Un rascacielos con cubierta a dos aguas
En Seúl, Herzog & de Meuron concluyeron la domesticación de una torre, un triángulo de hormigón artesanal para la Fundación Sonegun
Los suizos Herzog & de Meuron han reinventado el museo del siglo XXI. Sus trabajos dejaron atrás la voluntad de reclamo del Guggenheim (el edificio espectáculo) para indagar en ideas como la transformación de infraestructuras (Tate Modern en Londres o Caixaforum en Madrid), el edificio-paisaje (Tea en Tenerife, De Young en San Franciso o Walker Art Center en Minneapolis) o la invención matérica (Shaulager en Basilea).
Su proyecto para la Fundación Cultural Songeun en Cheongdam Dong, en la zona sur de Seúl, es una versión depurada de todo ese recorrido. Y, como cada uno de sus trabajos anteriores, incorpora los logros depurados. Es así, estos arquitectos aprovechan cada encargo para dar un pequeño paso más en osadía, experimentación matérica o acercamiento a la naturaleza. En este caso, la geometría, lejos de componer una imagen orgánica, pétrea o rocosa como en otras ocasiones, dibuja un trazo preciso, casi refinado. Y cada una de las decisiones del inmueble: su contacto con la calle, su manera de contribuir a la ciudad, la marca de su identidad y la mezcla de contrastes refuerza una idea de crecimiento y conocimiento que lleva a una paradoja: arriesgar mientras se asegura. Voy a tratar de explicarme.
El edificio le habla tanto a la ciudad, rotunda y, sin embargo, discretamente, como al arte que expone, dando un paso atrás. Se dirige tanto a la obra expuesta como al visitante: descubriendo en el interior un espacio orgánico, curvo, cálido, donde la madera asienta la atmósfera. Así, este esbelto museo es a la vez una marca urbana y un lugar de encuentro. Un espacio donde el arte y el visitante se encuentran y un edificio que uno encuentra en la ciudad.
La geometría es audaz. Apunta hacia el crecimiento de la escala urbana en el barrio y, a la vez, cede espacio para un patio trasero y un pino. Por eso es cercana, amable, como un rascacielos domesticado, con una ingeniosa cubierta a dos aguas. O a una, según se mire. Esa forma singularmente triangular —como la empleada en la ampliación de la Tate Modern, es, esta vez, más precisa que orgánica, y, sin embargo, sigue siendo matérica: el hormigón parece trabajado artesanalmente. Tiene el tacto de las vetas de la madera. Y la uniformidad del cemento.
Es, se aprecia a simple vista, un edificio escultórico. Y, sin embargo, aprovecha al máximo el volumen permitido, es decir, es pragmático y con ambición artística. Su fortaleza radica en la belleza de los escasos gestos arquitectónicos que lo definen: el propio triángulo, el acceso retrasado en el propio volumen, los escasos ventanales que lo descubren sin acercarlo, el jardín donde la escala se hace más íntima. Con 11 plantas sobre el nivel del suelo y cinco bajo tierra, consigue encerrar 8.000 metros cuadrados en un edificio esbelto que parece más grande por dentro que por fuera.
Así, hermético y, sin embargo, abierto por un corte, rotundo y capaz de invitar al paseante a visitar el jardín público que protege, tiene dos cortes que permiten el acceso a su interior. A un lado, la rampa parece una marca escultórica y a la vez lleva luz a los espacios subterráneos. Al otro, un corte en la base del triángulo construye un hueco limpio por el que se entra en el museo. Son los cortes los que definen la plasticidad del museo. Los ventanales verticales anuncian el mundo cálido en el interior. El triangular, lateral, se hace eco de la forma del inmueble. Y lleva luz a las oficinas.
Así, los materiales se acompañan y contrastan. El hormigón es estructural, pero está tratado como materia escultórica: lleva las marcas de la madera de pino empleadas como moldes. Y por eso, anuncia sutilmente el lugar: Sonegun, que en coreano significa: pino escondido. El inmueble le habla a la vez a los ojos y a la mano. Consigue una escala humana y una presencia a la vez urbana y táctil. Nueva, pero imposible de ubicar en el tiempo.
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