Buscar algo de luz en el ‘Ballet real de la Noche’
Se interpreta en el Teatro Real una versión de concierto modificada del gran espectáculo de música y baile estrenado en París en 1653, que culminó con Luis XIV caracterizado como el Sol
Con casi dos años de retraso (el concierto previsto el 16 de octubre de 2020 tuvo que cancelarse tan solo dos días antes por el cúmulo de contagios de covid-19 entre los músicos), llega por fin a Madrid el Ballet royal de la Nuit, un espectáculo representado originalmente en París, en el el palacio del Petit-Bourbon, “en presencia de la Reina, Su Eminencia [el cardenal Mazarino] y toda la corte” el 23 de febrero de 1653. Seis veces más se repetiría hasta el 16 de marzo y en su crónica del estreno para La Gazette de France, Théophraste Renaudot explicaba que el ballet estaba “integrado por 43 entrées, todas tan ricas, tanto por la novedad de lo que se representa como por la belleza de las partes cantadas [récits], la magnificencia de la maquinaria, el soberbio esplendor del vestuario y la elegancia de todos los bailarines, que para los espectadores habría resultado difícil discernir cuál era la más encantadora. Nuestro joven monarca era no menos reconocible bajo sus vestiduras que el sol visto a través de las nubes que a veces empañan la luz, pero que no pueden ocultar el carácter único de su resplandeciente majestad, que lo distinguía como diferente”.
Ese “joven monarca” era, claro, Luis XIV, que por entonces tenía tan solo 14 años. Su aparición estelar se producía al final del ballet, en la última de las cuatro Vigilias de la Noche en que se dividía la obra: desde el atardecer (a las seis de la tarde) hasta las nueve; desde las nueve hasta la medianoche; desde la medianoche hasta las tres; y desde las tres hasta las seis, coincidiendo con el amanecer. Y era entonces cuando Luis XIV aparecía en todo su esplendor caracterizado como el astro rey, que se sitúa en el cenit del orbe adoptando la forma de Apolo, tanto en una nube como sobre un carro rodeado de ocho personajes sentados a su vez en nubes. Aunque ya había sido asociado previamente con el Sol, era la primera vez que el jovencísimo soberano aparecía públicamente personificado como tal.
Esos cuatro períodos de tres horas cada uno coincidían a su vez con las actividades propias del final del día; con el entretenimiento festivo vespertino; con las fantasías y horrores de la noche; y con los trabajos iniciados al amanecer. El ballet acoge también obras dentro de la obra (Les Nopces de Thétis y la Comédie muette d’Amphitrion, además de un gran baile que ofrece Roger en honor de Bradamante) y la Tercera Vigilia se vale de la historia griega del amor de Selene (la Luna) por Endimión, que le lleva incluso a abandonar los cielos y provocar con ello un eclipse. La oscuridad resultante da lugar al caos y a un gran sabbat que permite incorporar a personajes estrafalarios como demonios, magos, hombres-lobo, dragones, monstruos y brujas. El trabajo de los herreros marca el comienzo del nuevo día, la salida del sol y el fin del ballet.
Al contrario que otros ballets de cour anteriores, este no se bailó en una sala, al mismo nivel que los espectadores, sino sobre un escenario, y se han conservado los diseños de 10 escenas diferentes, además de decenas de extraordinarios figurines para el lujosísimo vestuario. Entre los personajes encontramos, en primer lugar, dioses, diosas y figuras mitológicas que podrían ser identificadas fácilmente por los asistentes, como Proteo, Vulcano, Baco, Jano o las Nereidas. También aparecen pastores, cazadores, criados, mercaderes o un afilador, además de una “corte de los milagros” poblada por mendigos, tullidos y soldados heridos. Como es habitual en la época, no faltan las figuras alegóricas (Tristeza, Vejez y Juegos) y fantásticas, como un Grand Homme con aspecto de búho y el Príncipe de las Tinieblas. Algunos personajes, por no alargar más la casuística, llevan o tocan instrumentos musicales, incluido un Apollon Violon cuyo torso tiene forma de violín sin apenas mástil, además de tener sendos violines que ocupan el espacio entre el codo y el hombro, otro violín (con mástil, clavijero y voluta) sobre la cabeza, un violín en su mano izquierda y un arco en la derecha. Españoles y egipcios constituyen, junto con los sarracenos, los pueblos exóticos contrapuestos a los franceses, el centro de ese mundo gobernado por el Rey Sol.
