Carlos Boyero: “Estoy vivo porque siempre pedí ayuda”
El crítico de cine de EL PAÍS habla de los abusos en un internado religioso, los brutales métodos de desintoxicación de las clínicas en los ochenta y qué le salvó
Ya no hay padres, nunca hubo hijos, ni hermanos, ni sobrinos. Ya solo quedan algunos buenos amigos y muchas películas. Con el estreno en el festival de San Sebastián de El crítico (TCM), un documental sobre la vida del crítico de cine de este diario Carlos Boyero (Salamanca, 69 años), se ha hablado mucho del fin de una estirpe y de un género, el de la crítica, que sufre los problemas de la propia industria y que para sobrevivir ha de adaptarse a los nuevos tiempos: los de las plataformas de televisión y salas cada vez más vacías, los de las redes sociales en las que cualquiera opina. Tras 45 años de profesión, Boyero despierta aún la curiosidad del excéntrico: no conoce internet, solo usa el móvil para llamar y ha dedicado su vida a una guerra particular y encarnizada contra lo que llama la impostura. La batalla más célebre fue con Pedro Almodóvar, que un día le regaló una lámina de Hopper. No es casual que su pintor favorito sea el gran retratista de la soledad. Tampoco que, de todas las reproducciones suyas que hay en su hogar, la más grande, la que ocupa una pared entera, sea, precisamente, Resaca, una escena en un día de sol en el mar. El inquilino es un personaje de luces y sombras.
Pregunta. ¿Qué tal han ido las críticas? ¿Han puesto bien el documental sobre su vida?
Respuesta. Sí, parece ser que ha gustado mucho. A nivel de los medios y de la gente. La verdad es que estaba acojonado. Pensaba: “Y si me parece un horror, ¿qué digo yo, que soy tan crítico con los demás?” Pero cuando acabó, me dije: “Sí, ese soy yo, para bien o para mal”.
P. Y en su vida, ¿cuándo se gusta menos y cuándo se gusta más?
R. Me gusto un montón en las épocas en las que he estado enamorado de personas que estaban enamoradas de mí. Ahí soy un tipo encantador. En otras épocas me llevo muy mal conmigo mismo, hay una vena autodestructiva en mí que me ha llevado a circunstancias muy jodidas. Me he convertido en un superviviente a costa de pagar facturas graves. Confieso que he vivido, confieso que he sufrido, pero tengo una historia que contar. Que me quiten lo bailado.
P. Estuvo varias veces en clínicas de desintoxicación. ¿Qué métodos usaban en los primeros años?
R. Era brutal. La primera vez fue varios meses en Bétera, Valencia, en 1986. En ese hospital había yonquis, alcohólicos… y tenían mal rollo entre ellos, pero yo, como era de todo, ponía paz. Te desnudaban, te ponían cables por todo el cuerpo, te pedían que te metieras el alcohol en la boca y, sin tragarlo, te daban descargas de electricidad. Ese era el método, La naranja mecánica. Hoy está prohibido. Cuando salías, te ofrecían abrirte el estómago y colocarte unas pastillas que era como llevar una bomba encima que tú podías accionar. Si bebías, te podías morir. Estuve con ellas nueve años y medio sin probar una gota de alcohol, pero tenía otras muletas, porque entonces no había dejado las drogas. Luego pasé por otras tres clínicas. Te sentías como dentro del útero materno, protegido. Cuando me decían que me iban a soltar, me entraba un acojone impresionante, porque ahí fuera estaba el mundo.
P. ¿No se fiaba de sí mismo?
R. No. Pero el piropo más bonito que me han dicho en mi vida me lo dijo una anciana en una de esas clínicas. Era una mujer con una depresión feroz, que no hablaba con nadie. No habían conseguido que dijera una palabra y conmigo lo conseguimos. Empezamos a hablar, hicimos una amistad. Ella se fue antes que yo y me dijo: “Te pase lo que te pase, Carlos, no te olvides nunca de que conmigo has actuado como un príncipe”. Estoy vivo, probablemente, por esas pausas que daba y porque nunca dije eso de yo controlo. Siempre pedí ayuda. Mi último internamiento fue en enero del año 2000.
Me cambié el apellido para homenajear a mi madre, la persona más buena. Mi padre era abusador, sádico. No estuve en su entierro
P. ¿Cómo recuerda la primera vez, la primera sensación del cine?
R. Era muy pequeñito. Es un recurso muy sobado, pero aquello era la magia. En medio de la oscuridad se iluminaba algo y pasaban cosas en las que te gustaría quedarte para siempre. Luego había sesiones continuas y aquello era acojonante: te metías en el cine a las cuatro de la tarde y salías de noche. En la calle podían caer chuzos de punta y te podías sentir más solo que la una, pero en el cine estabas protegido, que es algo que también me han regalado los libros, y la capacidad de ensoñación de la música. La droga más potente, que además no deja resaca, es el buen cine.
