Vivir a máquina
La decimoséptima entrega de ‘El mundo entonces’ trata sobre esas máquinas —ordenadores, móviles, aviones, automóviles y tantas más— que formateaban las vidas de las personas y las fueron cambiando
En esos días las cosas pululaban, y muchas de esas cosas eran máquinas. Las personas vivían en un mundo de máquinas. Durante la mayor parte de la historia no había sido así: las usaban, si acaso, en talleres y otros espacios especiales. Pero a lo largo del siglo XX sus entornos cotidianos se fueron llenando de aparatos y, en 2022, era raro el momento en que las personas no estaban en contacto con ninguno.
En el MundoRico las máquinas personales más frecuentes se dividían en tres campos: el transporte, la comunicación, la vida doméstica. Las máquinas domésticas eran multitud. Instalaciones eléctricas e hídricas convertían las casas en cajas cuyas paredes eran conductos por donde circulaba el agua —servida o por servir— y la energía. Que alimentaban, gracias a motores y calderas y conexiones varias, lavabos y lavadoras y duchas y bañeras y bidés y tazas —para los detritus que aquellos cuerpos producían—, y las alarmas y los intercomunicadores y los relojes varios, los aparatos —eléctricos o a gas— de calentar y enfriar el ambiente, los termostatos que los regulaban, las varias máquinas —eléctricas— de frío y de calor de la cocina y los pequeños “electrodomésticos”, una proliferación de engendros para picar, cortar, batir y demás embestidas contra la materia alimenticia de esos días (ver cap.2). Pero nada de eso había cambiado tanto las formas de vida como aquellas aspiradoras y lavadoras y afines que sostuvieron la “liberación” de las mujeres de esas tareas en la segunda parte del siglo XX.
El resto de cada casa MR también rebosaba de cosas: en el salón solían tener una televisión, calefacción y refrigeración, quizás un equipo de música o una computadora, una bola-altavoz inteligente, varias lámparas; en cada dormitorio solían tener un aire acondicionado o un ventilador y/o una estufa, un despertador con o sin radio, un soporte para el ordenador móvil de bolsillo, un soporte para el reloj digital, un colchón complejo, una televisión, varias lámparas, alguna computadora asimilada, sus terminales wi-fi, si acaso una persiana eléctrica, sus artilugios de seguridad y otras alarmas. Y en cada baño el lavabo, el bidé, la dicha taza, una bañera, una ducha con más de una flor, un cepillo de dientes eléctrico, un limpiador de boca eléctrico, un secador de pelos eléctrico de uso mayormente femenino, un cortador de pelos eléctrico de uso mayormente masculino, una balanza, un tensiómetro, varias lámparas y, en las casas ricas de Asia, un inodoro inteligente.
De la existencia de este aparato peculiar se valía, en esos días, un autor reaccionario para despotricar en un artículo. Lo reproduzco más de lo que debería porque creo que es útil para entender cierto clima —conservador— de época, una postura que ahora nos parece casi inverosímil. El quejoso visitaba Seúl, capital de Corea del Sur, país atravesado entonces por la técnica de punta.
“Yo no estaba preparado para la cultura del inodoro inteligente, la letrina letrada. Quizá por eso tardé días en aprender a manejar su pantallita —y sólo terminé de conseguirlo cuando entendí que no tenía que manejarla: que alcanzaba con sentarme o pararme y dejar que el inodoro hiciera. Aún así, la pantallita tenía varias funciones que no pude entender para cumplir con sus dos metas centrales: limpiar la taza, limpiarme el ulterior.
“Me fui enviciando: sentarse era aventura. Por supuesto, tampoco conseguía entender la diferencia entre la función silver y la función kids, la función cleansing y la función bidet, pero no me daba por vencido. Probé, pensé, experimenté: las dos echaban un chorrito preciso —que se podía redireccionar con la función nozzle position y tornar juguetón con la función moving. Pero nada me impresionó más —carcajada cuando la descubrí— que la función dry: un soplo de aire tibio perfectamente dirigido a eso que el maestro Quevedo supo denominar, con elocuencia y modestia y filológica cordura, el ojete.
