Rigoberta Bandini frente a Alizzz: una equis en la quiniela del Tomavistas
Sen Senra y Putochinomaricón completan ante 8.500 espectadores en el festival de Madrid el repaso a la nueva generación del pop español
“Teníamos muchas ganas, joder. Vamos a darlo todo”. Nadie confundiría las primeras palabras de Rigoberta Bandini con una cita de Heidegger, pero reflejan bien el ánimo predominante en Ifema, el recinto ferial madrileño, ante los compases iniciales del Tomavistas, el primer festival al aire libre que conoce la capital después de estos dos años largos de ya saben ustedes qué. Hasta los dioses de la meteorología se sumaron a la causa del hedonismo con este verano prematuro de temperaturas desaforadas, aunque la verbena resultó mucho más plácida y llevadera a medida que iba cayendo la tarde.
Ya no nos acordábamos. El fin de semana anterior supimos de esa marabunta de melenudos irreductibles en el Viña Rock (casi 100.000 asistentes, ríanse ustedes de los metaleros), pero la primera jornada del Tomavistas se convirtió en el refrendo festivalero del espíritu de San isidro, en vista de que el centro de la ciudad acumula varias jornadas de ánimos particularmente desinhibidos. Unas 8.500 almas se sumaron a la celebración de este jueves, previsiblemente más que el viernes y el sábado, pese al desembarco de las estrellas internacionales. Había morbo: se dirimía el duelo entre los fenómenos patrios más fulgurantes en tiempos del éxito de ingesta tan rápida como su evacuación. Y si la principal disputa la encarnaban Rigoberta Bandini y Alizzz, anotemos una merecida, ecuánime y paritaria equis en la quiniela.
Bandini sigue llegando muy apurada a la hora de música en directo, aunque la expresión misma “en directo” es algo falsaria: en esto del pop electrónico, casi todo lo que escuchamos, salvo las voces, es enlatado, un detalle que ni importa ni se disimula. “Sigue siendo muy fuerte estar aquí arriba después de tan poco tiempo”, se sinceró Rigoberta tras el subidón de la eurovisiva Ay, mamá, que interpretó en dos versiones, su formulación primigenia y la definitiva. Cosas de no disponer de apenas munición en la recámara.
A falta de otros argumentos, Paula Ribó enriquece el espectáculo con cinco bailarinas, que multiplican la dimensión del sarao en momentos como el rapeado al final de Perra. La coreografía, cabalmente a cuatro patas, subraya lo que sigue siendo la cota más ingeniosa, provocadora, ocurrente y empoderada de esta barcelonesa que acaba de cumplir 32 años. Ella y su muy familiar tropa (marido, prima y primo) aciertan en otros momentos de pop fresco e instantáneo: el ligoteo veraniego de A Ver Qué Pasa, los aires de ABBA para Julio Iglesias, la sorna algo más madura de The Fuck Fuck Fuck Poem. A cambio, y más allá del ensañamiento en Cuando Tú Nazcas contra el pobre Beethoven, del que se masacra la séptima sinfonía, no hay manera de entender a santo de qué se perpetra una versión paupérrima del La, La, La, con horrendos coros de la parte masculina e innovaciones en la letra como “Le canto al pipi, a la caca y al popó”. Definitivamente, ni el ingenio, ni la transgresión eran eso.
Alizz es más y mejor músico, puestos a meternos en el embolado de las comparaciones. Por lo pronto se rodea, ¡oh!, de cuatro intérpretes consagrados a tocar en vivo, una circunstancia que acabará pareciendo revolucionaria. Y construye un repertorio diverso, bien armado y no escaso de hitos. Abre con el elegante pop de aires funk para Fatal, se crece con el impecable medio tiempo de Todo Me Sabe A Poco (ay, los sinsabores de la era milenial) y desemboca en la indudablemente meritoria Amanecer, a medias con la propia Paula/Rigoberta Bandini. Esta oda a esas memorables noches toledanas de jarana ya merecería la pena aunque solo fuera por una frase del estribillo: “Nos ha vuelto a amanecer y están abiertas todas las panaderías”.
Tiene un pase Siempre Igual, que homenajea a La Chica de Ayer desde el electro-glam, un giro de guion que el bueno de Antonio Vega jamás habría sospechado. Y mueve un poco a la irritación Salir, que parece un tema para Dani Martín, pero autotuneado. Tal es la manera de parecer moderno cuando se tiene voz nasal, entre escasa y desabrida, inexpresiva casi siempre, como es el caso de Cristian Quirante/Alizzz. Pero aún faltaba la aparición sorpresa en Ya No Vales de su gran protegido, C. Tangana, que irrumpió sin aviso previo y entre el delirio generalizado. “Puchito”, como le corearon, tiene ciertamente reservado un lugar en la historia: no se puede llegar tan lejos con tan poco. Esta vez tampoco hizo el menor ademán de ejercer como cantante, exención para la que cuenta con esa colosal bula por la que incluso ha llegado a bautizar su gira Sin Cantar Ni Afinar. En realidad, ese arrebato de honestidad descarnada es lo más genuino que le conocemos hasta la fecha.
Modernidad predecible
La coincidencia de horarios con Alizzz dejó con solo unos cientos de espectadores a Putochinomaricón, el único verdaderamente provocador del lugar. Chenta Tsai Tseng es el responsable de una puesta en escena disparatada, tan ultrapetarda y descocadísima, tan histriónica y maquinera, que solo se puede huir o sonreír. Su ideario abarca desde el pasteleo romántico (igual de empalagoso siempre, con independencia del destinatario de los desvelos) a la canonización del tamagochi. Todo muy pop y muy loco, pero también ocurrente. Al menos fue el único en proferir un par de gritos de Fuck Putin como broche final, por aquello de no olvidarse de las cosas importantes. Y se concedió el gustazo de agregar un bis, Gente de Mierda, con dedicatoria de excepción para “mi queridísimo Santi Abascal”. Frente a la cochambre ideológica, qué menos que tocar las narices.
Y si la pugna entre Rigoberta y Alizzz quedó en tablas —en vista de que no hay manera de creerse del todo a ninguno de los dos—, los defensores de la tercera vía se quedaron hasta el final para disfrutar de Sen Senra, protagonista de otro de esos ascensos meteóricos de la última hornada. El pontevedrés es más sofisticado y sesudo, con el punto misterioso que le otorgan sus grandes gafas oscuras hasta la cuarta canción y esa actitud displicente de quien se tiene en muy alta estima. Es una autosuficiencia que incluso cobra forma escénica: Senra se reserva el escenario íntegro para brincar y corretear a sus anchas, mientras relega a sus tres músicos a las tinieblas, tan al fondo que entran ganas de preocuparse por un mal paso hacia atrás.
Con todo, hay un cierto dominio vocal en la obra del gallego, desde la tesitura grave al falsete; alusiones a espuertas a ese soul electrónico salpimentado de elementos urbanos, algún solo de guitarra en la estela (aún lejanísima) de Prince. Hay oxígeno y espacio en sus desarrollos, un empeño por estructurar las canciones y apartarlas de las obviedades. Y hay también, vaya por Dios, una insistencia tenaz, casi enfermiza, en los efectos de voz tuneada. Nunca la modernidad resultó tan predecible.
Babelia
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