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Obituario
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Françoise Gilot o la necesidad de contradecir al destino

No debió ser nada fácil no ya sobrevivir a Picasso, sino continuar con su propio proyecto artístico, que tuvo claro desde su llegada a París

La pintora Françoise Gilot, con su obra en San Diego (Estados Unidos).
La pintora Françoise Gilot, con su obra en San Diego (Estados Unidos).Francois Duhamel (Francois Duhamel)
Estrella de Diego

“Por la rue des Grand-Augustins, me tropiezo con Françoise Gilot. Como siempre lleva bajo el brazo unos rollos grandes de papel y, a pesar del viento frío y cortante del Norte, despliega unos guaches nuevos, naturalezas muertas de colores brillantes en su mayoría, desvelando una cualidad innegable para la pintura. ‘Se los voy a enseñar a Picasso’, me dice con una sonrisa cómplice”, escribe Brassaï en Conversaciones con Picasso de 1964.

El día del encuentro es un martes de diciembre, el 7 de diciembre de 1943, y Françoise Gilot es entonces ―lo cuenta Brassaï― una mujer joven y dotada para el arte, ansiosa por recibir consejos pero también por mostrar lo que es capaz de hacer, consciente de las cualidades que el fotógrafo húngaro descubre incluso en una mirada rápida durante el encuentro parisino. Françoise Gilot, fallecida el martes pasado a los 101 años, es una buena artista. Y es vital, sobre todo vital. Una de esas personas capaces de mirar hacia delante, de trazarse metas y perseguirlas, aunque en el París de 1943 ―y hasta en Nueva York a juzgar por las pocas mujeres del expresionismo abstracto― perseguir las metas, contradecir el destino, no es un objetivo fácil para una mujer nacida en una familia de orden.

Igual que otra gran artista francesa que triunfó en Estados Unidos, Louise Bourgeois, Gilot había llegado a París huyendo no solo de una familia burguesa, sino de un padre autoritario que pretendía a verla convertida en abogada. Por su parte, la madre, tal vez siguiendo lo esperado para las esposas de la clase acomodada de entonces, introducía a la joven Françoise en el dibujo y la acuarela: los colores cuentan historias inesperadas. Por esa necesidad apremiante de perseguir los colores ―leit motif de su pintura―, por ese deseo legítimo de contradecir al destino, Gilot se instala en París. Cree en sí misma, además. Lo demuestra cuando despliega los guaches frente a Brassaï en la rue des Grand-Augustins, cerca del estudio de Picasso. El pintor malagueño y Gilot se han conocido pocos meses antes, en mayo. Él es un hombre de más de 60 años; ella, muy joven, es una aspirante a artista que espera a su ídolo durante horas a la puerta del estudio para que vea su trabajo, sigue recordando Brassaï.

Después, la relación se estrecha. En Gilot, una artista en formación, surge el hipnotismo de compartir trazos e ideas con el gran maestro. Picasso se enamora por enésima vez de esta chica especial y pide al fotógrafo que la retrate, pero que no sea recién salida de la peluquería ―está más guapa despeinada―. Se fascina por la chica de sonrisa luminosa, la que muestra la famosa foto de Robert Capa, en 1948; la chica con toda la vida por delante, que protege Picasso con una enorme parasol, justo detrás de ella. Más tarde, ocurre con Picasso, la novedad se evapora. Las complicidades entre artistas que andaba buscando Gilot se terminan y, harta de su papel reducido a las cuestiones logísticas, le deja. ¿Quién necesita otra figura de un padre autoritario?

Esta vez era Gilot quien terminaba una relación de 10 años y dos hijos, Claude y Paloma. Al fin y al cabo ―la historia lo iba a demostrar―, ella también era artista. Las exposiciones se suceden: la primera retrospectiva en 1979, en California. También allí sería la directora de arte en la publicación Virginia Woolf Quaterly, entre 1972 y 1977. Para Gilot era esencial trabajar, cuadros llenos de vida y color, los que vio Brassaï y que fueron haciéndose más poderosos, como se pudo comprobar en la retrospectiva de la galería Gagosian en 2012. No debió de ser nada fácil no ya sobrevivir al Minotauro, sino continuar con el proyecto artístico que Gilot tuvo claro desde su llegada a París.

En todo caso, en un mundo como el nuestro, lo que se recuerda sobre todo en la historia de Gilot fue su libro Mi vida con Picasso, en el cual develaba la vida privada ―y por eso menos idílica― del gran maestro, del cual se vendieron millones de copias. Todos los amigos de Picasso cerraron filas con el pintor ―como era de esperar―, llegando incluso a tildarlo de mal gusto, lo recuerda el antiguo amigo de la pareja Penrose. Se preguntaban por qué lo escribiría. ¿Venganza? ¿Afán de protagonismo? ¿Y, por qué no, sencillamente un poco de justicia poética, una llamada de atención para todos los padres autoritarios? Pocos hablan, sin embargo, de otro libro esencial en la bibliografía picassiana escrito por Gilot sobre Matisse y Picasso, los dos grandes amigos, publicado en 1990, y básico para entender la relación entre ambos, con sus luces y sus sombras. Un texto que, a su modo, habla en primer lugar de esas artistas que tuvieron la necesidad de contradecir su destino que, como Gilot o Dora Maar, fueron artistas y no “musas de Picasso”.

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