“Desde entonces esperé y temí su irrupción en estas playas. En Corea, en Japón, el inodoro inteligente lleva dos o tres décadas campeando en tantos baños y, sin embargo, en Occidente no se impone. Cada tanto chequeo; por ahora, el desembarco sigue sin suceder. Me tranquiliza, me sorprende.
“No sé qué tradicionalismo de la deyección los mantiene a raya, pero me alivia. Pienso en esta forma de la modernidad que consiste en rizar el rizo de lo conocido, persistir en el matiz de lo que no lo necesita —para vender algo más, algo distinto. ¿Hasta qué punto, me pregunto, la máquina que latía bajo mis nalgas esos días fue, digamos, una metáfora de la banalidad de cierta forma de progreso? ¿Hasta qué punto puede ser, me insisto, el símbolo de esos avances por los cuales construimos una red increíble de comunicación para llenarla de siliconas mamiformes, robots complejos para lavar los platos, plásticos extremos para falsificar zapatillas, televisores 4D para tertulias de tercera?”.
El tema del inodoro es más complejo que lo que podría parecer a simple vista. A fines del siglo XIX, su irrupción en los hogares fue un símbolo del progreso de la civilización: por fin los excrementos se evacuaban solos por su propio circuito. Y a principios del XXI su equivalente “inteligente”, que podría haber marcado una nueva etapa civilizatoria —la automatización del proceso, la desconexión final entre el hombre y sus heces—, no terminaba de imponerse. Autores lo relacionaban con el hecho de que, pese a la aparente revolución, muchas de las tecnologías más habituales de esos días seguían siendo las de 1900 con mejoras menores: la electricidad, la luz, los coches, los aviones se basaban en aquellos criterios.
Y el —relativo— fracaso del inodoro inteligente apoyaría esta hipótesis. No quiero ni pensar qué pensaría el citado quejoso si supiera cómo hemos resuelto aquel problema.
* * *
Algo parecido había pasado con las máquinas de transporte: su gran influencia se ejerció a lo largo del siglo XX, cuando cambiaron el paisaje del planeta. El automóvil había permitido armar ciudades tanto más grandes, más pobladas: si una persona podía recorrer 20 o 30 kilómetros en menos de una hora en vehículos colectivos o individuales, su trabajo y su casa podían estar a esa distancia y, por lo tanto, las ciudades se despatarraron. Las megalópolis que marcaron aquellos años fueron un daño colateral del automóvil —en su versión individual y sus versiones colectivas.
Mientras tanto sus grandes avatares, los camiones, surcaban autopistas y más autopistas para llevar mercaderías hasta los últimos rincones: en los países ricos casi no había lugar que quedara fuera del circuito y, en los más pobres, más allá de las infraestructuras vacilantes, el problema no era la distribución de las mercaderías sino la distribución de la riqueza, la falta de dinero que hacía que en muchos lugares nadie pudiera comprar lo que esos camiones habrían podido llevarles.
Sin embargo los vehículos de la Tercera Década no eran muy diferentes de los de medio siglo antes. Como entonces, seguían moviéndose por tierra a un máximo de ciento y pocos kilómetros por hora. Esto acotaba los desplazamientos: una persona conduciendo una máquina móvil terrestre seguía sin superar los 150. Era veloz: durante los milenios anteriores nunca habían podido pasar de los 40 que un caballo o un elefante pueden sostener. Pero era, aún así, un límite que había durado demasiado.
