Una tradición muy española en peligro de extinción: “Un pueblo sin campanas es un pueblo sin alma”
Cuatro campaneros de diferentes puntos del país mantienen viva una costumbre ancestral, que la Unesco acaba de reconocer como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad
Cuando suenan las campanas, a la hora en punto, todo se estremece. El campanario del siglo XIX con vigas de madera parece una trinchera que bombardea con sus tan tan a un exterior impasible. Fuera, en pleno barrio de Malasaña de Madrid, en la plaza de San Ildefonso, que lleva el nombre de la iglesia, los modernos toman vermú y cañas en las terrazas, como si oyeran llover. Pero, en lo más alto de la torre, alguien imprevisible se resiste a que este sonido se pierda entre sirenas, ambulancias y reguetón. Es un chico de 17 años, probablemente el más listo de su clase, el que recuerda que, detrás de estos armatostes de más de 400 kilos, hay alma y sentimiento, ritmo y cadencia. Se llama Pablo Delgado Aparicio y, cuando todos sus amigos querían ser futbolistas, bomberos o policías, él eligió ser campanero.
La Unesco reconoció la semana pasada el toque manual de campana español como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, una tradición en peligro de desaparecer, por la motorización de las campanas, que también sobrevive como puede en Utrera (Sevilla), Albaida (Valencia) y Peñafiel (Valladolid). Ahora sus protagonistas, los campaneros, esperan que alguien la proteja, como se preserva un monumento o un edificio histórico. Un sonido que se mantiene inalterable desde hace siglos.
Cuando Delgado le contó a su madre lo que quería ser de mayor, ella ya se lo imaginaba. Desde pequeño, lo que más ilusión le hacía era ir a la plaza de su pueblo, en Cuenca y a la de otro, en Valencia, a escuchar el Ángelus y todos le regalaban campanitas que atesora. Cuando se quiso dar cuenta, Delgado se había visto ya todos los vídeos de YouTube. Se sabía de memoria la aleación más conveniente de estaño y plata (77 y 22%) para conseguir el mejor sonido del bronce; que el yugo de madera (de donde cuelga la campana) evita que se maltrate el material y se quede “ronca”; que, tras la Guerra Civil, muchas se hicieron de hierro y se enrojecen; y que, en una época que no conoció, la gente escuchaba el toque a rebato y salía corriendo de sus casas con cubos de agua para apagar un incendio. Su pasión no conoce límites: escucha campanas de fondo cuando estudia Historia.
Delgado tocó hace unos días las campanas de 1.800 kilos de la catedral de La Almudena. Jamás las había movido una persona. Ese día, su madre trataba de no mirar con miedo a su hijo empujar una campana hacia un vacío de 70 metros. Él y otros campaneros de Madrid, agrupados de momento en WhatsApp a falta de una asociación formal, son parte de la resistencia. Y, como sucede en otros municipios, tocan de forma voluntaria, en sus horas libres, especialmente cuando son fiestas.
Las campanas, aunque tienen nombres de santos estampados, a veces se conocen como la Ten, la Tan, la Tin y la Tun. El chico golpetea los nudillos sobre el bronce: “¿Lo escuchas? Esta es claramente la Ten”, sentencia. Sobre las paredes del campanario hay grafiteados algunos nombres de otros que pasaron por ahí hace décadas: Manolo, Pepe, Fernando, Ángel. Y dos gora (¡viva!, en euskera), de algún vasco que llegó a Madrid.
Delgado quiere también ser arquitecto y sueña con diseñar campanarios, reformarlos y darles mantenimiento. Critica que muchas iglesias modernas ya no los construyan o no se pueda subir a ellos: “Un pueblo sin campanas es un pueblo vacío, sin alma. Es lo que hace que el pueblo esté vivo”.
