Las fuerzas más armadas
El capítulo #22 de ‘El mundo entonces’ cuenta los grandes cambios de las tácticas militares: en los ejércitos ricos cada vez más máquinas reemplazaban a los hombres. Se gastaban fortunas en armas, sobre todo en Estados Unidos. El “terrorismo” seguía justificando muchas cosas –y, de pronto, estalló una guerra
El año 2022 trajo consigo un cataclismo que, entonces, nadie supo cómo interpretar. En Europa, donde la guerra entre naciones parecía el recuerdo de un pasado que nunca volvería, retumbaron una mañana los cañones. Un líder ruso autoritario —pero elegido por los votos del 76 por ciento de sus ciudadanos— decidió invadir un país fronterizo, Ucrania, que había pertenecido a la antigua Unión Soviética, y lanzó miles de tanques, aviones y tropas a ocuparla. Buena parte de sus compatriotas apoyaba el intento: dos de cada tres extrañaban los tiempos en que la URSS aseguraba el dominio ruso sobre una docena de países vecinos. Y creían, según se vio después, que su ejército era mucho más poderoso que lo que realmente era.
El mundo occidental se sacudió: volvía, tras tanto tiempo, el peor de los fantasmas. La guerra, como suele pasar en estos casos, fue un tornado en sus primeros días —emociones, declaraciones, realineamientos, reacciones, ayudas— pero poco a poco fue quedando en segundo plano, y si se la recordaba de tanto en tanto era sobre todo por sus consecuencias económicas: el aumento de ciertas materias primas —gas, petróleo y cereales— produjo una inflación tan desacostumbrada como los bombardeos de los aviones. La guerra también provocó el reforzamiento inesperado del bloque OTAN, grandes ganancias de los fabricantes de armas, varios millones de refugiados, la división entre los que promovían una paz a cualquier costo y los que sostenían que su precio no podía ser la aceptación de una ocupación militar. Y, sobre todo, el desasosiego de no saber qué vendría después: si esa invasión sería el prólogo de otra época de guerras o se mantendría como un hecho aislado.
Ahora sabemos qué pasó, pero era lógico que aquellas personas dudaran y se preocuparan: se habían desacostumbrado. Quizá nunca en la historia del mundo haya habido unas décadas con tan poca violencia como el final del siglo XX y el principio del XXI. Entre 1905 y 1975 las diversas guerras habían matado a unos 150 millones de personas. En todo el año 2020 solo dos zonas de combates habían producido más de 10.000 muertes —pero menos de 20.000—: Afganistán, donde fuerzas fundamentalistas peleaban contra el ejército pagado y conducido por los Estados Unidos, y Yemen, donde sectores religiosos, regionalistas, saudíes y demás se enfrentaban en un laberinto bastante inextricable —que, por otro lado, casi nadie intentaba extricar. Los combates se habían vuelto todavía más locales, más civiles: fracciones nacionales —apoyadas por algún poder extranjero— peleando por el control de un suelo apetecible por su subsuelo o grupos religiosos intentando ejercer su poder en el subcielo. Conflictos internos y espásmodicos en Somalia, Etiopía, Libia, el Congo, Myanmar, Nagorno-Karabaj, Siria todavía. La guerra se había vuelto una consecuencia —no necesariamente la peor— de la pobreza extrema. Las luchas militares entre estados —lo que tradicionalmente se había denominado “guerra”— no existían y, hasta la invasión rusa de Ucrania, los países ricos llevaban décadas sin ellas: es probable que esa —relativa— paz fuera el efecto de la bomba atómica.
Ya habían pasado casi 80 años desde que el lanzamiento de aquella primera máquina en tierras japonesas cambiara la idea de la guerra. Su aparición fue la cumbre del triunfo de la técnica humana sobre la fuerza humana: cinco personas en un avión podían matar, de un solo gesto, a cien mil, doscientas mil, millones.
Por primera vez en la historia el hombre tenía el poder de acabar con la humanidad. Hasta entonces la destrucción conocía límites: una guerra podía asesinar a miles de soldados y civiles, producir desolación y hambre, pero siempre dentro de un orden que permitiría la reconstrucción. Cuando varios países empezaron a completar un arsenal atómico quedó claro que su uso —las explosiones, la radiación— podría terminar con toda vida humana. Fue un momento crucial: en esos tiempos tan antropocéntricos, en esos días en que los hombres se creían capaces de casi todo, conquistaron uno de los últimos privilegios de los dioses: la capacidad de destruir el mundo. El apocalipsis se volvió una prerrogativa de la razón humana.
