Alta psicodelia barroca
Con 'La Calisto', el Teatro Real lleva por primera vez a escena una ópera de Francesco Cavalli
La ópera barroca ha venido para quedarse. Lo que antaño tenía visos de rareza, extravagancia o concesión casi exótica al historicismo se ha vuelto, por fortuna, cada vez más moneda corriente y pocos grandes teatros se arriesgan a programar una temporada sin incluir uno o dos títulos barrocos. La nómina de compositores va ampliándose también poco a poco: hay vida más allá de Claudio Monteverdi o George Frideric Handel. El último gran invitado en unirse a esta fiesta llena de sorpresas y deslumbramientos ha sido Francesco Cavalli, legatario directo del arte del autor de L’Orfeo y figura crucial en la consolidación de la ópera como género urbano, popular y comercial en la Venecia del segundo tercio del siglo XVII.
El Festival de Glyndebourne resucitó su L’Ormindo en 1967 y La Calisto en 1970, pero ambas óperas fueron seria y libremente remozadas por Raymond Leppard e interpretadas entonces por la Filarmónica de Londres, que no es precisamente una agrupación de hechuras o sonoridades barrocas, y menos por aquel entonces. Cuesta creerlo, pero ha tenido que pasar medio siglo desde aquellos empeños pioneros para que Cavalli llegue por fin al Teatro Real con un montaje de La Calisto estrenado originalmente en 2005 en la Ópera Estatal de Baviera (donde se ha repuesto en hasta cinco ocasiones posteriormente) y representado tres años después, también con gran éxito, en la Royal Opera House de Londres.
'La Calisto'
Música de Francesco Cavalli. Louise Alder, Tim Mead, Karina Gauvin, Monica Bacelli, Guy de Mey, Luca Tittoto y Dominique Visse, entre otros. Monteverdi Continuo Ensemble y Orquesta Barroca de Sevilla. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: David Alden.
Teatro Real, hasta el 26 de marzo.
Los mismos responsables musical y escénico de entonces, y gran parte de sus cantantes, vuelven a revivirla ahora en Madrid, ya muy avezada en valorar las capacidades tanto de Ivor Bolton como de David Alden, compañeros en numerosos viajes barrocos (Il ritorno d’Ulisse in patria, L’incoronazione di Poppea, Rinaldo, Orlando, Ariodante, Rodelinda) que han marcado una época, aunque esta es la primera vez que comparten cartel en el Real, que se vale ya oficialmente de la edición (2012) del musicólogo Álvaro Torrente, testada y puesta a punto en el curso de las representaciones de Múnich y Londres. Torrente se halla, junto con Ellen Rosand, al frente del proyecto de editar las óperas de Cavalli en la prestigiosa editorial Bärenreiter, lo que ya ha cambiado y seguirá cambiando decisivamente la fortuna futura del compositor: la parquedad de su instrumentación y la tersura de sus escenas no puede entenderse en ningún caso como una invitación a inventar caprichosamente nuevas voces, introducciones o epílogos instrumentales. A Cavalli le sobraban intuición dramática y buenas ideas, que pasan fugazmente ante nosotros sin uno solo de los excesos y las rigideces formales que anquilosarían a la ópera en décadas posteriores.
Giovanni Faustini, libretista de once de sus óperas, incluida La Calisto, fue un pionero que hizo de lo que él mismo calificó de “esta honorable locura” (“questa honorata pazzia”) su profesión, intentando elevarse “por encima de lo ordinario y de los logros comunes de ingenios estúpidos y plebeyos”. David Alden hace suya aquella insania y plantea una puesta en escena enormemente inteligente y llena de alta fantasía, que explica una trama no siempre fácil de seguir y la ilustra con un colorista despliegue escenográfico y de vestuario dentro de lo que parece ser una psicodélica sala de fiestas (una boîte se decía también hace tres o cuatro décadas). Resuelve muy bien y traduce con la importancia que merece el único verdadero acto sexual de una ópera rebosante de sexualidad, que tendrá consecuencias trascendentales. Júpiter, con la apariencia de Diana, da a Calisto “en la boca besos desenfrenados e impropios de que los dé así una virgen”, como dice Ovidio en el libro segundo de sus Metamorfosis, fuente de inspiración del libreto: y eso no es más que el preámbulo de lo que llegará después.
En su modernización fiel al espacio mítico primigenio, Alden deja claro que las enseñanzas de lo que sucede en estos bucólicos paisajes de la Arcadia –una suerte de anti-Venecia– entre dioses, pastores, semidioses, animales, ninfas y sátiros, no puede sernos ajeno, porque aquí se habla de deseo, de frustración, de erotismo, de identidades sexuales reales, supuestas o fingidas, de eufemismos para encubrir la realidad (la sed de agua de Calisto, por ejemplo, que esconde la sequedad por ausencia de algo muy diferente). Y todos encajamos, antes o después, en uno o varios supuestos: “Et in Arcadia ego”. No es fácil traducir en imágenes ni esa Arcadia ni el cosmos que acogerá finalmente a Calisto transformada en constelación celeste, pues ambos son paisajes imaginarios o inaccesibles. Pero la creatividad de Alden y sus colaboradores consigue que su Empíreo, poblado de parejas de personajes que entran y salen de escena con precisión, interactuando consonante o disonantemente, refleje con fidelidad el devenir de un argumento rebosante de originalidad y que culmina incluso sin un lieto fine, una conclusión sorprendente que el estadounidense decide ensombrecer aún más.
