András Schiff se hermana con Andrea Palladio en un festival único en Vicenza
El pianista húngaro se reencuentra con el público vicentino después de dos años con una programación que tiene como eje la música de Bach y la de sus grandes valedores románticos
Tras la edición en blanco de 2020 y la demediada y puramente virtual (sin público) de 2021, el Festival Omaggio a Palladio vuelve por sus fueros en la ciudad más estrechamente asociada con el gran arquitecto italiano: Vicenza. András Schiff no se cansa de pregonar a los cuatro vientos que su Teatro Olimpico es “el más hermoso del mundo” y, en consonancia con su credo, lo eligió como su base de operaciones para un festival que celebra ya este año su vigesimocuarta edición. Schiff, quizás el más clásico de los grandes pianistas actuales, se hermana de manera natural, por tanto, con el más clásico de los grandes arquitectos renacentistas, cuya influencia trasciende con mucho su tiempo y el ámbito geográfico en que desarrolló su actividad profesional, como demuestra, por ejemplo, la plétora de edificios de impronta palladiana que encontramos en la lejana Virginia gracias a la admiración ilimitada que sentía por él Thomas Jefferson, que tomó incluso de una expresión del arquitecto hasta el nombre de su propia casa, Monticello, construida a imagen y semejanza de Villa Rotonda, una de las diversas villas vicentinas diseñadas por el autor de Los cuatro libros de arquitectura.
Aunque ahora vive un inusual período de ausencia de convulsiones políticas, es la sociedad civil la que siempre ha procurado la vitalidad cultural y la cohesión cívica que tan patentes resultan al visitar cualquier rincón de Italia, pase lo que pase en las altas esferas de la política nacional, regional o local. Es, por ejemplo, una pequeña y centenaria asociación privada, la Società del Quartetto, la que organiza, mano a mano con Schiff, un festival que tiene su principal sede en el Teatro Olimpico, uno de los tres únicos teatros renacentistas que se conservan y un prodigio tanto para la vista (con el regalo añadido de la perspectiva de sus cinco calles traseras iluminadas) como para el oído (el derroche de madera, incluso donde parece no haberla, pero la hay, explica el milagro de su acústica).
András Schiff no da puntadas sin hilo y en sus programas se adivina siempre una mente culta y amante de los subtextos y las conexiones. Lo demostró el jueves en el recital inaugural, con un programa para enseñar en los conservatorios: el Capriccio sopra la lontananza del suo fratello dilettissimo de un jovencísimo Bach, su compositor de cabecera; los tres Intermezzi op. 117 de Brahms, una de las cuatro despedidas de su instrumento; las Davidsbündlertänze de Schumann, que había sido el heraldo del talento de su compatriota cuatro décadas antes; las Variations sérieuses de Mendelssohn, el más clásico de los compositores románticos; y —no solo alfa, sino también omega, porque la admiración sincera no es nunca mera pose— la Partita núm. 4 de Bach. Es decir, el autor de El arte de la fuga acompañado de sus tres principales apóstoles en el siglo XIX: dos de los impulsores del nacimiento de la Bach-Gesellschaft en 1850 (Schumann y Mendelssohn), el responsable de la histórica recuperación berlinesa de la Pasión según San Mateo en 1829 (Mendelssohn) y el deslumbrado suscriptor de la primera edición de las obras completas del compositor, lo que le llevó a homenajearlo en el último movimiento de su Cuarta Sinfonía (Brahms).
En su presentación de las diversas piezas del programa, micrófono en mano, Schiff desvió inteligente y generosamente las conexiones existentes entre ellas para hacerlas converger en el gran pianista Radu Lupu, fallecido el pasado 17 de abril y a cuya memoria se dedicó todo el recital. Schiff se refirió a él como un “fratello dilettissimo”, como cofrade de una imaginaria Liga de David (Davidsbündler) en la que militarían ambos, como destinatario póstumo de las Variations sérieuses entendidas como un imaginario réquiem (en Re menor, la misma tonalidad del canónico por antonomasia de Mozart) o como cultivador en privado —tras su apariencia seria y austera— de ese mismo humor que prescribe Schumann en tres de sus danzas: “Con humor” y “Con buen humor” leemos al comienzo de las piezas tercera, decimosegunda y decimosexta de la op. 6 del autor de Genoveva. El pianista rumano no podía contar con un recuerdo más sentido y sincero que el que le ha dedicado András Schiff en Vicenza.