La aparición de la bomba fue, también, un ejemplo extremo de la vieja frase latina: si vis pax, para bellum —si quieres paz, prepara la guerra. Cuando los dos enemigos principales del momento —los Estados Unidos y la Unión Soviética— confirmaron que tenían la posibilidad de aniquilarse mutuamente, la guerra total se convirtió en el horror total: desencadenarla significaba asumir el riesgo de desaparecer de la superficie de la Tierra y, afortunadamente, nadie quiso. Pero ambos superpoderes debían simular que podían y sostener, para eso, una carrera de actualización de sus armas que les costó fortunas —y llevó a la URSS a la ruina. Mientras tanto, la pelea entre ambos se jugaba en todo tipo de conflictos regionales con su participación directa o indirecta: guerras del estilo de las de Corea o Vietnam o Afganistán o Medio Oriente, invasiones controladas como las de Hungría o Panamá o Checoslovaquia o Santo Domingo, golpes de Estado como los de Chile o Egipto o Indonesia.
Después, ya llegando al siglo XXI, dos elementos cambiaron otra vez el tablero. Por un lado, la caída de la Unión Soviética dejó a los Estados Unidos sin un enemigo de su talla —y la amenaza de la destrucción nuclear desapareció de los primeros planos. En 2022 todavía quedaba en el mundo una docena de países —Rusia y Estados Unidos, sobre todo, pero también China, Inglaterra, Francia, Pakistán, India, Israel, Corea del Norte— con suficientes bombas de hídrogeno como para destruir el planeta en media hora, pero no se suponía que tuvieran razones para hacerlo. Y los hombres habían olvidado la amenaza nuclear: ya no formaba parte de sus fantasmas, de sus miedos. Sin embargo, varios de esos estados atómicos tuvieron, en esos años, líderes lo bastante inestables —el norteamericano Trump, el norcoreano Kim, el indio Modi, el israelí Netanyahu— como para temer sus arrebatos.
Al mismo tiempo parecía que la idea de dos estados más o menos poderosos mandando sus ejércitos a una zona de conflicto y enfrentándose en ella con armas, vehículos y hombres ya no era posible. Expertos militares habían asegurado que ese tipo de guerra no era siquiera realizable: que un regimiento desplegado en un espacio abierto podía durar minuto y medio antes de ser destruido por misiles y drones, ya que cualquier movimiento era inmediatamente detectado por la pléyade de satélites que giraba alrededor del planeta. Su circulación todavía no estaba regulada y más de 7.500 aparatos se amontonaban en la órbita terreste —muchos de ellos, espías de los grandes ejércitos; algunos, científicos o meteorólogicos; bastantes, basura que se quedaba allí, dando vueltas hacia la eternidad.
Por eso, también, el impacto de la invasión rusa a Ucrania: fue la demostración de que la vieja guerra de ejércitos y posiciones y bombardeos y ocupación de objetivos civiles seguía siendo factible. Fue un shock extraordinario. Que se profundizó cuando millones descubrieron que, además, la amenaza atómica volvía al escenario.
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Y, sin embargo, ya entonces se anunciaba el cambio decisivo de las técnicas bélicas: que los cuerpos empezaban a desaparecer —de las guerras de los ricos. Fue el resultado de otro larguísimo proceso: al principio los hombres guerreaban con sus cuerpos desnudos, desprovistos de cualquier herramienta. Poco a poco aprendieron a usar palos y piedras que primero manejaron con sus manos y después lanzaron: una nueva etapa histórica empezó cuando un hombre pudo matar a otro a la distancia. Durante varios milenios las dos formas de matar se complementaron; cada vez más, las formas distantes se fueron imponiendo a las cercanas: de la lanza a la flecha al mosquete al cañón al fusil a la ametralladora la progresión se fue haciendo más y más mortal. Los cuerpos siguieron yendo a la guerra pero se mantenían cada vez más alejados: en las guerras del siglo XX los combates cuerpo a cuerpo se volvieron raros.