En el espectáculo participaron como bailarines, sometidos simbólicamente a Luis XIV/Apolo/El Sol, lo más granado de la aristocracia francesa, además de extranjeros como el duque de York y el duque de Buckingham, hermano y favorito, respectivamente, del rey Carlos II, exiliado durante el gobierno de Cromwell, lo que escenificaba claramente para todos los asistentes la existencia de una alianza entre los Borbones y los Estuardo, con Luis XIV como una alegoría del triunfo del orden sobre el desorden, además de situar al monarca francés como el centro de las nuevas relaciones políticas internacionales tras el período de inestabilidad política y los enfrentamientos durante las Frondas. El cardenal Mazarino, “Su Eminencia” en la crónica de Renaudot, era, por supuesto, el gran urdidor de la simbología política del ballet, quien había movido en la sombra todos los hilos y quien decidió celebrar asimismo con este gran espectáculo la reciente mayoría de edad de Luis XIV, que no solo se transformó en el Sol en el grand ballet final, sino que también había bailado previamente en las entrées de las Horas y los Juegos, amén de encarnar al Ardiente, el Curioso y el Furioso en la Tercera y la Cuarta Vigilias.
El público que acudió el domingo por la tarde al Teatro Real recibió en el exiguo programa de mano (folio y medio) una escuetísima información sobre el Grand ballet de la Nuit, lo cual, unido al hecho de que los sobretítulos se ciñeron a la traducción de las partes cantadas, debió de dar lugar a que tan solo los más avezados pudieran comprender qué era lo que estaba interpretándose realmente durante las más de dos horas y media que duró el concierto. Una asignatura pendiente del Teatro Real desde hace años es no solo cuidar las traducciones de los sobretítulos (un mal ya endémico), sino también enriquecer la información que proporciona más allá de su oferta puramente operística, merecedora de un trato más generoso. No hubiera costado mucho, por ejemplo, proyectar por medio de sencillos epígrafes qué personajes bailaban en cada una de las numerosas piezas instrumentales, del mismo modo que debería haberse explicado por qué Sébastien Daucé ha decidido incorporar músicas que no formaron parte de aquel histórico estreno en 1653, sobre todo los diversos números procedentes de las óperas Ercole amante de Francesco Cavalli y L’Orfeo de Luigi Rossi, que se convierten en una parte esencial del episodio del sabbat en la Tercera Vigilia y de los sueños en la Cuarta. ¿Por qué cantan ahora, de repente, en italiano, y la música suena abiertamente operística, tuvo que preguntarse sin duda más de un espectador atento? Salvo la escueta mención de los títulos de ambas óperas en la ficha general del espectáculo, no se proporcionaban muchas pistas más para responder a esa y a otras posibles preguntas.
Sébastien Daucé ha ofrecido este Ballet royal de la Nuit en diversas ciudades, tanto en su versión puramente instrumental, rebautizándolo apropiadamente —para evitar frustraciones— con el título de Concert royal de la Nuit, como en el formato original de ballet, estrenado con escenografía, coreografías y vestuario de Francesca Lattuada en el Théâtre de Caen en noviembre de 2017. En el Festival de Música Antigua de Utrecht de 2018 se ofreció en el Vredenburg la propuesta puramente instrumental, pero entonces, gracias a la información detallada del programa de mano y al sobretitulado, sí era posible saber con qué se correspondía la música en cada momento.
Sébastien Daucé y su Ensemble Correspondances son quizás el director y la agrupación más interesantes del panorama interpretativo francés de la música antigua, donde no faltan precisamente ni grandes personalidades ni conjuntos de primerísima fila. Pero Daucé aporta siempre un plus de seriedad y profesionalidad a su trabajo, habiendo sabido construir un grupo con un sonido propio, inmediatamente reconocible, y unas maneras de trabajar fácilmente identificables. El ejemplar que nos ha llegado con la música del Ballet royal de la Nuit, copiado por Philidor Laisnée en 1690 (muy posterior al estreno, por tanto), contiene en la mayoría de los números tan solo las voces de tiple y el bajo, lo que obliga a acometer una edición que complete las numerosas lagunas y detalle la instrumentación. El director francés no solo ha hecho eso, sino que también ha optado por prescindir de muchos números (cantados pero, sobre todo, instrumentales) y ha introducido músicas nuevas aparte de las originales de Jean de Cambefort, con el añadido sustancial de las piezas de Cavalli y Rossi, que reconfiguran por completo la segunda parte del espectáculo, que se inicia casi mediada ya la Tercera Vigilia, tras dos arias de Venus y Juno con música de Cavalli y la entrada de los Coribantes.
Consciente de que la música original, con una repetición casi incesante de un número reducido de patrones rítmicos y armónicos omnipresentes en el primer Barroco francés, tenía como finalidad principal y casi única permitir el lucimiento de los bailarines y los efectos escénicos, Daucé no duda en incrementar la sustancia dramática y el interés musical de su muy libre reconstrucción del ballet original con la música operística italiana que asume casi todo el protagonismo en la Tercera y la Cuarta Vigilias, rebautizadas como “Hércules amante” y “Orfeo”, no casualmente los títulos de las óperas de Cavalli y Rossi de las que ha decidido valerse y que, para qué engañarse, son de una calidad musical muy superior que las piezas que integran el resto del ballet. Así pudo comprobarse, por ejemplo, en el trío “Dormi, dormi, o Sonno, dormi”, una de esas grandes inspiraciones de Cavalli, cuyo Ercole amante comparte algunos personajes (Luna, Venus, el Sueño, las Gracias) con los de la Segunda Vigilia del ballet original, o en el episodio de la muerte de Eurídice al final del segundo acto de la ópera de Rossi, que se cierra con el coro fúnebre de las Dríades y Apolo y el número instrumental “Les pleurs d’Orphée ayant perdu sa femme” (así, en francés en la partitura original, ya que la ópera se estrenó en el Palais-Royal de París en 1647).
