el ánimo apagado le costaba obedecer al engaño, y la faena, impregnada de buen gusto, con el torero comprometido de principio a fin, no alcanzó el vuelo deseado. Una oreja fue un premio justo y suficiente para que El Juli pudiera gozar en la vuelta de la admiración de los tendidos, y escuchar el grito de “torero, torero” al tiempo que los areneros hacían un alto en su labor para tocar las palmas al paso del matador.
Daniel Luque, otra vez, fue el triunfador del festejo. Recuperado, al parecer, de su fractura de peroné, a punto estuvo de abrir la Puerta del Príncipe si no despacha al sexto de un feo bajonazo tras una labor intensa, muy estudiada, ante un animal sin gracia al que consiguió meter en la muleta con limpieza.
La primera llamada de atención la dio con un quite por tres verónicas extraordinarias y una media de cartel en el primer toro de Castella; y, después, en su primero, dictó toda una lección magistral de conocimiento, técnica, mando y claridad de ideas. El comienzo de la faena de muleta fue espectacular: un par de muletazos por alto, un cambio de manos, una honda trincherilla, un molinete garboso y un largo pase de pecho, motivos más que suficientes para que sonara la música. A continuación, un derroche de buenas maneras, de entrega, firmeza y buen toreo ante un toro discreto que, con seguridad, hubiera pasado desapercibido en otras manos. Quizá, sobró la segunda oreja por la posición de la espada, pero ahí quedó su gran obra.
Castella sustituyó a Morante y no estuvo a la altura del mejor toro de la tarde, el segundo, un manso encastado al que veroniqueó de rodillas, brindó a El Juli, como hiciera Luque en el tercero, y se entretuvo en tandas aceleradas y escasas de hondura y vacías de contenido. Solo una de ellas, por naturales, resultó vistosa, lo que motivó que sonora la música que el propio torero detuvo a sabiendas de que no la merecía. Soso, distraído y descastado fue el quinto, y Castella se justificó sin otra posibilidad.
Al final, todos salieron a pie de la plaza. El primero, el homenajeado, un torero grande, imperfecto como todos, pero con una muy honrosa hoja de servicios como gran figura de la tauromaquia.
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