Toques con alma en Albaida
A 400 kilómetros, en la localidad valenciana de Albaida, de 6.000 habitantes, Antonio Berenguer, funcionario de 50 años, lleva desde los nueve tocando manualmente las campanas de la Iglesia de la Asunción. Compara la motorización de los toques con un concierto de cámara donde todos los instrumentos están mecanizados. “El toque manual de campanas es el paisaje sonoro que nos acompaña toda la vida: la alegría, la pena, la tristeza, la fiesta… Y eso solo lo pueden transmitir las personas”, subraya.
Este campanero aprendió los diferentes toques y su significado del sacristán Antonio Blasco, que mantuvo viva durante décadas la pasión por el toque manual y se negó a que las siete campanas de la iglesia de Albaida se automatizaran. “Aquí hemos tenido la suerte de que el toque manual perdure ininterrumpidamente desde el siglo XIII”, explica Berenguer, coordinador de la asociación Campaners d’Albaida. En el pueblo escuchan a diario los toques de campana a las siete y media de la mañana, a mediodía, a las siete de la tarde y a las nueve o nueve y media de la noche, este último en recuerdo de los difuntos. “El toque manual existe antes que los relojes y era el que marcaba el transcurrir del día”, apostilla.
Este pueblo valenciano, con unos 20 campaneros y campaneras voluntarios de tres generaciones, recogió en 2003 todo el saber de los toques en la consueta, que les marca cuándo, cómo y qué tocar. “El sacristán la tenía en la cabeza, porque es una tradición que se ha transmitido de forma oral, de ahí que la plasmásemos por escrito para evitar que se perdiera como ha sucedido en otros lugares de España”, explica.
Blasco y el resto tocan, de forma altruista, cuando son fiestas o cuando hay entierro. Están todos en un mismo grupo de mensajería y acude quien está disponible. Tocarlas es más técnica que fuerza, enfatiza Berenguer, a pesar de que la más grande de la iglesia pesa 2.000 kilos. Nunca han tenido un accidente de importancia: “Cada uno tiene su espacio a la hora de tocar, ¡y no te muevas!”.
Hay muchas maneras de tocarlas pero el modo valenciano es a través de una cuerda, atada a su vez a una ballesta (un hierro anclado a cada brazo de la campana). La cuerda ayuda a levantar las campanas. Cuando es día de fiesta, estas piezas fundidas en bronce despiertan poco a poco, empiezan a oscilar y se quedan bocarriba. Entonces, su función no es solo sonora, sino también visual, porque cuando están en esa posición, hay celebración. “Es un privilegio y una gran responsabilidad porque somos un eslabón de generaciones y generaciones de campaneros desde el siglo XIII”, concluye.
Los campaneros acróbatas de Utrera
“La campana intenta siempre traerte para dentro. Te tiene que entrar en la cabeza que, cuando tú subes, la campana se para”, desliza Carlos Moreno, campanero veterano de 61 años, para quitarle hierro al riesgo que implica el toque manual de campana en Utrera. En este pueblo de 52.600 habitantes de la campiña sevillana, la sinfonía de las iglesias en los días célebres del calendario católico conlleva un peligro: el volteo, por el que uno de los cuatro campaneros que mueven los cientos de kilos de cobre se eleva en el aire arrastrado por la fuerza de la campana hasta que queda suspendido, en precario equilibrio con la campana, a la que frena. Durante unos segundos, el campanero se convierte en acróbata y está expuesto al vacío y una caída libre de más de 50 metros, solo agarrado a una cuerda y desafiando al vértigo y a la suerte. En la historia reciente solo hubo un accidente mortal en 2004, cuando un campanero sufrió una mala caída en el interior de un campanario.
A Moreno se le encienden los ojos cuando relata el lenguaje y musicalidad de las campanas en las tres iglesias principales de Utrera, Santa María, Consolación y Santiago el Mayor. Desde el campanario de este último templo, con nueve campanas, desgrana su razón de ser con pasión, a pesar del frío y la lluvia esporádica: “Es tonto un repique, pero muy emotivo, la gente viene con las necesidades de pedir a Dios y soy partícipe de eso, es lo más material que tenemos para las personas que tienen fe”.
