Sabine Weiss, la fotógrafa que amaba a las personas
La Bienal de Fotografía Xavier Miserachs de Palafrugell muestra la primera retrospectiva en España de la autora francesa, gran retratista de escenas callejeras, medio año después de su fallecimiento
Esa joven que mira a la cámara mientras sujeta su Rolleiflex para autorretratarse, con media sonrisa, flequillo y ojos curiosos es la fotógrafa Sabine Weiss (Saint-Gingolph, Suiza, 1924–París, 2021). En esa imagen de 1953 muestra en su gesto la seguridad de quien ha conseguido dedicarse a lo que quería. Antes fue una niña que, estimulada por una madre que la llevaba a museos y galerías de arte, había tomado en su adolescencia la decisión de dedicarse a contar el mundo con su cámara.
Weiss aprendió el oficio en un estudio de Ginebra y se marchó a la capital francesa con apenas 18 años, en 1946. Allí trabajó como asistente del fotógrafo de moda Willy Maywald hasta que Robert Doisneau —el autor de la celebérrima y preparada foto de El beso— se fijó en su trabajo y la introdujo en la prestigiosa agencia de fotoperiodismo Rapho, en 1952. Fue la puerta para poder viajar por todo el mundo, retratar a figuras de la cultura y las artes, y fotografiar a personas, sobre todo niños y mayores, en las calles de ciudades en las que ejerció su profesión, sobre todo en París.
De ese recorrido creativo, que se prolongó durante más de medio siglo, puede verse un centenar de imágenes hasta el 9 de octubre en Palafrugell (Girona), en la principal exposición de la 12ª Bienal de Fotografía Xavier Miserachs. Es la primera retrospectiva en España de quien Doisneau describió como “fotógrafa de la luz y la ternura”.
Weiss, homenajeada en 2021 en los Encuentros de Arlés, los más importantes del arte de la imagen en Europa, tenía entonces, a sus 97 años, el deseo de acudir a la inauguración de su exposición en Palafrugell, titulada Observando la vida, el 30 de julio, pero falleció el 28 de diciembre. “Es una muestra que se vio en Francia en 2011 y para la que ella misma había seleccionado las imágenes, todas en blanco y negro”, señala la directora de la bienal, Maria Planas, en el lugar que la acoge, La Bòbila, una antigua fábrica de corcho, recuerdo de un pasado en el que esta industria maderera era muy potente en Palafrugell. La bienal, que invitó a este periódico, está centrada desde su nacimiento, en 1999, en la fotografía documental. Esta edición está respaldada por el Ayuntamiento de Palafrugell, la Diputación de Girona, la Generalitat de Cataluña y la Fundación Banco Sabadell.
“Sabine estaba enamorada de su profesión desde la adolescencia”, continúa Planas para referirse a una mujer que sobre esto declaró en una ocasión con humor: “Hagan cosas que les gusten, como a mí la fotografía, pero también hagan cosas para ganarse la vida”. Weiss sentía, además, amor por los humanos. En La Bòbila se puede comprobar esa ternura, su gusto por captar escenas cotidianas callejeras, como jóvenes besándose. Es solo un ejemplo de lo que querían transmitir el grupo de fotógrafos en el que se integró, el de los humanistas franceses, una etiqueta que a ella no le entusiasmaba, pero en la que se la puede reconocer, como la única mujer, junto a Doisneau, Édouard Boubat, Willy Ronis e Israëlis Bidermanas, Izis, entre otros. Todos querían demostrar, a finales de los años cuarenta, que en la vida había esperanza, aunque fuera entre las ruinas de la II Guerra Mundial, una aspiración que habían puesto muy difícil las imágenes de los campos de exterminio nazis.