Y, aunque habían sofisticado sus detalles, lo esencial de esos vehículos seguía igual: una caja pesada con asientos, ventanas, mandos y cuatro ruedas impulsada por motores de explosión según el principio popularizado por Henry Ford cien años antes. Algunos empezaban a funcionar con electricidad —o una mezcla de explosión y electricidad— pero eran pocos todavía. Y se agravaba ese fracaso consistente en tener que desplazar una tonelada de plástico, metal, telas y vidrio para llevar a una señora a su oficina, a un señor hasta el supermercado.
Lo que sí había cambiado era la cantidad. En el mundo había, entonces, unos 1.400 millones de coches. Lo cual equivaldría a un promedio de 175 coches cada 1000 habitantes —o un coche cada seis personas— si no fuera otro engaño de las estadísticas: en los Estados Unidos había 800 coches cada 1.000 personas, un coche por adulto, el 20 por ciento de los coches del mundo para el 4 por ciento de la población, mientras que en el Congo o Guinea había 5 coches cada 1.000 personas: solo una de cada 200 tenía uno. Entre ambos extremos, el reparto clásico: un coche cada dos o tres personas en los países más o menos ricos, uno cada diez en el resto.
Era otra muestra de cómo estaba organizado el mundo, con unos pocos países cuyas pautas de consumo dependían siempre de la misma condición: que los demás no pudieran replicarlas. Estaba claro: un mundo con cuatro o cinco mil millones de automóviles —con la proporción de coches por habitante de los países ricos— se habría perdido en el humo en unos meses pero antes, en unos días, habría colapsado por falta de espacio, petróleo y electricidad.
Frente a esas amenazas, se empezó a barajar la posibilidad de compartir los coches: la idea de que cada persona poseyera un coche que usaría una hora o dos por día empezaba a parecer un poco polvorienta. Pero la mayoría se resistía: el coche no era un medio de transporte sino una definición personal, medallas y cocardas: soy el que tiene un Tesla, un Mercedes, un híbrido, un tururú. Y, al mismo tiempo, los coches estaban colocándose en el centro de otra de esas injusticias que la preocupación ambiental producía con cierta frecuencia: muchos gobiernos nacionales y municipales empezaron a otorgar privilegios —rebajas impositivas, mejores accesos, aparcamientos especiales— a los pocos coches eléctricos que ya circulaban. Así, los centros de muchas ciudades quedaron más o menos vedados para los coches de gasolina pero autorizados para los eléctricos. Un coche eléctrico todavía era bastante más caro que uno de gasolina y, sobre todo, eran más nuevos: quien no pudiera comprarse un coche nuevo tenía que resignarse a que su vieja máquina de explosión, más barata, no pudiera llevarlo a los mismos lugares donde las caras sí podían entrar. Todo, por supuesto, en nombre de la ecología y la protección del medio ambiente. Una vez más, las buenas intenciones de los progres bienintencionados jodían a los más pobres.
Había, mientras tanto, otra fisura en el sistema automotor: los coches mataban, cada año, unas 1.300.000 personas, más de dos por minuto todos los minutos. Y los coches eran cosa de ricos pero sus muertes no: más de la mitad de sus víctimas no viajaban en ellos sino caminando o pedaleando a los costados. Y nueve de cada diez muertes sucedían en los países de ingreso medio y bajo, que solo tenían la mitad de los autos del mundo. Sus coches estaban peor, sus carreteras estaban peor —y las reglas tenían menos fuerza porque sus estados no podían o querían imponerlas.
En cualquier caso, 1.400 millones eran muchos coches: un barullo de desplazamientos continuos, masivos, permanentes. En ese mundo había más coches que vacas —y los coches comían bastante más y se comían bastante menos. Y se amontonaban más: muchas de las ciudades de esos días estaban cotidianamente colapsadas por aquellas acumulaciones en sus calles, horas y horas de inmovilidad que desmentían el nombre de esos auto móviles. De todos ellos, más de mil millones eran particulares, maneras del transporte individual, los famosos mil kilos para mover setenta: la idea de posesión seguía triunfando.