La asociación utrerana, con 73 miembros, de los que 40 están en activo y que presidió Moreno, quiere asegurarse la continuidad y tiene una escuela con una decena de adolescentes, en la que hay chicas por primera vez en la historia. Y la cronología del volteo viene de lejos, unos dos siglos, pese a que la campana más antigua del pueblo data de 1518. “El toque manual de las campanas era la ilusión de los niños que jugábamos en las calles, deseando que nos dejaran subir”, recuerda Moreno. Hoy, entre los entretenimientos de los muchachos, ligados a la pantalla, se ha colado el repique, que, para afrontar el riesgo futuro del volteo, cuenta con autorización y permisos paternos.
Los chicos empiezan con la esquila (campana de menor tamaño), siguen con el esquilón y acaban con las campanas mayores cuando la destreza y fuerza acompañan. También llegar al volteo exige una progresión y cada vez suben más arriba, de manera escalonada, hasta asomarse al vacío: tabla, poyete, palo, bronce y cabeza. Abajo del campanario, y a mitad de camino de una estrecha escalera de caracol, en una pequeña habitación donde antaño vivía el campanero oficial con su familia, hoy cuelgan las seis gruesas sogas que utilizan los campaneros para colgarse. Los campaneros utreranos carecen de cascos para protegerse del fuerte sonido que retumba en el campanario y más allá. “De momento no tenemos problemas de oídos”, concluye Moreno, uno de cuyos tres hijos, de 34 años, también es campanero.
El restaurador de Peñafiel
A 668 kilómetros de allí, Daniel Sanz, de 30 años, soluciona problemas de campanillas y campanazas. Hasta Peñafiel (Valladolid, 5.100 habitantes) llegan de otros pueblos cuando se encuentran un grave problema: las campanas de su iglesia o ayuntamiento han dejado de funcionar. Este hombre menudo, especializado desde hace tres años en arreglar campanas o la maquinaria de relojes monumentales, lo mismo carga una campaña de 80 kilos que viaja a Navarra a por un reloj que han desahuciado de un viejo convento.
“Desde la Edad Media, se funden campanas para avisar a todos ante cualquier acontecimiento civil o religioso a cualquier hora”, explica. Su trabajo depende del material del que estén hechas e incluso de la época y de sus características. Tras arreglarlas, las pule con ácido y las deja a la intemperie para que cojan un color uniforme. Sanz enseña el taller, donde ha conseguido hacerse un nombre en un sector poco conocido pero clave para que el sonido de las campanas reciba el reconocimiento internacional. “Mis campanas favoritas son las catedralicias, son una delicia, una pasada”, dice el restaurador con entusiasmo. Hay dos tipos de encargos en función de los años del instrumento. Si tienen menos de 100, “se suelen refundir fabricando las campanas en un horno”.
Las más antiguas se destinan a Francia, Alemania o Países Bajos, donde las sanan con “técnicas innovadoras”, antes de retornarlas a su lugar de origen. Una iglesia o edificio que quiera campanas nuevas, afirma, acostumbra a reclamar yugos de madera para los instrumentos. Él, aparte de curarlas, también las compra o vende. Muchas le llegan de herencias cuyos beneficiarios que no saben qué hacer con ellas.
El coste de una campana, puntualiza Sanz, depende mucho del fluctuante mercado del acero, así como de las medidas deseadas. Aproximadamente, una nueva de un metro de diámetro vale unos 5.000 euros a los que hay que añadir otros 2.000 del yugo, más otros complementos. El especialista cuenta que, cuando acude a pequeños núcleos necesitados de su mano de obra, percibe la sorpresa de los lugareños, extrañados de que los jóvenes sigan con oficios antiguos tradicionales. Él recurre a esta sapiencia clásica y la complementa “con las nuevas tecnologías para mantener el binomio, tradición y modernidad”. Una de sus trabajos predilectos fue la propia campana de Peñafiel, un “campanón muy grave” que late de maravilla en el corazón del pueblo gracias a su intervención.
Babelia
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