Una literatura de ‘reality show’
La integración del entretenimiento y la producción artística, de la cultura y el espectáculo, del ridículo y de la supuesta demanda de que se nos informe sobre él se articula con una industria editorial que comercializa “personalidades” e ‘influencers’ en lugar de libros
Andy Warhol prometió 15 minutos de fama en el futuro para todos, pero no avisó de que esos 15 minutos —ya considerablemente reducidos por las pantallas a unos ocho segundos de atención, según estudios— iban a ser de humillación pública, y Susan Meachen tampoco lo sabía: desde que resucitó en sus redes sociales a comienzos de enero de este año, después de haber escenificado su suicidio en septiembre de 2020, la escritora norteamericana está en el centro de una shitstorm [linchamiento digital] de considerables proporciones. Meachen, quien asegura que padece trastornos psiquiátricos y que se retiró de lo que llama “el mundo del libro” debido a la agresividad que percibió en él, es autora de 14 novelas románticas autoeditadas —Perdiéndolo a él y encontrándote a ti, Nunca, por siempre, El amor que dura toda una vida, etcétera— y está siendo acusada de haber fingido su muerte para impulsar las ventas de sus libros, así como de resucitar ahora por la misma razón.
Como escribió Laura Miller en Slate recientemente, el “mundo del libro” al que pertenece Meachen es en realidad una “comunidad de escritores de novela romántica y erótica autopublicada que vende libros electrónicos de bajo coste y de impresión bajo demanda a través de Amazon”; aunque no son especialmente caros —entre 6,88 y 12,92 euros cada libro—, tampoco son muy populares, y no parece que su suerte haya mejorado con la “muerte” de su autora —sí la de su familia, que solicitó y obtuvo donaciones de sus fans tras difundir la noticia del “suicidio”— ni con su “resurrección”. Que “toda publicidad es buena, incluso la mala publicidad” es un axioma que sólo defienden en público los cínicos y únicamente creen los tontos, y la estrategia de Meachen tiene el atractivo de las maquinaciones que pueden salir mal y lo hacen espléndidamente; el de todas esas situaciones en las que el criminal nos inspira, si no ternura, sí una especie de inesperada e irreprimible simpatía. Pero su caso también nos recuerda que en este momento hay muchas personas dispuestas a hacer “lo que sea” para, como escribió Oscar Wilde, “convertirse en famosos o volverse tristemente célebres”: habiéndose propuesto lo primero, evidentemente, Meachen va camino de convertirse en lo segundo.
Una sociedad como la nuestra, caracterizada por lo que el ensayista francés Bruno Patino llamó recientemente “la memoria de un pez”, así como por la gradual desaparición de un modo específico de comprender los libros como —la expresión es de Alexander Kluge— mapas de la experiencia humana, sólo parece estar en condiciones de seguir convenciéndose a sí misma de que es una sociedad lectora —ilustrada, progresista: culta— dirigiendo su escasa atención remanente a escándalos como el de Susan Meachen, una más de esas muchas personas “dispuestas a todo” para obtener lo que creen que les corresponde; el suyo es un caso evidente de bovarismo, una confusión involuntaria y potencialmente trágica de los límites entre realidad y ficción que, por lo mismo, podría ser llamada quijotesca, pero la comunidad de internet a la que pertenece —y cuyos ataques, según afirma, son los que la motivaron a fingir su muerte hace dos años— está presidida no por una sino por dos confusiones: la de que las redes sociales estarían conformadas por personas reales que sólo se expresan bajo juramento y la de que autor y obra están inextricablemente unidos y dependen el uno del otro para su interpretación: desde el anuncio de su “resurrección”, muchos de sus seguidores en redes sociales han prometido que no volverán a leerla.
No importa cuánto se haya escrito acerca de la supuesta “muerte del autor”, su figura continúa siendo el principal reclamo publicitario de una industria editorial que —a sabiendas de que su oferta es muy superior a la demanda existente y que los libros no se leen en los ocho segundos que nos otorga nuestro permanente déficit de atención— ya no vende textos literarios sino historias personales de superación, que ratifican la idea errónea de que la moralidad de un autor es la de su libro y viceversa. Por sorprendente que parezca, dado lo poco que hay en juego, muchas personas participan activamente de esa estrategia y exhiben a sus hijos en sus redes sociales, se fotografían practicando su deporte favorito —ellos, al aire libre; ellas, en el hogar: una ratificación involuntaria de todos los viejos estereotipos de género—, nos informan del estado de salud de sus familiares directos y del suyo propio, ensayan una postura sexy, cuentan qué han comido hoy o nos dan su opinión sobre la última teleserie como si todo ello fuera parte de su proyecto de escritura, toda su obra: penosamente, en muchos casos, lo es.
La integración de las esferas del entretenimiento y la producción artística, de la cultura y el espectáculo, del ridículo y de la supuesta demanda de que se nos informe sobre él, visible en prácticamente toda la prensa contemporánea, se articula con una industria editorial que comercializa “personalidades” —y, cada día más, influencers— en lugar de libros. Una industria que ve perfectamente asumible que un presentador televisivo firme ejemplares de un libro que no ha escrito o que una heredera multimillonaria publique un libro sobre las “recetas de casa de mi madre”, todas ellas confeccionadas en una cocina en la que posiblemente nunca haya entrado. Una industria que se conforma con ofrecer reality shows en formato de libros cuyo tema son las experiencias de ser madre o padre o hijo o español o víctima de algo.
En ese marco, que alguien finja su suicidio para aumentar las ventas de sus libros no sólo es plausible, sino incluso justificado. Las redes sociales se alimentan literalmente de la necesidad de atención de ciertas personas —un par de semanas después de anunciar su “muerte”, Meachen reapareció en Facebook bajo una nueva identidad, por ejemplo— y los reality shows ofrecen una plataforma al narcisismo más agresivo; si la industria editorial persiste en adoptar sus modos —y no hay nada que se lo impida—, no debería sorprendernos ver a los autores imitando algunos de los momentos más embarazosos de la telerrealidad: abusando sexualmente unos de otros, bebiendo orina de animales, practicando el adulterio, rapándose la cabeza o introduciéndose objetos en el cuerpo, todos casos reales. Y fingiendo su suicidio también. “Que comience la diversión”, concluyó Meachen cuando reveló públicamente que en realidad no había muerto, pero el asunto no tiene nada de divertido. Como afirma el personaje de Malcolm Tucker en una escena de la extraordinaria serie británica The Thick of It, “el intercambio de información privada es lo que impulsa nuestra economía. Hemos llegado a un punto en el que hay personas, millones de personas, que darían un riñón por salir en la televisión mostrando las bragas manchadas para luego quejarse en OK Magazine de que han violado su privacidad. ¿No les gusta?”, pregunta a sus jueces, y les responde: “Entonces es que ustedes no se gustan a sí mismos”. No es culpa de Meachen, en algún sentido. Mientras tanto, la literatura en su condición de enorme ejercicio de inteligencia colectiva está en otro lugar, pero ese lugar es más y más inaccesible para los lectores; muchos de ellos ni siquiera saben ya dónde se encuentra.
Patricio Pron (Argentina, 1975) es escritor y crítico literario. Su último libro es No, no pienses en un conejo blanco: literatura, dinero, tiempo, influencia, falsificación, crítica, futuro (CSIC, 2022).
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