Dejando a un lado aspectos históricos y musicológicos, para la interpretación del Ensemble Correspondances solo caben elogios. Aunque en Madrid han faltado algunos de sus puntales (como el gran cornetista Adrien Mabire, ahora enrolado en los English Baroque Soloists de John Eliot Gardiner), todas las intervenciones de voces e instrumentos han sido un dechado de calidad. Las dos voces femeninas que asumen un mayor protagonismo no pueden ser más diferentes: la contralto francesa Lucile Richardot y la soprano belga Caroline Weynants. La primera, aun mucho más contenida que de costumbre, es una cantante intensa, muy personal, de voz naturalmente oscura, que cantó sus solos como Venus y La Noche sin partitura y apoyándose en una gesticulación de época (al igual que hizo Caroline Bardot como Venus); la segunda (a la que pudimos ver hace menos de tres meses, también en el Teatro Real, en el King Arthur de Purcell de Vox Luminis) es la discreción y el comedimiento personificados, como demostró en la escena de la muerte de Eurídice, cantada sin un solo atisbo de exceso y con la mayor concentración expresiva.
También fue admirable en sus diversos cometidos solistas (especialmente como la Luna y Dejanira) la mezzosoprano Blandine de Sansal, mientras que entre los hombres destacaron David Tricou (un haute-contre francés en toda regla) como Apolo, Etienne Bazola como el Sueño y Renaud Bres como Hércules. Todas las intervenciones del Coro fueron absolutamente irreprochables en punto a empaste, afinación y control dinámico, un aspecto este último que se llevó casi hasta el extremo de la audibilidad en el ya citado trío para voces masculinas de Cavalli, “Dormi, dormi, o Sonno, dormi”, en el que las voces de los tres cantantes van apagándose progresivamente hasta rozar el silencio.
Otro tanto puede predicarse del conjunto instrumental, utilizado por Daucé con un gran sentido del color y con las libertades inherentes a la circunstancia forzosa de tener como única referencia una partitura que invita a rellenar inexcusablemente sus numerosos huecos. Varios de los instrumentistas apoyan el violín (o dessus, por utilizar la terminología de época francesa) no sobre el hombro, sino varios centímetros más abajo, posados levemente sobre la clavícula, algo que afecta no poco al sonido resultante, totalmente desprovisto de tensión. Con una nutrida sección de bajos, en consonancia con las prácticas habituales en el siglo XVII francés, aquí merecen mención especial el violonchelista Antoine Touche, un modelo de flexibilidad en el continuo, y la violagambista Mathilde Vialle, el refuerzo y contraste ideal con respecto a su compañero, y a la que pudo escucharse con nitidez en un breve y magnífico solo en la introducción del Coro delle grazie de Rossi en la Cuarta Vigilia.
Pero el gran hacedor, el sol de este otro orbe a pequeña escala, es el propio Daucé, quien además de tocar el clave y el órgano concierta con una musicalidad arrolladora y contagiosa, sin aspavientos ni personalismos, dejando un amplio margen de libertad a sus solistas. Su manera de dirigir la “Entrée du Roy répresentant le Soleil levant”, el momento cumbre de la obra y la única música original del ballet primigenio dentro del bloque final dedicado a los planetas, está solo al alcance de un músico de muchos, muchísimos quilates y que ha sabido moldear su grupo a lo largo de años a su imagen y semejanza. Al final, los persistentes aplausos le obligaron a repetir el doble coro conclusivo (otro añadido de autor anónimo, y también en italiano, “All’impero d’Amore”) y el público salió encantado tras escuchar tantas músicas desconocidas y tan extraordinariamente interpretadas. Harina de otro costal es saber, dado lo difícil que se lo pusieron, cuántos consiguieron entender lo que ilustraban o lo que en ellas se había dilucidado. Quizás estas líneas puedan arrojar un hilo de luz en medio de esa otra noche.
Ballet royal de la Nuit
Música de Jean de Cambefort, Antoine Boësset, Louis Constantin, Michel Lambert, Francesco Cavalli y Luigi Rossi. Lucile Richardot, Caroline Weynants, Blandine de Sansal, Caroline Bardot, David Tricou, Étienne Bazola y Renaud Bres, entre otros. Ensemble Correspondances. Dirección musical: Sébastien Daucé. Teatro Real, 19 de junio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.