Pero fue a principios del siglo XXI cuando los soldados de los países ricos empezaron a pelear guerras sin sus cuerpos: sentados frente a una pantalla de computadora en un cuartel de su país, atacaban con drones o misiles unos blancos que podían estar en otro continente. El primero en hacerlo fue Estados Unidos en sus guerras asiáticas —Irak, Afganistán. Para bombardear o ametrallar un sitio, para volar un puente o matar enemigos ya no era necesario estar allí: ya no había que arriesgar la vida propia, solo tronchar la ajena. El invento era comparable a lo que fue, en el siglo XVI, la difusión de la pólvora: la posibilidad de matar a la distancia, sin correr un riesgo inmediato. Pero si entonces los artilleros debían estar al pie de su cañón y, así, exponerse, la guerra de drones y misiles podía conducirse desde cualquier oficina al otro lado del planeta: su operador —su piloto— era una persona que había entrado a las 9 y sabía que en principio saldría a las 5 tras una pausa para comer algo y que, sobre todo, saldría vivo.
Esos embates permitían eludir el viejo precio de las guerras: en cualquier ataque de soldados podían morir soldados propios; en un ataque de drones, no. El dron era pura desigualdad en acto. Y sus ejecutores tenían la sensación de estar embarcados en algún videojuego (ver cap.20): matar era tanto más fácil cuando se hacía desde tan lejos, con tal calma. En una muestra de las paradojas de esos años, quien terminó de instalar la violencia a distancia fue un jefe supuestamente progresista, el primer presidente negro de los Estados Unidos, que proclamaba que la guerra debía ser “más humana”: su forma de hacerlo fue matar en pantallas.
(Quedaron testimonios de que el sistema era claro: ese presidente recibía cada semana la lista de los enemigos que sus servicios de espionaje habían localizado en sus escondites y residencias lejanas y él señalaba los nombres de los que debían ser bombardeados en lo que algún bromista involuntario bautizó como “operaciones quirúrgicas”. La guerra —ese estadío de la guerra— se había transformado en una sucesión de ejecuciones más o menos controladas y seleccionadas —que, por supuesto, casi siempre producían “daños colaterales”. Por eso algunos hablaron de “guerra post-heroica”: un gran operación represiva sin fronteras.)
Esa forma de hacer la guerra era el privilegio absoluto de los tres o cuatro países más ricos, siempre que lo ejercieran contra países más pobres, que no contaban con la misma tecnología. En otro ejemplo de la disparidad despiadada del período, los países pobres seguían peleando con sus cuerpos como los animales. Y, aún en los más desarrollados, todavía se necesitaban personas para manejar las armas remotas; el reemplazo completo no era siquiera un proyecto todavía.
(Aunque se empezaba a hablar de los primeros soldados-robots, y se suponía que ya estaban en experimentación, todavía no habían participado en ningún enfrentamiento. Faltaban unos años.)
La guerra técnica alejaba la violencia del cuerpo ciudadano, la volvía una noticia ajena: ya no implicaba —como las grandes guerras del siglo XX, las más mortíferas de la historia— a todos sino a unos pocos, los profesionales. Para los demás no era un peligro ni una realidad; era una molestia vaga, una amenaza muy lejana, algo que podían olvidar la mayor parte del tiempo. Por eso, también, el horror ucraniano: ciudades bombardeadas y civiles huyendo ya parecían, en Europa, escenas de un pasado olvidado.
Y al mismo tiempo esos ejércitos tecnificados mantenían las mismas estructuras jerárquicas de tiempos de Napoléon —o de Julio César—: las órdenes de un superior eran irrebatibles, no cumplirlas podía pagarse con la vida. Eran estructuras mayormente masculinas que justificaban su culto a la obediencia por el hecho de que cualquier desvío podía costar la muerte —aunque cada vez murieran menos.
En los veinte años —desde 2001 hasta 2021— que duró la guerra de Estados Unidos en Afganistán murieron en combate 2.448 soldados americanos: poco más de 100 por año. En cualquiera de esos años más de 35.000 estadounidenses murieron en su país por errores y fracasos de automóviles dirigidos por personas (ver cap.17).