(Una tendencia surgía, sin embargo: evaluar los transportes según la relación de su peso con el peso transportado. Esa proporción de 15 a 1 de los coches habituales empezaba a pensarse como un insulto a la inteligencia, otro fracaso. En un avión de pasajeros, por ejemplo, la proporción era tres veces menos: cinco a uno.)
Los coches eran, en esos años, elementos centrales de la vida. Y sus números no paraban de crecer y su consumo de preocupar a muchos y se anunciaba una variante. Todavía se llamaban “auto móviles” porque se movían sin ser arrastrados por caballos u otros animales, pero sus conductores ya habían perdido parte de su autonomía: los pro-gramas que armaban itinerarios estaban a disposición de todos —en sus ordenadores personales móviles— y cualquiera que no conociese mucho su camino los usaba para encontrarlo y recorrerlo. Esto, que puede parecer una obviedad, fue un salto raro: los conductores ya no conducían, no debían arreglárselas para encontrar su ruta en el espacio real; solo tenían que seguir las instrucciones de un pro-grama. Ya no viajaban en el mundo sino en la pantalla; su trabajo consistía en lograr que su máquina siguiera las indicaciones que llegaban de esa otra máquina. Eran intermediarios, ejecutores de una voluntad ajena que se imponía con el argumento de que esa voluntad —virtual— manejaba mucha más información que ellos.
(Lo cual cambió mucho, también, las carreteras y caminos: se hicieron más complejos, muy enrevesados. Se construyeron cruces, desvíos, rotondas y salidas que ningún conductor habría podido seguir sin la ayuda de sus “GPS”. Era un buen ejemplo: el rotundo efecto secundario —mucho más sólido que el principal— de una pequeña pantallita.)
Los conductores terminarían de perder el control poco después: ya en esos días se experimentaba con máquinas a las que sí correspondería llamar automóviles porque se manejarían solas, sin precisar que nadie las guiara. Entonces sí la misma palabra —la misma noción— recubriría dos realidades tan distintas, separadas por más de cien años. En esos días el automóvil automóvil estaba en fase de experimentación: se anunciaba que pronto andaría por la calle.
(Durante siglos, las máquinas fueron herramientas para hacer más lo que ya hacíamos: en lugar de roturar la tierra con un palo un arado abría surcos, en lugar de moler granos con mortero un molino aprovechaba el viento, en lugar de hacer cuentas una calculadora contaba millonadas. Hasta que se volvieron herramientas para hacer lo que no hacíamos: antes del teléfono era imposible hablar a la distancia, antes de los rayos equis nadie había visto el interior de un cuerpo vivo, antes de los aviones no volábamos. El coche auto móvil estaba pensado con un criterio diferente: hacer bien lo que las personas hacían mal —conducir autos— para salvarlas de sí mismas y su tontería.)
El auto móvil era un cambio, aunque no decisivo: el principio de la caja de mil kilos con sus cuatro ruedas seguía siendo el mismo. Pero tenía la fuerza del símbolo: los hombres entregando a una pequeña inteligencia artificial una función de la vida diaria que, hasta entonces, siempre habían monopolizado. Otro avance de los algoritmos sobre las personas.
* * *
Los aviones también funcionaban de la misma forma que medio siglo antes: propulsión a turbina alimentada con combustibles fósiles, no mucho más de mil kilómetros por hora, no mucho más de diez kilómetros de altura, no mucho más de 15.000 kilómetros de autonomía, no mucho más de 500 pasajeros —y casi siempre muchos menos. Los intentos de hacerlos viajar más rápido que el sonido habían fracasado uno tras otro —aunque, como sabemos, se preparaban nuevos.
