La que quiere moños bonitos tiene que aguantar jalones
La escritora española Lara Moreno disecciona en esta crónica realizada para el proyecto ‘Cuenta Centroamérica’ la importancia cultural del pelo y el peinado para la identidad dominicana
Al borde del río Ozama, en la puerta del hotel, quedo con el fotógrafo Maurice Sánchez. Es una mañana sin lluvia en Santo Domingo.
Antes de emprender camino, nos sentamos a una mesa en el patio central, bebemos un par de botellas de agua y me explica, me pone al corriente de todo; Maurice tiene la mirada calma y la conversación aguda.
El pelo no es un tema baladí en Dominicana. De ese primer relato, me quedo con la historia del niño de seis años que entra a un colmado y le canta al hombre que está detrás de la barra la lista de la compra que su madre le ha encargado: trescientos gramos de pelo, señor. Y las gracias.
La historia que cuenta nuestro material genético es un libro del que quizá reneguemos toda la vida, en una conversación directamente proporcional a las estructuras socioeconómicas y de poder que nos rodean. Pero la historia del ocultamiento de lo africano, del rechazo de los elementos naturales de la negritud, está en el pódium de las consecuencias racistas de la hegemonía cultural blanca y su discriminación sistémica.
En Estados Unidos, el pelo natural en la comunidad afroamericana, sin tratamientos de alisado, es símbolo de la lucha contra el racismo. Incluso varios estados están legislando para penalizar la discriminación contra las personas que tienen el pelo afro. Desde hace décadas, los tribunales lidian con demandas de miles de afroamericanos que fueron despedidos de sus empleos por llevar el pelo “sin domar”. La lejía que contiene la mayoría de los productos para alisarse el pelo quema el cuero cabelludo y provoca calvicie.
En Senegal, el 25% de las mujeres se despigmentan la piel de forma voluntaria, a pesar de los graves daños para la salud y de la existencia de leyes que prohíben la difusión de publicidad de productos blanqueadores. En Togo, las cotas alcanzan el 59%. En Nigeria, el 77%. Esta práctica se está extendiendo por Asia y por América Latina. Y es algo que se hace desde la Edad Media en Europa. Pero antiguamente se conseguía con una mezcla de manteca de karité y limón. Hoy, en cambio, las cremas blanqueantes usan hidroquinina, corticoides y mercurio. Los efectos de la despigmentación voluntaria pueden llegar a ser devastadores para la piel, para la salud.
Navegando por internet, encuentro un texto escrito por una mujer dominicana −sin firmar− que cuenta el estigma del “pelo malo” en su país, donde el 80% de la población es afrodescendiente y solo el 8% se define a sí misma como negra. De su infancia recuerda que “la que quiere moños bonitos tiene que aguantar jalones”. Que la gran mayoría de las mujeres llevaba el pelo trenzado, desrizado o alisado, algunas de manera permanente, igual que las que salían en la televisión, en los anuncios, en los carteles de publicidad de los comercios. Fue en 2020, durante el confinamiento, cuando ella empezó a dejarse los rizos. Pero reconoce que, en República Dominicana, desde hace un tiempo, cada vez más mujeres llevan el pelo a lo afro.
Camino junto a Maurice, ya cargado el calor en la mañana, hasta el centro de pelo Riki, en la calle El Conde. Maurice me ha puesto al tanto de todo, me ha contado que estos lugares son, hoy en día, mucho más que un salón de belleza o que una peluquería. Se han convertido en una parada casi obligatoria tanto para las mujeres como para los hombres, sin importar sus edades y sus condiciones. En los centros de pelo y en las barberías se invierte tiempo, dinero y algo de sacrificio, aunque también proporcionan placer. Hay varios en cada cuadra de cada barrio. Parecen ser un negocio boyante.