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En la medida en que la tecnología ocupaba más espacio en las guerras, el dinero pesaba más y más. Era la continuidad de una línea inmemorial: en la primera pelea a la entrada de la cueva entre dos hombres armados de palos los bienes de cada uno no influían, pero en cuanto ese hombre solo se integró en un grupo familiar, el grupo que conseguía más comida y por lo tanto crecía más y tenía más miembros empezó a ganar ventaja. La tendencia nunca se detuvo: una ciudad griega rica podría alimentar a más ciudadanos que la defendieran que una pobre y Carlos V podría pagar sus Tercios que saquearon Roma con oro de la Indias y Napoleón aprovecharía las requisiciones de la Revolución para dotar su Grande Armée y Alemania usaría su potencia industrial para fabricar los tanques que arrasaron Europa. El dinero siempre ganó guerras, pero esa regla aumentó su poder cuando los seres humanos dejaron de ser necesarios en muchas de las operaciones. Era, por supuesto, más agradable para los soldados de las superpotencias, y mucho más para sus industriales y banqueros.
Cuanto menos peso tenían los hombres y más los aparatos, más dinero había para sus fabricantes y vendedores. El gasto en defensa promedio en el mundo pasó del 6 por ciento en 1960 —en plena Guerra Fría— al 3 por ciento en 2020 —solo que el tres por ciento de 2020 era mucha más plata que el seis por ciento de 1960. Durante siglos los que más recaudaron con las guerras fueron los proveedores, que abastecían los víveres y uniformes y caballos y otras necesidades de esas bandas enormes. Poco a poco fueron perdiendo su lugar, y la industria armamentista se convirtió en uno de los sectores más influyentes. Propia de los países más ricos, les servía para un doble propósito: conseguir poder militar proveyendo a sus propios ejércitos y conseguir dineros proveyendo a los ajenos. Servía también para consolidar la influencia del gran capital sobre los gobiernos de sus países: esos estados estaban sometidos al chantaje permanente de los productores de las armas que necesitaban. Y servía para que los gobernantes consiguieran grandes ventajas —llamémoslas ventajas— entregando contratos multimillonarios a este o aquel.
(La corrupción de políticos que debían decidir la compra de armas era moneda corriente. Más curioso era el caso inverso: cuando un monarca riquísimo como el emir de Qatar ofrecía al presidente de un país como Francia comprarle aviones de combate si lo apoyaba para organizar una copa de fútbol.)
La industria armamentista incluía, entonces, desde bombarderos y helicópteros hasta guantes ignífugos y visores ultravioletas, pasando por satélites, barcos de guerra, armas de todo tipo, equipamiento personal, submarinos, cohetes, alimentos no perecederos, computadores superpoderosos o ciertas medicinas.
La industria armamentista era también una de las formas más eficientes de traspaso de capitales desde los países menos desarrollados pero ricos en materias primas —ricos en dinero— a los países más desarrollados. Los tres mayores exportadores de armas eran Estados Unidos, Rusia y Francia; los tres mayores importadores eran India, Arabia Saudita y Egipto.
Por efecto de la tecnificación siempre creciente, los gastos en violencia crecían sin parar. Con ejércitos mucho menos numerosos, con muchas menos guerras, los gastos militares eran, en 2021, casi el doble que veinte años antes —más de dos millones de millones de euros: dos billones en castellano. De ese total, Estados Unidos todavía pagaba más de un tercio para seguir teniendo el ejército más caro de la historia: en ese año 2022 había gastado, él solo, entre 700.000 y 780.000 millones de euros, según las fuentes. Era, en cualquier caso, más que los diez siguientes —China, Arabia Saudita, India, Inglaterra, Alemania, Japón, Rusia, Corea del Sur, Francia y Brasil— sumados. El 40 por ciento de los gastos militares del mundo los hacía un país, Estados Unidos, donde vivía un cuatro por ciento de su población. O, dicho de otra manera, cada norteamericano invertía —involuntariamente— en poder militar diez veces más que la media de la humanidad.
Mientras tanto, los gastos militares de China y Rusia habían aumentado mucho en las dos décadas anteriores. Y ambos habían multiplicado, también, su gasto en espionaje de sus propios ciudadanos (ver cap.18). Aquella Rusia, por ejemplo, tenía cuatro veces más espías por persona que la Unión Soviética: el doble de agentes para la mitad de población.