Pero su uso se había extendido incontenible: pocas cosas contribuyeron tanto a la construcción de una ilusión global como la proliferación de aquellos aparatos —que hacían que los desplazamientos fueran cada vez más fáciles, tanto más baratos. En 2022 el avión era casi un transporte común, que había perdido su aura lujosa y movía multitudes. Cada día entre 10 y 13 millones de personas se subían a un avión y despegaban: más de 4.500 millones de trayectos cada año. En todo momento medio millón de personas estaban suspendidas en el aire, desplazándose hacia algún lugar que, no mucho antes, habría parecido inalcanzable. Corría la sensación de que la Tierra se había reducido considerablemente.
Pero los viajes aéreos también eran el privilegio de un sector: estudios más meticulosos mostraban que el 10 por ciento más rico del mundo, unos 800 millones de personas, acaparaban 76 por ciento del total de los vuelos. Y aún en los países ricos solo una pequeña parte de las personas usaba regularmente los aviones: en Inglaterra, por ejemplo, la mitad de la población no lo había hecho nunca. Lo cual no solo era otro síntoma de la desigualdad acostumbrada: también significaba que esa minoría era culpable de la degradación de la atmósfera —de todos— que los vuelos causaban. Más privilegiados apropiándose de los recursos comunes, y despilfarrándolos.
No hay datos precisos sobre la cantidad de personas que nunca en su vida se subieron a un avión: cálculos estimativos permiten suponer que en esos días eran cinco o seis mil millones de personas. Aún así, es cierto que los viajes aéreos se habían democratizado y que, como las democracias de esos días, incluían enormes diferencias. El interior de un avión era uno de los lugares más seguros y estratificados del mundo. Tras pasar por los controles más severos, unas cuantas docenas de personas se ajustaban a un plan cuidadosamente diseñado para que ocuparan determinados lugares en función de sus capacidades económicas. Los más ricos, claramente adelante, recibían un trato especial. De ahí en más se dibujaba una línea descendente de patrimonio hasta la cola, donde se amontonaban los que no tenían los medios o la experiencia necesarios para adquirir un asiento mejor. Después, el vuelo en sí era la mejor metáfora de la entrega: los pasajeros se ponían en manos de unas personas que nunca habían visto. Cada despegue inauguraba un tiempo de aislamiento: los aviones no tenían, todavía, buenas conexiones con el exterior, y seguían siendo espacios encerrados, extraídos del espacio global. A cambio ofrecían bastante seguridad: en la década anterior había habido, en los casi 40 millones de vuelos comerciales anuales —más de 100.000 vuelos diarios—, una media de 400 víctimas fatales cada año, una por cada 3.000 muertos en accidentes de coches.
(De pronto, los vuelos parecieron extenderse. Los programas de “la conquista del espacio” habían sido, entre los años 1960 y 70, una punta de lanza de la pelea entre los Estados Unidos y la entonces Unión Soviética. Así, con inversiones multimillonarias, ambas potencias consiguieron una aceleración que las llevó a poner esos famosos hombres en la Luna, naves en los planetas y miles de satélites alrededor del mundo. Pero la caída del régimen soviético y la privatización del mundo norteamericano llevaron esa carrera a una especie de impasse. Aquellas hazañas que habían enorgullecido a dos o tres generaciones se interrumpieron y, de algún modo, desaparecieron de los discursos más difundidos. Fue un golpe: la idea generalizada de que el próximo gran momento de la humanidad sucedería fuera de los límites del planeta Tierra se fue difuminando, y ni siquiera provocó lamentos, como si nunca nadie lo hubiera imaginado.
Así, durante diez o veinte años, el espacio y su “conquista” parecieron abandonados. Hasta que volvieron a aparecer, hacia fines de la Segunda Década, en un modo adaptado a los tiempos: privatizados. Lo llamaron “la carrera espacial de los billonarios”: por lo menos tres de los más famosos construyeron sus propios cohetes espaciales y los lanzaron con propósitos distintos. Uno quería armar una base industrial en el espacio, otro una estación en Marte, otro unos paseos para turistas ultrarricos. También en este campo los estados occidentales fueron reemplazados por los potentados que esquivaban pagarles sus impuestos y se apoderaban de sus atribuciones (ver cap.13). China, mientras tanto, avanzaba callada.