El centro de pelo Riki fue uno de los primeros y es uno de los míticos. Lo abrió Anastasia, allá por los años setenta u ochenta. Ella le enseñó a toda su familia a tratar el pelo. Pueden verse fotos de la época, un prodigio de estilismo y modernidad, colgadas en las paredes abigarradas de la sala. Johan Buret, joven con largas rastas decoloradas, se encarga de explicarnos todo desde detrás del mostrador. Se vende pelo, sí. El mismo que cuelga a sus espaldas. Mechones y mechones de pelo sintético y de pelo humano. Pero él mismo nos advierte que ya casi no se le llama pelo sintético, porque a la gente no le gusta. Se llama pelo de fibra natural. Dreadlocks, trenzado crochet, el rizo ha vuelto, es tendencia, con el pelo propio o con el comprado y las extensiones. El pelo humano más cotizado y caro es el que viene de India; es más suave, más largo. Por detrás, vienen el peruano y el brasileño. Las trenzas cosidas, si no las cuidas, te duran hasta quince días. Pero si vas a que te las retoquen y les das un buen mantenimiento, pueden durarte hasta cerca de unos tres meses.
Johan nos dice que sí, que “lo afroamericano está como saliendo, la cultura”. Y que, aunque la mayoría de las clientas son mujeres, también se está extendiendo a los hombres. Un 25% de los que entran en el centro son hombres. En ese momento, solo hay dos clientes y ninguno es una mujer. Maurice hace fotos y pregunta al barbero, quien ahora mismo está preparando a un cliente que mañana vuela a los Estados Unidos; se irá a trabajar allí por un periodo de dos meses. Se arregla la barba, el nacimiento del pelo en la frente y en las sienes, además de en la nuca. El hombre confiesa que acude ahí cada quince días, porque si te acostumbras a que alguien más te lo hagan, ya no te lo quieres hacer nunca tú. Además de arreglarse el pelo y la barba, se hace un tratamiento facial. Exfoliante, cremas. Para la frescura, dice.
Le pregunto a Johan si es nuevo todo esto de que los hombres vengan tanto y se arreglen la cara, las manos, las uñas. Él me sonríe, mira hacia otro lado con sus ojos enormes y almendrados. “Está mejorando”, musita. “Cómo lo digo para que no suene feo”. “¿Crees que ayuda a paliar un poco la homofobia?”, le pregunto. “Sí, lo creo”. Y, rápidamente, se suelta: “Los hombres ahora buscan también un limpiecito, un perfumadito, ya nadie quiere a un tirado. Supone más que la música ahora mismo, es cultura, quieren ser tendencia, aunque se estén quedando sin comer, vienen a prepararse, para parecer lo mejor de lo mejor, aunque esto no es tanto culpa de la gente, sino de las redes sociales. Todo el mundo aquí quiere aparentar hasta lo que no tiene. A pesar de esto, yo creo que es positivo, es parte de un cambio general. Los hombres haciendo cosas que antes no hacían y un resurgir de lo afro, que ya tiene como diez años”.
Más rotunda sobre los beneficios de la nueva imposición estética sobre los males de la sociedad es Alondra, que trabaja en Manín, otro local de rastas de la zona colonial. “Ya no hay machismo”, dice mientras recorta las cutículas de unas uñas enormes y cuadradas. Las uñas de un hombre haitiano, que no habla español. “Ellos se han dado cuenta de que los hombres también pueden cuidarse”. Alondra lleva cinco meses trabajando en este pequeño local, al que vienen mayoritariamente hombres. Dice que está contenta. Sería tan bueno, pienso, que de verdad la igualdad fuera más allá de la asunción de cierta tiranía estética. Me cuenta Maurice que hasta se ponen brackets falsos en los dientes, con alambres y brillantes de colores. Escribo en el cuaderno las palabras de Alondra por el puro gusto de escribirlas y verlas escritas. “Ya no hay machismo”. Ojalá Alondra tenga razón, algún día.