Gracias a la generosidad de esos estados, el negocio legal de las armas era entonces uno de los más florecientes del planeta: más de 600.000 millones de euros anuales. Y, por supuesto, las cinco mayores compañías eran norteamericanas —e ingresaban, solo ellas, unos 170.000 millones al año. Frente a eso, los dos o tres mil millones de euros que supuestamente circulaban en el famoso tráfico ilegal de armas eran una bicoca —pero servían para hacer muchas películas.
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Todavía quedaban, pese a todo, en los ejércitos más ricos, soldados que bajaban al terreno. Iban revestidos de tecnología: eran soportes de carne y hueso para todo tipo de aparatos. Un soldado moderno de un ejército moderno de 2020 llevaba 50 kilos de equipo sobre sus espaldas: varias placas y dispositivos antibalas, el casco de combate, el arma automática, sus proyectiles, su mira termal, los anteojos de visión nocturna, los equipos de comunicaciones, las pilas para los equipos, las raciones de comida, el uniforme, el agua, el kit de primeros auxilios, la bolsa de dormir, la mochila con cosas. Combatir, entonces, no debía ser tan difícil como llegar al lugar del combate.
Y cada vez más ejércitos reclutaban mujeres en sus filas. La regla casi unánime de que solo los hombres hicieran la guerra se había mantenido durante milenios pero estaba cediendo. Las mujeres accedían con orgullo a la posibilidad de matar y ser matadas en un acto bélico; es cierto que no poder hacerlo era una de las exclusiones con que los hombres las habían apartado de los poderes fácticos; también es cierto que hay poderes que es mejor no tener.
Pero las mujeres seguían siendo algo relativamente nuevo en los ejércitos: los mayores cuerpos militares contaban entre un 10 y un 15 por ciento de soldadas —aunque la mayoría de ellas seguía en puestos de apoyo: servicios, logísticas diversas. Para justificarlo, algunos ejércitos poderosos —como el norteamericano— ofrecían baterías de ejercicios y simulacros que supuestamente demostraban que, en esas circunstancias, las unidades de hombres solos funcionaban mejor que las mixtas; algunas mujeres seguramente se alegraron, otras muchas no.
A esa altura la mayoría de los países ya había abolido el servicio militar obligatorio que mantuvieron hasta fines del siglo XX y que había sido casi exclusivamente masculino. El ejército nacional ciudadano se había acabado con el fin —aparente— de la era de las guerras estatales. En el 2022 casi todos los ejércitos estaban formados por voluntarios profesionales destinados a una carrera de décadas: soldados por gusto y vocación. Solo unos cuantos países mantenían, por razones variadas, el servicio militar, uno o dos años de reclusión y entrenamientos que habilitaban para formar parte de la reserva. Y diez de ellos incluían hombres y mujeres: Israel, Libia, Eritrea, Malasia, Corea del Norte, China, Taiwan, Perú, Suecia y Noruega. En países tan aparentemente civilizados como Suiza, con una larga tradición de pacifismo armado, el servicio seguía siendo obligatorio solo para hombres.
(Hubo, en esos días, un caso extraordinario de cuerpo militar femenino: los destacamentos de mujeres del Partido de los Trabajadores de Kurdistán, en su lucha contra un grupo ultrarreligioso llamado Isis o Ejército Islámico —que llegó a controlar vastos territorios en Irak y Siria. La idea era simple: aquellos islamistas seguían al pie de la letra unos raros textos religiosos (ver cap.24) que decían que los soldados que murieran peleando irían a su paraíso, a menos que los matara una mujer. Esos fanáticos intrépidos —grandes verdugos, grandes violadores— se aterraban cuando debían enfrentar mujeres que los matarían definitivamente y, así, aquellos destacamentos femeninos consiguieron victorias resonantes. Era una toma de judo tan perfecta, un triunfo tan extremo de la razón sobre la superstición, de cierta astucia femenina contra la estupidez de tantos hombres, que muchos intentaron acallarlo: podría haber servido como ejemplo.)
De todos modos, la reducción de las expectativas de guerra abierta y la tecnificación de los combates había hecho que los grandes ejércitos mundiales redujeran mucho sus integrantes. En 1990 el ejército de la Unión Soviética tenía 3.350.000 efectivos, y el de Estados Unidos 2.170.000; en 2020, el ruso se había reducido a un millón y el norteamericano a un millón trescientos mil.
