‘Diarios de Otsoga’: un cuento fílmico de verano en pandemia
La pandemia atropelló a Miguel Gomes, aquí con la codirección de Maureen Fazendeiro, pero el director portugués acabó haciéndole frente con una miniatura de cámara
La característica hibridación entre la ficción y el documental del cine de Miguel Gomes —acompañada siempre de un halo poético, de un cierto aliento de melancólico verano, expuesta en películas como Aquel querido mes de agosto (2008) —, y el también inherente juego entre la vida y el cine como forma metalingüística de acercarse al pasado, al presente e incluso al futuro del oficio de componer películas, con un paradigma en su obra llamado Tabú (2012), han encontrado finalmente un ejemplar conjunto que fusiona todo ello: la peculiar Diarios de Otsoga, lírica confluencia entre existencia y arte, entre cotidianidad y artificio.
La pandemia atropelló a Gomes, aquí con la codirección de Maureen Fazendeiro, pero el director portugués acabó haciéndole frente con una miniatura de cámara que los espectadores verán con placidez si están dispuestos a ello, y con enfado y prisas si no son partícipes de su singularidad. Gomes nunca fue fácil ni para todos los gustos. Otsoga, leído del revés, es agosto, y así ha articulado la pareja creativa su trabajo: desde delante hacia atrás, a la manera de títulos como Irreversible, de Gaspar Noé, y de fundamentales piezas teatrales como Traición, de Harold Pinter. La primera secuencia, correspondiente al día 22 del rodaje de la película que hay dentro de la propia película, es la última en la cronología natural del tiempo. La segunda es la penúltima, la del día 21, y así sucesivamente hasta acabar en un principio mucho más nervioso que su radiante final, en unos primeros días de rodaje acogotados por los protocolos sanitarios.
Retrato de amor al cine, al mismo tiempo que documento histórico de una época de equilibrismo científico, social y moral, con las naturales disensiones entre seres humanos por la actitud ante el encierro, los parones profesionales, los recelos, las escapadas y los consiguientes mosqueos por la falta de solidaridad, Diarios de Otsoga avanza (o retrocede) en el tiempo con la fluidez de un inescrutable río de la vida con el que resulta imposible hacer planes. Gomes, siempre tan cerca de algunos aspectos del cine de Éric Rohmer, lo está aquí más que nunca. De hecho, su relato no deja de ser un cuento de verano en tiempos agitados, aunque expuesto con el sosiego habitual de sus anteriores trabajos.
Para la curiosidad del espectador queda la intrahistoria de un rodaje, realizado durante uno de los confinamientos del país, entre el 17 de agosto y el 10 de septiembre de 2020. Si realmente se filmó en ese desorden temporal, si la cronología inversa llegó como idea inicial o tardía, o incluso si las desavenencias entre los profesionales tienen mucho, poco o nada de (auto)ficción. Sin embargo, entre la construcción fílmica, al menos para este crítico, lo que queda finalmente como vértice de un trabajo menor dentro de la carrera de Gomes, pero desde luego especial, son esas pequeñas cosas ejecutadas durante la reclusión en los hogares. Cuando, ante la imposibilidad de hacer acciones en principio más importantes, cualquier tarea antes considerada como nimia adquiría un inusitado grado de fascinación, de satisfacción, e incluso de grandeza.
DIARIOS DE OTSOGA
Dirección: Miguel Gomes, Maureen Fazendeiro.
Intérpretes: Crista Alfaiate, Carloto Cotta, Jo͂ao Nunes Monteiro.
Género: drama. Portugal, 2021.
Duración: 102 minutos.
Estreno: 3 de junio.
Babelia
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