María Jiménez: siete canciones que se convirtieron en himnos
La cantante no fue solo la conocida intérprete de ‘Se acabó’, sino una camaleona con muchas formas de ser plasmadas en sus actuaciones
No fue solo la intérprete de Se acabó, aunque ya solo por eso merecería un lugar nada pequeño en nuestra historia popular. En realidad, María Jiménez era una camaleona que no necesitaba pensarse los cambios de piel: le salían por propia naturaleza. He aquí siete perspectivas de un talento mucho más diverso de lo que imaginan y mucho menos conocido de lo que debiera.
‘Con golpes de pecho’
(De María Jiménez, 1976)
Bajo la tutela de Gonzalo García Pelayo, el gran agitador de conciencias y patriarca del rock andaluz, la Jiménez se erige en un torbellino de sangre revolucionada. Proviene de la copla y la canción andaluza, pero el pellizco es el propio de las rancheras: ya se sabe, desolación amorosa de blusa rasgada y a pecho descubierto. Todo ello, en lo metafórico y lo literal, confluye en esta lectura de un original de Felipe Gómez Indio Jiménez, el campesino de Oaxaca. La producción templa la parte musical y deja a María que se explaye emocionalmente a la hora de mascullar su desprecio. “Se me está acabando lo buena que soy (…) Yo no sé matar pero quiero aprender / para disipar todo el mal que me has hecho”, refería la de Triana con cólera refinada. Era escucharla y comprender que hablaba —cantaba— en serio. El envés de este discurso, también en clave mexicana, lo encontramos en el mismo álbum con el arrebato amoroso de Me muero, me muero, que tomó prestada en este caso de la peculiar Lolita de la Colina.
‘Te doy una canción’
(De María Jiménez, 1976)
Todavía en aquel seminal disco de debut, que ni remotamente habría previsto nadie que la conociera del tablao Las Brujas o los tiempos en que la conocían con los apodos de La Bruja y La Gitana Yeyé, he aquí esta escala impensable en el repertorio de ¡Silvio Rodríguez! Una ocurrencia brillantísima, la de García Pelayo: que convivieran la furia folclórica con el lirismo de la canción de autor, una manera de dignificar y redimensionar aquella España del sur que el franquismo había reducido a caricatura, arquetipo y pandereta. La esencia trovadoresca se revoluciona en apenas dos minutos: un primer verso a capela, un breve arpegiado y, enseguida, pura rumba visceral.
‘Se acabó’
(De Se acabó, 1978)
El tema central y titular de su segundo trabajo es de esos que vale por toda una carrera. Es injusto que apenas se recuerde a su firmante, el prolífico autor jerezano José Ruiz Venegas, que antes ya había saboreado el éxito con una pieza diametralmente opuesta, aquella La minifalda que a Manolo Escobar no le gustaba que luciese su prometida cuando iba a los toros. Pero Jiménez hizo suya Se acabó hasta las últimas consecuencias: cuando nadie tenía la menor idea de qué significaba aquello del empoderamiento, ella erigió un monumento feminista y un símbolo para las mujeres que no consienten los malos tratos. En unos años aún tan negros como para que las crónicas periodísticas hablasen de “crímenes pasionales”, María dijo basta: “De luchar contra la muerte, empecé a recuperarme un poco / olvidé todo lo que te quería y ahora ya mi mundo es otro”. Que una mujer humildísima y nacida en 1950 propiciase, 45 años después de su canción, el hashtag más popular de este verano es como para abordarlo en un ensayo de sociología.
‘Háblame en la cama’
(De Resurrección de la alegría, 1979)
No puede competir en popularidad con otros grandes himnos, pero sus seguidores fetén siempre han reivindicado la sensualidad de la artista en esta joya, explícita pero deliciosamente insinuante. La letra que compuso Manuel Sánchez Pernía parece hecha a medida de su personalidad: “Somos cada día / fuego, amor, poesía / vamos dando vida / a la felicidad”. Entre besos, caricias y tenue luz alrededor de una cama evocamos a una mujer dispuesta a escuchar las penas y alegrías de su acompañante, a quien anima a manifestarse de la forma en que María Jiménez lo ha hecho siempre: “Dime lo que sientes sin reflexionar / Suelta tus palabras / libre, ¡libre!”. El peso específico de esta perla dentro de su repertorio se acrecentó cuando en 2005, tras la eclosión de La Cabra Mecánica, Sabina y José Alfredo Jiménez, fue escogido por el sello discográfico Dro para dar título a la mejor antología que se ha publicado nunca de la trianera.
‘La lista de la compra’
(La Cabra Mecánica. De Vestidos de domingo, 2001)
Y de pronto, cuando nadie lo imaginaba y a las generaciones jóvenes ni siquiera les sonaba su nombre…, la resurrección artística. Premonitorio resultó que Lichis mencionara el cupón de los ciegos al comienzo del tema, porque este boleto musical reportó el primer premio a sus copartícipes. En los pasajes interpretados por la hispalense no resulta difícil encontrar paralelismos con su propia vida: del hastío por frotar todo tipo de manchas vitales —ella había limpiado hogares antes de su despegue y era maestra en eso de sobreponerse al llanto— a la convicción de merecerse por fin algo tan bueno como el consabido “príncipe o dentista”. Al final, aun siendo “guapa y artista”, sucumbe al humilde canto de amor que entona la parte masculina de la canción. Ahora, ante su pérdida, solo podemos estremecernos ante esta estrofa: “La cosa se pone dura sin tu aliento / siento con amargura / que estoy perdiendo la frescura / que se vuelve frío sin tu calor / y sin droga dura”.
‘Con dos camas vacías’
(De Donde más duele: María Jiménez canta por Sabina, 2002)
Todo ese disco fue una de las más brillantes ocurrencias en sus cuatro décadas de trayectoria. Igual que el lema publicitario de la CBS había sentenciado en los años sesenta aquello de “Nadie canta a Dylan como Dylan”, ahora podríamos parafrasearlo para advertir de que nadie ha cantado a Sabina (y lo han hecho y siguen haciendo por centenares) como María Jiménez. En la ecuación confluían todos los ingredientes: la rumba y la ranchera, la poesía desgarrada y el despecho sublimado. En el álbum se incluían abundantes clásicos sabineros muy celebrados, pero esta pieza inaugural era por y para Sabina; de hecho, nuestro Conde Crápula la incluyó ese mismo año en su disco Dímelo en la calle, solo como Camas vacías, y pasaba bastante desapercibida. Pese a ese monumento de nuestra poesía popular que es el verso “Cada vez son más tristes las canciones de amor”.
‘Madrina’
(De De María... a María... con sus Dolores, 2003)
María Jiménez lograba ser transgresora por pura intuición. No necesitaba proponérselo: formaba parte de su esencia, de esa misma franca lucidez con la que se le arracimaban los titulares entre los labios cada vez que concedía una entrevista. Después de cantarle al de Utrera, acertó a confiar en el productor flamenco Jesús Bola, discípulo del mismísimo Antón García Abril, para que le tradujera viejas rumbas y coplas al lenguaje de la bulería. Madrina es una de esas docenas de excepcionales coplas de Quintero, León y Quiroga que, en una producción tan enciclopédica como la suya, muchos tenían olvidada. La historia no puede ser más hija de aquella España de la posguerra: la mujer de un torero se debate entre el orgullo y la angustia, y sus plegarias ante Jesús del Gran Poder tras una cornada que terminará resultando mortal. María, sola entre jaleos y palmeros, la transforma en una obra de arte de la posmodernidad.
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