Y, con el mismo silencio, los otros grandes estados del mundo recuperaban parte de sus planes espaciales. En esos días, aunque parezca raro, la mayoría especulaba con la instalación de bases lunares permanentes que les permitieran acceder a Marte, tanto más prometedor.
Pero, aún así, el espacio seguía sin ser un lugar de ilusiones. Y, de todos modos, comprobar la ignorancia tan extrema que había entonces sobre la composición y distribución del universo todavía impresiona.)
Y por fin estaban los barcos, que ya habían abandonado su papel de transporte de personas para centrarse en las mercaderías: el 90 por ciento del tráfico de bienes —primarios y manufacturados— del mundo viajaba en esas supernaves (ver cap.14).
Algo parecido les pasaba a los trenes, que mantenían los mismos esquemas que en 1900, solo que más rápidos. Y, salvo en las regiones más ricas, donde todavía transportaban pasajeros de larga distancia —muchos a más de 300 kilómetros por hora—, en el resto del mundo se habían convertido en un medio para mover mercadería o ciudadanos suburbanos. Aún así, en todo el planeta había 1.300.000 kilómetros de vías: lo suficientemente para darle más de 30 vueltas. Paraguay, el primer país ñamericano en construirse un tren, era el que menos tenía: 38 kilómetros. Y otros diez tenían menos de 100: entre ellos, Laos, Afganistán, Nepal, Sierra Leona. Del otro lado, solo dos países tenían más de 100.000 kilómetros de vías: obviamente, Estados Unidos y China. Los primeros tenían muchos más, pero la gran diferencia entre ellos, tan elocuente, era que mientras la mayoría de las vías chinas estaban electrificadas, en Estados Unidos apenas llegaban a 2.000 kilómetros: los chinos habían fabricado en esos últimos años, con las técnicas más avanzadas, lo que los norteamericanos habían hecho siglo y medio antes. Detrás, por extensión de vías, los seguían Rusia e India, con poco menos de 100.000 kilómetros. Y, en el medio, la gran mayoría tenía más de 1.000 y menos de 10.000 kilómetros de vías.
* * *
El transporte no había cambiado decisivamente en cien años; la comunicación, en cambio, mucho. A fines del siglo XIX, un invento permitió que la voz se independizara del cuerpo que la emitía: el así llamado “tele-fono” —sonido a lo lejos— lograba el milagro de que dos personas en dos lugares distantes pudieran conversar. Pero la instalación, con cables y aparatos, era complicada, y tardó décadas en generalizarse. Mucho más rápida fue la difusión de un aparato llamado radio, lanzado durante los años 1920, que funcionaba en una sola dirección —reproducía voces y sonidos emitidos desde un “estudio” lejano—; la radio tuvo, en esos años, un papel importante en la avalancha de regímenes despóticos y músicas cacofónicas.
Fue un primer paso decisivo en el camino de la autonomía de la voz: por primera vez, quien quisiera escuchar sonidos humanos no estaba obligado a reunirse con otros. Hasta entonces, la vida social estaba definida por esa necesidad: para entrar en contacto con semejantes era indispensable juntarse con ellos. En cambio, con la aparición de esas nuevas tecnologías, dejó de serlo: una persona podía estar sola y escuchar voces de otros, ser “comunicado” e, incluso, “comunicarse”. Esto, con sus desarrollos posteriores, tendría gran influencia también en el aumento de la proporción de personas que vivieron solas (ver cap.4)
La novedad conoció un salto cualitativo en los 1950 o 1960, según los lugares, cuando se difundió un aparato que agregaba a esos sonidos una imagen, bastante aproximada, en blanco y negro: se llamaba “tele-visión” —mirada a lo lejos. Esas máquinas —primero una caja, después una plancha— mostraban imágenes de dos dimensiones en movimiento, primero en “blanco y negro” —una rara tecnología limitaba las imágenes a esos dos tonos y sus mezclas— y más tarde en todos los colores, Sus “programas” —así, curiosamente, se llamaban— incluían compendios de noticias, shows musicales, concursos de destrezas varias, caricaturas de la vida real, debates sobre nimiedades, películas viejas y cada vez más deportes. Y su consumo —los aparatos solían estar en el salón y/o el dormitorio y/o la cocina de la mayoría de las casas— llegó a ocupar tres, cuatro, cinco horas de sus días cada día. Hacia 1980 la televisión era el espacio por excelencia, el lugar donde más gente pasaba más tiempo, cuyos sucesos conformaban sus vidas —y fue, de algún modo, un entrenamiento para la virtualidad: millones se acostumbraron a la idea de que lo importante sucedía en una pantalla.