P. En el documental cuenta que se escapaba del internado en el que le metieron con nueve años para ir a ver películas, apartarse del mundo real. El cine era el refugio. ¿Lo sigue siendo?
R. Sí, pero cada vez voy menos. Como no tengo internet y en los periódicos de papel han quitado las carteleras, tengo que llamar a alguien para que me digan dónde ponen tal película. Ahora las veo sobre todo en pases de prensa y mis amigos me han instalado las plataformas en la tele. Tengo miles de películas por toda la casa, pero no es lo mismo. A mí me gusta mucho la liturgia, el ritual de ir al cine, me pongo en la fila tres o por ahí. Y lo que más me gustaba era ver con mis novias algunas de las películas que me habían conmovido, esperando que se conmovieran tanto como yo.
P. ¿Qué hubiera supuesto en la relación que eso no sucediera?
R. Uy, que algo fallaba. Si a una mujer a la que quiero no le gusta El apartamento o El buscavidas… no sé. Tendría la sensación de que no sabrían quién soy. Pero siempre les han gustado.
Volví al internado seis años después, y cuando uno de los religiosos vino a darme una hostia, se la devolví. Fue como una catarsis
P. En el documental habla con mucha dureza de los religiosos del internado en el que estuvo de pequeño. ¿Qué tipo de abusos presenció y padeció?
R. Violencia. Las hostias y los castigos brutales eran la norma. Críos dando vueltas al patio nevado hasta las seis de la mañana. Auténticas palizas a críos, a mí… Era algo despótico, sin tener que dar razones, porque sí, porque puedo y porque quiero. Por eso odio el poder. El olor de las sotanas, ese aliento aguardentoso de algunos… Respecto a la pederastia, de pequeñitos dormíamos cuatro en cada habitación, al llegar a los 11 tenías habitación individual, y había algo malsano en las noches. Era la impunidad completa. Yo, afortunadamente, debí de resultarles poco atractivo, aunque una vez uno que vino a darnos unos ejercicios espirituales me tocó el culo. Pero había tragedias en los niños. No he sabido qué fue de ellos. Ahora me entero a través de los reportajes que se han publicado. A mí terminaron echándome, le dijeron a mis padres que acabaría en la cárcel. Un día volví, seis años después, y cuando uno de ellos vino a darme una hostia se la devolví. Fue como una catarsis. Ahí tendría 15 o 16 años.
P. Su nombre es Carlos Sánchez Boyero. Cuando se lo cambió a Carlos Boyero, ¿fue para homenajear a su madre o para borrar a su padre?
R. Ambas. Homenajear a mi madre, que es la persona más luminosa, generosa y buena que he conocido, y borrar a mi padre. No me hablaba con él, no estuve en su entierro. Cuando murió estaba en Costa Rica y podía haberlo intentado, pero no quise despedirme de él. Borré el Sánchez cuando empecé a escribir regularmente, en 1977. Hay quien me acusa de misoginia y machismo [en el documental lo hacen críticas de la competencia], pero yo he sido testigo de cómo abusan los hombres, cómo tratan mal a las mujeres y los odio. Hablo con fundamento de causa. Soy el hombre que odia a los hombres que tratan mal a las mujeres porque he sido testigo de eso y me pone de muy mala hostia.
P. ¿Por qué cree que algunos le llaman machista?
R. No lo sé, por mi lenguaje puede ser. A veces a las mujeres que me gustan las llamo princesas, pero también a un tío le digo príncipe. Hay mujeres a las que he querido que podrían confirmar que entre el millón de defectos que tengo no está ese. Y me queda eso, la belleza en el recuerdo del esplendor en la hierba del poema de William Wordsworth.
P. ¿Cuándo fue la última vez que habló con su padre?
R. Días antes de morir. La sangre no le circulaba, un problema que he heredado, y él estaba hecho una ruina, pero ni siquiera entonces tuve piedad o compasión. Había huellas ahí muy profundas. No sé ni siquiera si le dije: “adiós, me voy a Costa Rica”. Fue una relación horrible, muy conflictiva. Mi madre era excepcional y se casó con este hombre, según averigüé luego, porque estaba embarazada de mí. Muchas veces me he preguntado cómo hubiera sido todo si ella hubiera encontrado a un hombre a su altura en lugar de a mi padre, aquel señorito despreciativo. Eran unos contrastes tan fuertes: él abusador, sádico… y ella tan vital y a la vez tan desprotegida por cómo estaban montadas las cosas en aquella época. Una vez le pregunté a mi madre por qué no se había separado y me dijo: ¿Y dónde iba a ir? Ella no se enteró del dinero que tenían hasta el día que murió mi padre. Era algo feudal. Entonces no existía el divorcio, y era la desprotección absoluta. Odio el machismo.
P. ¿Cree que gestos como eliminar la distinción de género en las nominaciones a algunos premios cinematográficos pueden perjudicar al feminismo?