(También perdieron su utilidad muchos ejércitos de países más pobres. El caso de América Latina es ejemplar: allí los ejércitos nacionales casi no combatieron durante todo el siglo XX, pero sirvieron para corregir con sus “golpes de estado” cualquier desviación del orden de los ricos. Esa función también se volvió innecesaria, porque los mecanismos de la delegación democrática aseguraban esa defensa —que entonces no estaba amenazada por movimientos radicales.)
Mientras tanto la guerra, en los raros casos en que había, dejó de ser un monopolio de los estados involucrados: los ejércitos nacionales dejaron de ser sus únicos actores. Aquel orgullo de “defender a la patria” que, fogoneado por escuelas, medios y sacerdotes, había servido para que generaciones de jóvenes fueran a hacerse matar por ella, se iba deshilachando. Muchos descreían de sus patrias, y los que creían y la reivindicaban tampoco querían que los mataran. Así, el inmenso ejército de los Estados Unidos no tenía soldados suficientes para sostener sus largas ocupaciones asiáticas y, ante la perspectiva de tener que volver a la conscripción obligatoria, su gobierno prefirió “tercerizar” parte de sus tareas a firmas privadas que ofrecían los servicios de mercenarios. Nunca se confirmó su cantidad, pero cálculos de época suponían que, por ejemplo, en la ocupación de Irak los americanos usaron entre 20 y 30.000 “empleados” de una empresa que primero se llamó Blackwater —y después cambió su nombre a “Academi” para evadir la mala fama que había ganado con sus intervenciones sanguinarias.
Esos servicios tenían la ventaja de que podían hacer cosas que un cuerpo estatal y demócrata no debía, y que podían hacerlo sin rendir cuentas, en secreto. Dos siglos después de que la Revolución Francesa consagrara los “ejércitos nacionales ciudadanos”, la Patria-en-Armas, los mercenarios habían vuelto a ser parte importante de las guerras. Muchos de ellos ni siquiera eran estadounidenses; un colombiano o un croata cobraban menos. Y, en los pequeños conflictos regionales, las peleas por una mina de uranio o un gasoducto o el control de una provincia centroafricana, solía ser más fácil contratar personal extranjero y temporario que confiar en las veleidades de coroneles locales: el uso de mercenarios se extendió, en esos años, como nunca antes.
Era un retorno a los orígenes. Durante miles de años los ejércitos habían sido empresas privadas —de un rey, un califa, un maharajá— operadas por trabajadores contratados. Fueron públicas poco más de dos siglos: ya aparecían los primeros analistas que imaginaban que esa forma había sido un paréntesis en la larga historia de los soldados de alquiler. Las compañías que los proveían prosperaban en —relativo— secreto, aprovechando la falta de atención. No solo ofrecían operaciones armadas; proponían también una amplia gama de maniobras de espionaje —lo que entonces se llamaba, sin sorna, “inteligencia”— y otros servicios paramilitares. Los estados estaban perdiendo una de sus justificaciones principales: el monopolio de la violencia. Era lógico: si las grandes corporaciones empezaban a tener más poder que muchos estados, correspondía que consiguieran sus propios ejércitos, sus propios espías, sus propias formas de usar la violencia en beneficio propio.
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Hasta la invasión rusa, las guerras habían sido escasas y distantes: en el mundo rico, la forma más reconocida de la violencia pública era eso que, entonces, solía llamarse “terrorismo”. Se trataba, en general, de operaciones aisladas de bombas o tiros contra la población de una ciudad más o menos importante, habitualmente llevada a cabo por un pequeño grupo de hombres dispuestos a arriesgar sus vidas. Aunque durante mucho tiempo había tenido ejecutantes y metas variadas —anarquistas, resistentes, movimientos de liberación nacional—, en esos años era casi exclusivamente practicada por islamistas extremos: su religión les hacía más fácil convencerse de que valía la pena morir en el intento, ya que para ellos morir significaba transferirse a un “paraíso” lleno de luz y miel y mujeres complacientes. A diferencia de aquellos “terroristas clásicos”, los islámicos no pretendían imponer formas nuevas de organización política y social sino esquemas antiguos y tradicionales: califatos, sharías, dogmas varios. Y, mientras aquel “terrorismo” solía tener blancos definidos, claros, el islámico se caracterizaba por el ataque azaroso, sin objetivos particulares, tendiente a instalar un terror confuso y generalizado en una población: “Como esa violencia no tiene lógica, nada me garantiza que no me alcance”.