Parecía que la civilización de los televisores estaba ahí para quedarse; cuando, en los 1980, se difundieron los primeros “ordenadores personales” —o PC, personal computer—, nadie pensó que a mediano plazo pudieran desplazarla. Esas primeras máquinas tenían funciones limitadas: se podían usar para hacer cuentas y contabilidades, escribir textos, archivarlos, jugar a juegos primitivos —y muy poco más. Solían tener pantallas negras con letras verdes o blancas, muchos comandos complicados, toda la parsimonia. El gran cambio llegó hacia 1990, cuando un par de señores astutos ofrecieron formas más amigables de manejarlas —y se llenaron de oro (ver cap.13)— y, al mismo tiempo, las máquinas empezaron a interconectarse en grandes redes: la primera fue aquella que llamaron “inter-net” (ver cap.18). Fueron esas redes las que produjeron otro cambio radical: a diferencia de los aparatos hegemónicos anteriores, estos empezaron a funcionar en las dos direcciones. Allí donde el televisor solo podía ser mirado —ante su receptor solo se podía ser un receptor—, la computadora permitió la intervención de sus usuarios: inauguró un camino de ida y vuelta que regiría, desde entonces, las relaciones con ese tipo de aparatos. El receptor se volvía un emisor posible.
Así que esas máquinas, que habían empezado como una herramienta de trabajo y diversión, pronto ocuparon también funciones de centro de comunicación —primero por textos parecidos a las cartas, después por pequeños mensajitos inarticulados, más después por encuentros de voz, más después aún por encuentros cara a cara, al fin por reuniones multitudinarias. Y, mientras tanto, fueron convirtiéndose también en centros de entretenimiento: la lectura de los “periódicos”, la escucha de las músicas, el visionado de los programas de la “televisión”, la aparición de producciones especiales para ellas, la irrupción de esos nuevos vendedores de productos y de ideologías que llamaron “influencers” o “youtubers” (ver cap.19). Los propios televisores se adaptaron: sus viejos canales fueron mayormente reemplazados por “plataformas” a la carta que permitían elegir la película o serie o programa o partido favoritos y el momento de verlos, en lugar de someterse a las decisiones de los programadores y a su manejo del tiempo. Así, el relato audiovisual le quitó a los libros una de sus mayores ventajas: que cada quien podía decidir cuando los consumía.
En un lapso breve esas máquinas ocuparon cada vez más espacio y, ya en los 2000, mucha gente vivía buena parte de su vida en ellas: en ellas trabajaban, se comunicaban, se seducían, se entretenían, se aburrían, controlaban sus finanzas y sus relaciones y sus agendas y más y más y más. Era un primer paso hacia la concentración de funciones en un solo aparato capaz de dar respuesta a casi todo.
Para colmo, unos años antes, el peso de esos gigantes se había visto multiplicado por la aparición de otra máquina inesperada, otra de esas que no respondían a una necesidad sino que la creaban: el ordenador móvil de bolsillo o, como solían llamarla, “teléfono celular o móvil”.