Como la ópera veneciana adoraba las parejas (cómicas y serias), parece pertinente recurrir a ellas para dar cuenta de las distintas prestaciones vocales. En lo más alto debe situarse a Tim Mead y Monica Bacelli, viejos conocidos del Real. El primero dejó una sensación inmejorable en Written on skin de George Benjamin y ahora ha subido incluso varios enteros con respecto a entonces con un Endimione física y vocalmente ideal: resulta difícil imaginar una encarnación más convincente o una interpretación mejor de la soberbia música que confía Cavalli al personaje. Monica Bacelli fue hace tres años un sensacional Sesto en La clemenza di Tito y aquí compone una Diana riquísima en matices, a pesar de que Alden decide revestir de vis cómica a la diosa y le obliga a sobreactuar en consecuencia. Pese a ello, la italiana hace de la necesidad virtud y llena el personaje de entidad, ambigüedad y sutiles dobleces psicológicos.
Karina Gauvin y Louise Alder mostraron carencias similares, si bien mucho más acentuadas en la primera, que ya fue una Alcina inexpresiva y en exceso anodina en la Alcina de Handel dirigida por el propio David Alden en el Teatro Real (y una Vitellia en esa misma línea en la citada Clemenza di Tito). Con mejor voz –por timbre, por frescura, por volumen y por afinidad con el estilo barroco–, Alder ofreció, sin embargo, una Calisto demasiado plana, sin profundidad, tímida a la hora de adentrarse en los extremos emocionales de su personaje (“Piacere maggiore”, como un caso paradigmático, debería transmitir mejor el frenesí de su primera experiencia heterosexual, aunque ella la tiene por homosexual). Pero era la principal novedad de un reparto ya muy familiarizado con la ópera, por lo que cabe augurar una asunción más personal y menos rígida de la ninfa con el paso de las representaciones, porque condiciones vocales no le faltan.
Luca Tittoto y Nikolay Borchev como Júpiter y Mercurio (un Wotan y un Loge avant la lettre) formaron una pareja maquinadora y siempre creíble, mientras que Ed Lyon (Pan) y Andrea Mastroni (Silvano) llenaron también de prestancia vocal y actoral a sus dos personajes zoomórficos. Dominique Visse derrocha su histrionismo habitual en un personaje (un sátiro, mitad hombre, mitad cabra) que se presta a ello, pero su voz se ha vuelto con los años aún más nasal y estridente. Y Guy de Mey salva con nota su difícil encarnación del personaje de Linfea, a pesar de la muy discutible decisión de Alden de subvertir el personaje como un tenor travestido que representa lo que parece ser una virgen ajada, solterona y tan sedienta o más que Calisto.
Todo lo que llegó del foso fue interesante y atractivo, porque Ivor Bolton deja todo el protagonismo en manos de una amplia sección de continuo, que no cesa de llegar metamorfoseada a nuestros oídos gracias a la utilización de múltiples combinaciones instrumentales, más o menos densas, reservando la condición de primus inter pares en momentos propicios para ello a órgano, lirone o arpa, y a la fantasía que despliegan clavecinistas (incluido el propio Bolton) y chitarronistas cuando llenan de vida y armonía la solitaria pero genial línea de continuo ideada por Cavalli. Un reducido grupo de músicos de la Orquesta Barroca de Sevilla (menores en número que los que integran la sección del continuo), algunos instrumentistas invitados (cornetistas, flautistas de pico y un percusionista la mayoría de las veces innecesario) y dos trompetistas barrocos de la Orquesta Titular del Teatro Real completan las bazas que Bolton manejó con enorme solvencia, excelente criterio e infalible musicalidad durante la interpretación de la ópera que quizás ha dirigido en más ocasiones. Se nota su sintonía con la partitura y los entresijos de La Calisto se entienden a la perfección no sólo por la magnífica traslación visual de Alden, sino también por la sabia y atenta traducción musical del director británico, que pisa aquí uno de sus territorios más queridos.
En su día, al hacer públicos los fastos de su bicentenario, el Teatro Real anunció que su bautismo cavalliano sería con Giasone, un título aún muy poco frecuentado. Al final se ha decidido recurrir a la baza más segura, y más que rodada, de La Calisto, dos años posterior. A tenor de lo visto y oído, solo lamentarán, quizás, el cambio quienes ya hubieran disfrutado de la producción en Múnich o Londres. El resto habrá seguido con asombro el despliegue constante de inventiva por parte de Cavalli. El italiano fue un gran melodista y Philippe Jaroussky acaba de incidir en esa faceta en su última grabación discográfica, que ayudará no poco a seguir proclamando el genio del compositor de Crema. Pero dejar reducido a este último a un puñado de atractivas arias y dúos sería un grave error. Su lugar natural es un teatro y La Calisto, por ejemplo, fue la tercera de las nada menos que tres óperas estrenadas por Cavalli en 1651 en el Teatro Sant’Apollinare, inaugurado ese mismo año en Venecia. Allí es donde nacieron sus creaciones, con un claro plan dramatúrgico y escenográfico, ante un público de pago, al tiempo que prestas a mudar de piel a las primeras de cambio para adaptarse a las mil y una vicisitudes de la vida teatral: de ahí también la vitalidad y cercanía que dimanan de ellas aunque las revivamos casi cuatro siglos después.
Muchos saldrán de La Calisto preguntándose por qué han vivido un primer encuentro tan tardío con este operista de raza, una figura crucial en la democratización del género en aquella Venecia efervescente, mundana y divina, teatral y eclesiástica, situada “tra l’acqua salata e l’acqua benedetta”, una dualidad que cobra más sentido que nunca en esta ópera de personajes sedientos. Pero no debemos conformarnos con lo que es sin duda una extraordinaria primicia: casi una treintena de óperas de Cavalli nos esperan. Terra incognita que explorar, admirar y disfrutar.
Babelia
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