Siempre en nuestro recuerdo
Cómo hemos llegado a la era en la que los críticos han sido reemplazados por los ‘influencers’ (y son disciplinados por los fans)
Vienen esas rachas terribles. Rachas de muertes musicales, complicadas por algún cenizo que, vaya, decide “cargarse” a José Luis Perales. No hace falta inventarse milongas como aquella del Club de los 27: las estrellas del pop fallecen ahora por puro desgaste biológico o por alguna enfermedad traicionera. Y plantean dilemas a los periodistas que patrullamos este territorio.
En verdad, las dudas son breves: en esas circunstancias, el tiempo se acelera. Uno reacciona rápidamente ante la defunción de músicos (y disqueros) que le proporcionaron un placer directo, cuantificable. Puedes incluso aceptar un compromiso cuando desaparecen talentos dudosos que —sin embargo— funcionaron como argamasa de alguna aventura generacional.
Claro que la responsabilidad aumenta cuando trabajas en medios generalistas e intuyes que el obituario será la última vez que allí se mencione al artista X. Surge un texto escrito a matacaballo, que intenta reflejar discretamente vivencias personales y huir tanto de los efluvios de la Wikipedia como del automatismo de ascender a cualquiera a la categoría de cadáver excelente.
En realidad, estamos pagando las consecuencias de un lejano error conceptual. Allá por los setenta, la crítica de la música pop se encajó en la sección titulada Cultura y Espectáculos o similar. Ese acoplamiento a priori inocente desembocó en una perversión: se asumió que el directo era la expresión central del pop. Eso degeneró en que un concierto celebrado ante ochocientas personas ocupaba más espacio que el consagrado a un disco con un público potencial de, digamos, tres millones de oyentes. Cierto que finalmente se abrió un hueco a las críticas de discos, aunque reducidas a módulos diminutos, nada comparables con las extensiones concedidas a películas o libros.
Como explicaba aquel, todo lo malo puede ir a peor. Aún antes de la era digital, se decidió que las críticas de actuaciones debían publicarse al día siguiente, sin margen para la reflexión. Se pretendía seguir la pauta de la información futbolística, obviando que (1) los plumillas musicales no tenían lugar reservado en los recintos y que (2) los conciertos empezaban dos horas después que los partidos. Hubo listillos que convirtieron sus crónicas supuestamente musicales en taxonomía de tribus urbanas, con descripciones de vestimentas y peinados. Lo más habitual: el comentarista desaparecía a mitad del show para redactar un texto que —oh, maravilla— podía llegar a las máquinas antes de que hubieran terminado los bises.
Se daba el pego, excepto cuando algún artista libérrimo, tipo Prince, no proporcionaba un listado del repertorio —improvisado en el momento, imaginen la desfachatez— y se alargaba en el escenario. En general, apenas se notaba: los reseñadores habían aprendido a nadar y guardar la ropa. Se implantaba así un modelo de crítica tibia, que pretendía contentar al fan que había acudido al evento y tranquilizar a los directivos del medio. Si se juntan cuestiones extramusicales, como que el único megaconcierto de Springsteen se desarrolle en Barcelona, todas las papeletas apuntan a que aquello quede retratado como “histórico” o “colosal”.
Caso contrario, el escriba disidente será lapidado en las redes. Tal vez habría que reivindicar el anonimato para estas faenas. O resucitar la famosa ocurrencia: “No le digas a mi madre que soy crítico musical, ella piensa que soy pianista en un burdel”.
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