Y si la teoría del homenaje póstumo era impecable, su plasmación práctica estuvo a idéntica altura. De entrada, aunque no estaba anunciada en el programa, Schiff tocó el aria inicial de las conocidas como Variaciones Goldberg, de nuevo como recuerdo de la ya irremediable “lontananza” de Radu Lupu. Fue a la vez el pórtico perfecto para el Capriccio, tan deudor de las Sonatas bíblicas de Johann Kuhnau, ya que describe musicalmente los intentos de sus amigos para evitar la partida, el lamento cuando el viaje es ya inevitable y los dos movimientos finales, mucho más optimistas, relacionados con el carruaje, el coche de posta, en que parte el amigo. Es aquí donde Schiff dio con el tono perfecto, primero en el aria, admirablemente variada en la repetición, y luego en la fuga final, un territorio —el del contrapunto imitativo— en el que Schiff se mueve siempre como pez en el agua, traduciendo con la transparencia del cristal las diferentes voces.
Hay mucho contrapunto bachiano, reducido casi a su esencia, en el último Brahms, y así pudo percibirse en la intimista versión de los Intermezzi op. 117 que tocó Schiff: a su manera, se trata de otra despedida, de nuevo con Radu Lupu en la mente de todos, porque el rumano fue un intérprete excepcional de estas últimas piezas testamentarias de Brahms, que en sus manos se convertían casi en poemas susurrados y elocuentes a pesar de la ausencia de palabras. Hubo más altibajos en la interpretación de las Davidsbündlertänze, tan ligadas al propio autor de Un réquiem alemán: porque fue el primero en interpretarlas completas en público (en un recital en Budapest en 1869) y porque se encargó de su edición cuando se acometió la publicación de sus obras completas, en las que trabajó codo con codo con Clara Schumann. Como cabía prever, Schiff obró maravillas en las firmadas por Eusebius, es decir, el Schumann melancólico, reflexivo e intimista: las piezas segunda, decimocuarta y decimoséptima, que sonó realmente, y así lo pide Schumann, “como desde la lejanía”. La que cierra la colección pareció casi un sueño, pero los dedos del pianista húngaro no fueron tan ágiles como antaño en la tercera, ni sonó del todo indómita, como también reclama el autor, la decimotercera, ambas de autoría de Florestán, el Schumann extravertido, fogoso y apasionado. A pesar de debilidades muy puntuales, el estilo, el sonido, los contrastes, la libertad, las resonancias literarias, remitían inequívocamente al primer Schumann, al joven escindido en dos mitades complementarias que compone todo por y para Clara, de una de cuyas mazurcas toma prestado el diseño inicial de la obra.
Las Variations sérieuses de Mendelssohn, un compositor que Schiff calificó de injustamente infravalorado, conocieron una interpretación marcadamente dramática. La inequívoca impronta bachiana de la décima variación preparó el camino de la música en la que Schiff alcanzó quizás el punto interpretativo más alto de este concierto inaugural: la Partita núm. 4 de Bach, elegida de entre sus hermanas de colección (la primera parte de la Clavier-Übung) sin duda por su tonalidad, Re mayor, un necesario cambio de modo tras la obra de Mendelssohn . Cuando toca al compositor que más admira, que venera como a un dios, Schiff se transfigura, se erige en su profeta y la música fluye con una especial facilidad, casi como si estuviera siendo compuesta en ese momento por el pianista, que muestra en cada nota la total identificación que siente con el compositor alemán. En los movimientos más exigentes (la Obertura bimembre, la extensa Allemande, la angulosa Gigue) no se atisbó ninguna flaqueza técnica, sino todo lo contrario: un dominio total y absoluto. Schiff tradujo también el resto de las danzas y las dos “galanterías” (el Aria y el Minueto) como muy pocos pueden hacerlo en un piano moderno. Bach, como afirmó Chopin, es también para el pianista húngaro su “pan cotidiano” y este contacto asiduo, diario, con su música a lo largo de toda su vida se traduce en una comunión irrepetible entre compositor e intérprete. Fuera de programa, Schiff tocó, en el último alarde de congruencia de la noche, el Intermezzo op. 118 núm. 2 de Brahms.