“El móvil es la máquina que define estas décadas”, escribió hacia 2015 un autor desconocido. “Hace 30 años, los primeros eran como ladrillos y no hacían nada que no hicieran los teléfonos fijos, salvo andar; hace 20 los más nuevos se achicaron y empezaron a conectarse a la inter-red y, así, la catarata. En 2007 apareció el primer smart phone —que el castellano tradujo, equivocadamente, como ‘teléfono inteligente’—: se llamaba iPhone. Ahora unos cinco mil millones de personas tienen un móvil; cuatro mil millones son inteligentes, mil millones no —los móviles, digo, por supuesto. Una de cada dos personas en el mundo tiene uno o más; una de cada dos, ninguno: después hablamos de desigualdades”.
Pero lo cierto es que la aparición de esos aparatos, más baratos y manejables que los demás ordenadores, multiplicó el uso de la inter-net: millones de personas que no podían tener una conexión en su casa dieron con una en su teléfono y muchos más que sí la tenían dejaron de depender de su posición para “conectarse” —así que nunca se desconectaban.
“En los países ricos hay más líneas de teléfonos móviles que personas, es decir: muchos tienen más de una. En África, incluso, donde hace nada no había casi ninguna, ahora hay 80 líneas cada cien personas. Y su presencia es permanente: el móvil es, ahora, la máquina con la que cada quien pasa más tiempo. Horas y horas cada día, y esa sensación de que sin tu móvil no eres nadie: no verlo unos minutos es zozobra. Las personas no hacen nada sin ese trozo de metal y vidrio, lo buscan, lo atienden sin parar, en el trabajo, en la casa, en el baño, en la cama; cualquier transporte es otra excusa para enfrascarse en él. El móvil ha cambiado realmente la forma en que vivimos, las formas en que convivimos, las vigilancias que sufrimos: los móviles saben más de nosotros que nosotros y se lo soplan a sus amos. Es de esas rarezas que se convierten en normalidad, novedades que olvidamos que son nuevas: ya no sabemos cómo era preguntar cómo se llega a tal lugar, enterarse de las noticias a la noche, ligar en un azar, no registrar cada momento con imágenes, jugar a no jugar, pensar un rato, pensar incluso antes de hablar, perderse un par de horas”, escribió aquel autor.
El “móvil” predominante en 2022 era un pequeño aparato de unos 200 gramos de peso y 50 centímetros cuadrados, con una pantalla que ocupaba toda la superficie y una o más lentes fotográficas (ver cap.16). Y los “móviles inteligentes”, hegemónicos en el MundoRico, ofrecían casi todo lo que ofrecía cualquier computadora y más: la portabilidad, la compañía permanente. Con ellos las personas se hablaban, se mensajeaban, se veían, se fotografiaban con denuedo, consultaban informaciones, escuchaban música, miraban películas, organizaban sus itinerarios, chequeaban el tiempo, anotaban sus obligaciones, apuntaban sus notas, grababan sus conversaciones, controlaban su salud, encontraban amantes, almacenaban sus documentos y pases y pasajes, compraban, vendían, presumían: era cierto que vivían adosadas a esa máquina cada momento de sus vidas. Se calculaba que un usuario medio la miraba cada cinco o diez minutos y, cuando no la miraba, seguía atento a sus anuncios, que le llegaban vía sonidos o vibraciones para avisarle que debía mirarla —aunque, ya entonces, los aparatos más “inteligentes” empezaban a comunicarse con sus portadores por pro-gramas de voz que, por momentos, les evitaban la tentación y el engorro de mirarlos.
Esos engendros eran un paso importante en la dirección que dominaría por un buen tiempo el desarrollo tecnológico: la concentración de las funciones, la búsqueda de la máquina única, capaz de responder a —casi— todas las necesidades. Tenía sentido en esos tiempos en que la comunicación todavía circulaba a través de aparatos.