Esas “operaciones terroristas” tenían mucha repercusión cuando sucedían en capitales occidentales y mucha menos cuando lo hacían en ciudades asiáticas o africanas donde, por supuesto, mataban tanto más. Era coherente con su desarrollo: habían llegado al primer plano de la actualidad internacional con el ataque de un grupo islamista de origen saudí a dos torres de la ciudad de Nueva York en 2001. En esa operación dos aviones comerciales secuestrados se lanzaron contra esos dos edificios emblemáticos y mataron a unas 3.000 personas. (Ese mismo día, en el resto del globo, unas 25.000 personas murieron por causas relacionadas con el hambre. Y al otro día otras tantas, y al otro, y al otro.)
Aquel ataque tuvo un toque de genio —malvado—: instaló en la conciencia global la idea de que —casi— cualquier objeto cotidiano podía volverse un arma. Si un par de aviones —entre las decenas de miles que recorrían el mundo— podían usarse para atacar una gran capital, el mundo se transformaba en un arsenal insospechado.
Veinte años después, sin embargo, se podía decir que la lección no había hecho escuela: salvo algunos atentados menores con camiones y camionetas y cuchillos de cocina, no había habido más uso violento de los objetos habituales.
Aun así, aquel ataque de 2001 permitió a los gobiernos la puesta en marcha de un gran aparato represivo. Los “aeropuertos”, por ejemplo, se convirtieron en lugares de control social extremo —revisiones con rayos equis, cacheos, interrogatorios, detenciones arbitrarias—, sustentados por la aprobación de las mayorías, lo suficientemente atravesadas por el discurso dominante como para agradecer que las controlaran —las “cuidaran”— así. Y la amenaza terrorista sirvió también para justificar más medidas que habrían sido rechazadas en otras circunstancias: el espionaje de teléfonos y redes sociales, el rechazo de migrantes, las cárceles ilegales para sospechosos. La “lucha contra el terrorismo” habilitaba gastos extraordinarios: se consumían en ella muchos miles de millones de dólares al año, tantos más que lo que las Naciones Unidas reclamaban para acabar con el hambre en el mundo.
Este uso de la amenaza terrorista fue un ejemplo de persistencia de un relato mucho más allá de la realidad que le había dado origen. En el año 2021, por ejemplo, el “Fondo de Seguridad Interior” contra el terrorismo de la Unión Europea gastó unos 275 millones de euros. Ese año el terrorismo islámico produjo, en toda la región, dos víctimas mortales: una fue acuchillada en Rambouillet, Francia; la otra en Leigh-on-Sea, Inglaterra.
Los mismos grupos que actuaban cada vez menos en las capitales ricas mantenían una actividad importante e incluso ocupaban territorios en sus propias regiones. De los diez países más golpeados por el terrorismo, cinco eran africanos y cinco asiáticos. Sus tropas se desplegaban sobre todo en ciertos países del Sahel —Burkina Faso, Mali, Níger, Nigeria— que estaban, entonces, entre los espacios más inestables y peligrosos del planeta. Allí sí las acciones de los “terroristas” producían cientos o miles de muertes cada año, pero sus métodos y metas eran diferentes: trataban de ocupar territorios y crear bases donde asentarse. Así consiguieron definir unas zonas de exclusión a las que nadie se acercaba y la convicción generalizada de que las peores violencias tenían dos causas: o la voluntad de imponer los preceptos islámicos o la de acaparar ciertas materias primas —o una buena combinación de ambas. Y crearon, sobre todo, la ilusión de que la violencia pública del mundo, concentrada en unas pocas regiones pobres, era propia de sociedades pobres —cuando, hasta entonces, parecía claro que las guerras siempre habían implicado al menos un estado rico que intentaba imponer su poder o dos que se peleaban por una hegemonía.