Weiss tenía esa mirada humanista cuando fotografiaba a ancianos de apariencia modesta o a niños descalzos y sucios en la calle, siempre con dignidad, a veces sonrientes, sin escarbar en la miseria, que habría sido lo fácil. Entre esas imágenes destaca el retrato de un chaval minero de Lens, la intensa mirada de un niño mendigo de Toledo, con la cara tiznada, o la titulada Soy un caballo, una de sus favoritas, también en Toledo, en 1954, en la que cuatro pequeños, harapientos, juegan mientras uno de ellos sujeta en la boca un palo al que está atado una cuerda, como si fuera una rienda. “Lo único que he hecho es fotografiar aquello con lo que me tropezaba en la calle y que me gustaba”, resumía Weiss.
A unos metros de las copias de niños de diferentes países que saltan, corren, fuman y juegan, hay una galería de retratos de personalidades de la cultura a las que fotografió, en algunos casos para Vogue, en la que trabajó en los cincuenta. Luego colaboraría con las mejores publicaciones en Europa y Estados Unidos, The New York Times, Esquire, Life, Time... en encargos de moda, publicidad y reportajes. A ello sumó la oportunidad de acercarse a los artistas gracias a su matrimonio en 1950 con el pintor Hugh Weiss (de quien tomó el apellido, el suyo era Weber). Ante su objetivo posaron Françoise Sagan con su máquina de escribir, Samuel Beckett, Alberto Giacometti, Jeanne Moreau, Georges Bracque, Ella Fitzgerald, Ionesco con un surrealista fondo de sillas volcadas o André Breton, al que colocó en el lado izquierdo de la imagen para mostrar en el resto el horror vacui de su apartamento atiborrado de objetos. Desde mediados de los cincuenta se suceden participaciones en exposiciones colectivas e individuales, junto a la publicación de libros, prácticamente hasta su fallecimiento. Hoy su obra puede verse, entre otros, en el Georges Pompidou, el MoMa y el Met de Nueva York, el Instituto de Arte de Chicago, el Museo de Arte Moderno de Kioto...
El tramo final de la exposición está formado por instantáneas en las que predominan los juegos con sombras y reflejos, casi siempre de noche, como la titulada El hombre que corre, de 1953, en la que se ve alejarse deprisa a un individuo en una vía adoquinada e iluminada en parte. “Ese hombre que corre era su marido”, explica Planas. Destaca también la fachada de un restaurante de dos plantas en la que en cada ventanal las figuras en sombras cuentan distintas historias. Y, a modo de despedida, otras dos sombras en el suelo componen el autorretrato de Weiss con su marido, una muestra de amor de una fotógrafa que llevó a toda su obra el amor por las personas.
Una cita con la fotografía documental
La Bienal de Fotografía Xavier Miserachs lleva el nombre de este autor barcelonés porque “en los setenta empezó a acudir los veranos a Palafrugell”, dice Maria Planas, directora del certamen. “Era muy afable, hizo amigos, compró una casa por aquí y cuando murió, en 1998, los que lo conocimos decidimos homenajearlo organizando la bienal”. En esta 12ª edición destaca, junto a la exposición de Sabine Weiss, una de Francesc Català-Roca en el Museo del Corcho, titulada Mujeres, en la que, junto a algunas copias de sus clásicos, se exponen los encuadres originales, en formato cuadrado principalmente, que el autor de Valls (Tarragona) tomó en los cincuenta y sesenta, con dosis de humor e ironía. En total, unas 80 fotos de mujeres de todas las edades y en diferentes situaciones, pero sobre todo trabajando, desde el acarreo de agua, las tareas del campo, como taquígrafas… Así se suma esta cita a las celebraciones del centenario de un maestro de la fotografía española del siglo XX.Otro tono ofrecen las imágenes de mujeres que retrató Antoni Campañà, pertenecientes a la conocida como “caja roja”, el conjunto de fotos que había escondido por tratar sobre la Guerra Civil y que uno de sus nietos encontró en 2018 en su garaje. "Campañà trabajó a ambos lados de la contienda, sin tomar partido por ninguno”, señala Planas. En el Teatro Municipal de Palafrugell, en un ejercicio de comparación, pueden verse milicianas al comienzo de la contienda y falangistas al final, todas en Barcelona, envueltas unas y otras en banderas, y en gestos y actitudes similares, con algunas piezas inéditas. La bienal completa su oferta con charlas, debates y proyecciones.
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