R. Sí, absolutamente. Me parece una estupidez. Me da igual que premien hombres, mujeres o transexuales, es decir, lo importante es que sea bueno lo que te ofrecen. Mi vida la han marcado mujeres extraordinarias, grandes amigas, como hermanas, las personas más inteligentes, sensatas y feministas.
P. ¿Qué directoras españolas le gustan?
R. Me ha parecido excelente Cinco lobitos [de Alauda Ruiz de Azúa], una película hecha por mujeres y que cuenta con mucha verdad y desgarro los problemas de una mujer. Me gustó mucho La librería, de Isabel Coixet, Las niñas, de Pilar Palomero, Maixabel, de Icíar Bollaín…
Para mí, conocer a Buñuel fue como conocer a Dios. Porque esos han sido mis dioses: directores de cine, músicos, escritores… Esa es mi religión
P. Los festivales le han permitido ver a directores, actores y actrices que admiraba como Bette Davis, Mankiewicz… ¿Le habría gustado acercarse más al cine, entrevistarles, preguntarles: cómo o por qué hizo esto en esta película?
R. No. Es tal mi respeto por esa gente y por todo lo que me han regalado que me intimidaban. Aunque cuando tenía 15 años me pasó algo precioso. Estaba en Toledo. De repente veo a un señor con gorra, fumando… ¡Es Buñuel! Le seguí por todo Toledo, hasta que se subió a un campanario, donde iba a rodar una escena de Tristana. Él subía las escaleras, de espaldas a mí, y yo le decía que sus películas me habían parecido maravillosas, pero él ni se giraba ni me decía nada. Hasta que vino su guionista, Julio Alejandro, y me dijo: “Chaval, está completamente sordo y se ha quitado los aparatos”. Entonces se dio la vuelta y me habló. Buñuel estuvo encantador con un crío. Para mí fue como conocer a Dios. Porque esos han sido mis dioses: directores de cine, músicos, escritores… Esa es mi religión.
P. ¿Tuvo más encuentros parecidos con gente a la que admiraba?
R. Tengo amigos de los que admiro muchísimo su obra. Estuve muchas noches gozosas con Joaquín Sabina, por ejemplo, que me parece un poeta y un músico excepcional. Fernando Trueba tiene un cerebro privilegiado…, pero nunca he sido de acercarme en los festivales a alguien para entrevistarlo.
P. Así también protege el misterio, evita la posibilidad de que le defrauden…
R. Claro, ¿Y si de repente uno es un gilipollas? Tuve mal rollo una vez con Polanski, en una entrevista que no salió hace infinitos años, cuando estaba en Diario 16. Empecé a hablar con él y todo iba bien, pero de repente le dije: “Hay una característica en todo su cine, que es la presencia del mal, que puede tener múltiples formas...”. Me dijo: “No siga por ahí”, creo que pensando en Sharon Tate, la violación a una cría… Y pensé: “pues no tenemos nada de que hablar”. Y me fui. No he vuelto a hacer ninguna entrevista.
P. Habla de su miedo al alzhéimer, la enfermedad que se llevó a su madre y a su tía. ¿Qué cree que le daría más pena olvidar?
R. A las mujeres que he querido, las películas que he amado y mis amigos. Me daría pavor porque es lo que me ha permitido seguir tirando en medio de volcanes. Joder, es una enfermedad que me da mucho miedo.
P. ¿Y qué toma de su vida le gustaría repetir, hacer de otra manera?
R. Uf. Ser más listo y generoso para salvar relaciones maravillosas. Y alguna amistad que se quebró.
P. ¿Qué cree que habría pasado si su amigo Fernando Trueba no le hubiera sugerido lo de escribir en La guía del ocio en los años setenta? ¿Seguiría vendiendo enciclopedias?
R. (Ríe). Sí, a eso me dediqué un tiempo. Iba por las casas, pero en cuanto hacía un par de ventas, en vez de seguir currando para ganar más, me iba al bar más cercano. No sé qué habría pasado. Habría tenido que ganarme la vida, pero es que no sirvo para nada. No tengo internet, no sé conducir, mi inutilidad es terrible, aunque siempre me las he ingeniado para sobrevivir cuando lo he tenido muy crudo. Escribir no era mi vocación. Me han llamado de editoriales proponiéndome libros y a todo he dicho que no, como en el cuento Bartleby, de Melville, que responde a todo: “Preferiría no hacerlo”. Cuando van a buscar al personaje, la única explicación que encuentran a su personalidad es que había trabajado mucho tiempo en el departamento de cartas muertas de Correos. ¿Y qué eran las cartas muertas? Las que se escribían los amantes cuando querían reencontrarse y que no habían llegado a su destino; las de los padres e hijos intentando arreglar el desastre de su vida y que tampoco habían llegado… ¿Cómo me hubiera ganado la vida? Pues no lo sé. Sospecho que me hubiera podido meter en movidas chungas porque hay un lado en mí marginal, pero he cumplido 69 años y aquí estoy todavía.
P. Y sin haber pisado la cárcel.
R. Y sin haber pisado la cárcel.
Babelia
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