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Los ejércitos se reducían, los estados contrataban mercenarios, las armas cambiaban, las guerras —salvo la rusa— no enfrentaban estados sino grupos más o menos irregulares. Sin embargo, analistas ya imaginaban que el conflicto geopolítico y económico por la supremacía mundial entre Estados Unidos y China terminaría por llevar a alguna forma de guerra global: que ningún superpoder se entrega sin pelear y que llegaría un momento en que los americanos deberían luchar por su supervivencia.
El ejército chino seguía siendo el más numeroso del mundo, con más de dos millones de soldados —un millón menos que en 1990. Pero en ese lapso había mejorado enormemente sus arsenales, barcos, aviones, satélites, misiles: se había convertido en un poder militar a la altura de su poder económico. Nadie preveía cómo sería ese conflicto, que sucedería en condiciones que la época no sabía ni quería imaginar. Unos pocos lo consideraban inevitable; la mayoría hablaba de otras cosas.
La invasión rusa a Ucrania lo puso, brevemente, en primer plano. La cumbre de la OTAN en Madrid, entonces la capital de España, en junio de 2022, marcó un punto de inflexión. Europa había pasado varias décadas tratando de despegarse de Estados Unidos pero la invasión produjo tal ola de temor que volvió a acercarlos. Su “Organización del Tratado del Atlántico Norte”, que, según el entonces presidente de Francia, “estaba en muerte cerebral”, resucitó de pronto. Estados Unidos logró que los europeos se encolumnaran detrás de su liderazgo para enfrentar la amenaza rusa —y china—: así captó a dos de los últimos países neutrales que quedaban en la región, Suecia y Finlandia, y, sobre todo, consiguió que todos se comprometieran a aumentar considerablemente su gasto militar —un mínimo de dos por ciento de su PIB— y la cantidad de soldados dispuestos al combate.
Se impusieron, para eso, las ideas de los analistas que interpretaron la invasión rusa como un ensayo que los chinos aprovechaban para tantear las reacciones de Estados Unidos y sus aliados y definir, en función de ellas, si lanzarían por fin su tan temido ataque a Taiwán, la isla que durante siglos había formado parte de su reino. Muchos imaginaban que esa invasión era ineludible: solo dudaban de cuándo sucedería. Y que sería —quizás— el principio de esa guerra que redibujaría el mapa del mundo. Ya sabemos, por supuesto, en qué se equivocaban, en qué no.
La situación era confusa. Y la desorientación general —o el miedo— de los poderes del mundo frente a la evolución de las formas de la guerra puede sintetizarse en una historia menor: en esos días el gobierno francés contrató a cinco escritores de ciencia-ficción para que imaginaran cuáles podrían ser las amenazas tecnológicas militares y paramilitares que enfrentarían en el futuro. Es probable que hayan imaginado sobre todo combates espaciales y esas vicisitudes que la época todavía suponía, pero nunca lo sabremos: los resultados de la iniciativa se perdieron en algún vericueto burocrático y ya nadie recuerda cuáles fueron ni, por lo tanto, cuánto se cumplieron.
Las guerras siempre habían producido avances técnicos importantes —y muchos de los grandes inventos de esos tiempos tenían que ver con los militares: el inter-net, sin ir más lejos, o el GPS o la fotografía digital (ver cap.18). Pero servían, sobre todo, para que algunos ganaran mucha plata. En la fabricación de armas, por supuesto, pero también en la reparación de lo dañado por ellas: un negocio redondo. En esos días, con la invasión de Ucrania en su momento más brutal, miles de compañías —literalmente miles de compañías— de docenas de países, de muy diversos sectores, ya habían empezado a ofrecer sus servicios para la “reconstrucción” de la nación dañada. Cálculos muy preliminares imaginaban que la operación podía llegar a mover unos 500.000 millones de dólares.
Aunque, entonces, la ofensiva rusa aparecía cada vez menos en los diarios y otros medios de la época. La historiadora desatenta podría fácilmente creer que se había convertido en un conflicto casi durmiente; pero, al buscar más información, se encuentra con que la violencia y sus víctimas seguían siendo por lo menos tantas como al principio, solo que la novedad ya se había disipado. Pocos procesos ilustran mejor la visión que tenía aquella sociedad de sus problemas: le interesaban cuando eran nuevos, se asustaba, se indignaba, reaccionaba airada, y después se iba acostumbrando hasta que, al final, aquello que poco antes le había parecido intolerable desaparecía de su foco de atención.