Por la barbería Las Mercedes, en la calle Las Mercedes, esquina con Santomé, como se suele decir, no ha pasado el tiempo. Pero esta vez es verdad. De tanto en tanto, algunos lugares se empeñan en agarrarse a una raíz, en conservar un aire quieto de precisa realidad. Los sillones de la marca Koken, hechos de porcelana y fierro, con más de un siglo de antigüedad, marcan el límite. De alguna manera, lo de hoy queda expulsado, falto de autenticidad. Maurice y yo, mismamente. Nicolás, siempre sonriente, está afeitando a Américo Mejía, que lleva décadas viniendo a esta barbería. Viniendo, en realidad, desde que era un niño. “Cuando se vaya el chiquito −Américo es muy alto y Nicolás ha de alzar los brazos para arreglarle las patillas− se habrá acabado todo, él es el último de los de siempre”.
Pero Adela, la propietaria, no tiene esa intención. Heredó la barbería de su padre, Pablo. Le digo que su padre estaría orgulloso de saber que el negocio ha perdurado. Ella afirma que lo que él creó era mucho más grande que lo que ella ha hecho. Que solo había que mantener vivo el lugar. “Los jóvenes no saben usar la tijera”, me cuenta, hablando flojito. “Tengo que meterlos para dinamizar, porque quiero actualizar, ofrecer todo lo que se hace hoy, además del corte moderno. Pero hay que enseñarles. Vienen preparados, pero no pulidos. Hay que formarles en el trato con el cliente, en el atuendo, en todo. Ahora quiero cambiar este lugar, pero respetando lo que siempre ha sido mi familia, la esencia, el estilo. Pero igual modernizarlo, que los clientes sepan lo que se hace en la calle, tenerlos informados de las cosas que pasan. Ofrecer lavados de cabeza, uñas. Una apertura”. Carlos Mota, antes mecánico de Higüey y ahora barbero en Las Mercedes −músico todo el tiempo−, nos dice, señalando el lugar en donde están Américo y Nicolás: “Miren: el don se va a quedar dormido”.
Al Famoso Riki, apenas un par de calles adelante, le encanta que le tomen fotos, dentro y fuera de su local. Desde los siete años anda en el negocio. Su tía le enseñó todo. Tiene catorce locales e hizo la promesa de llegar a los ciento cincuenta y seis. “Esto es algo grande”, nos dice mientras pinta, como un mago, las cejas de una clienta con un maquillaje permanente. “La unión hace la fuerza. En cada esquina tengo un negocio familiar”. Las rastas le llegan a media pierna y su vestimenta es formal, única. La vestimenta de un famoso. Corbata, traje, chalequillo, zapatos acabados en punta. “Mi madre me obligaba, de pequeño, luego me acostumbré”. Le preguntamos a qué se debe el que ahora los hombres también se hagan tratamientos de belleza.
Tras pensar un breve instante, el Famoso Riki nos responde: “Los hombres se lo hacen ahora por moda. Solo por eso. No hay ninguna otra razón. No responde a ningún cambio social. Hay cambios, y el negocio tiene que cambiar. Quedarse atrás es un fracaso”. Cuando nos vamos, dos mujeres haitianas esperan para pintarse las cejas y en el pequeño local entra un niño de dos años, descalzo y con rastas, acompañado de su padre. Riki sube la música una vez más.
Junto al mar, Maurice y yo nos tomamos una cerveza. Hablamos del puñado de personajes que recién visitamos y que regentan el que pareciera ser el negocio más importante de Santo Domingo. Filosofamos acerca del ancha de la grieta de la rebelión, de si es que esta aún existe, de cómo es hoy en día, en realidad.
Nos preguntamos si alguna vez, a golpe de rizo, afeite y esmalte, se cerrarán las heridas del país. Yo repito las palabras que él pronuncia, mientras me pasea por la historia de la isla: esclavitud, colonialismo, revolución, dolor.