El segundo día, el festival se trasladó a la basílica de los santos Felice e Fortunato, otra de las incontables joyas arquitectónicas de Vicenza. Como es habitual desde hace años, Schiff había programado una obra religiosa en la que a un coro local, la Schola San Rocco, se une una orquesta formada expresamente para la ocasión, integrada por instrumentistas procedentes de toda Europa y bautizada como Cappella Andrea Barca, una traducción al italiano del nombre y el apellido del pianista húngaro, al tiempo que un nuevo guiño a Andrea Palladio. La obra elegida ahora, en línea con el afán reivindicativo de Schiff, fue la Sinfonía núm. 2, “Canto de alabanza”, de Felix Mendelssohn, quizá la menos interpretada de las cinco que compuso, debido probablemente a su carácter híbrido: tres movimientos puramente sinfónicos seguidos de una así llamada cantata en nueve secciones con participación de tres solistas vocales y coro, un esquema que recuerda inevitablemente a la Sinfonía núm. 9 de Beethoven.
La partitura de Mendelssohn parte, sin embargo, de textos bíblicos y se interpretó en su estreno un gran espacio religioso dotado de una fuerte carga simbólica: la Thomaskirche de Leipzig: de nuevo la alargada sombra de Bach. Su estreno conmemoraba en 1840 el cuarto centenario de la invención de la imprenta de tipos móviles por parte de Gutenberg, pero por detrás alentaba aún con más fuerza la primera edición de la traducción de la Biblia de Lutero, esencial para la difusión de sus ideas reformistas y punto de inflexión decisivo entre lo que los propios textos elegidos por Mendelssohn consideran la oscuridad (el período previo a Gutenberg y Lutero) y la luz de la cultura y la verdadera fe. La dedicatoria al rey de Sajonia, Federico Augusto II, no deja tampoco lugar a dudas sobre el fuerte componente político de la obra.
En la Cappella Andrea Barca podían verse muchas caras conocidas: justo detrás del concertino, Eric Höbarth, se sentaba, por ejemplo, Yuuko Shiokawa, la mujer de Schiff, que el día anterior había seguido su recital sobre el escenario del Teatro Olimpico, a pocos metros del piano. La primera trompa era nada menos que Marie-Luise Neunecker, a cuyo lado se sentaban dos jóvenes y brillantes trompistas españoles: Adrián Díaz Martínez e Irene López del Pozo. Entre las maderas figuraban nombres ilustres como los de la oboísta canadiense Louise Pellerin y el flautista Wolfgang Breinschmid, de la Filarmónica de Viena. Y así un largo etcétera en medio de un ambiente de fuerte camaradería que quedaría aún más patente el sábado, gracias a la mejor visibilidad, en el concierto del Teatro Olimpico.
András Schiff no se prodiga como director ni realiza tampoco esta función de una manera convencional. Lo que hace fundamentalmente es vivir la música que se interpreta y, sin batuta, inspirar a los músicos su visión personal de la obra. Donde se lograron los resultados más emocionantes fue quizás en el segundo movimiento, que contiene una de las grandes invenciones melódicas de Mendelssohn y que Schiff dejó fluir con gran libertad a un tempo decididamente moderado, sin apenas indicios de esa agitación que prescribe el compositor. En la cantata destacó la entusiasta prestación del coro (un grupo local integrado por aficionados) y el excelente hacer del tenor Werner Güra, que atrajo todas las miradas en su gran solo central, Stricke des Todes hatten uns umfangen. Por contraste, fue muy decepcionante, sin embargo, la actuación de la soprano española Sylvia Schwartz, con un timbre poco atractivo, escaso volumen y serias carencias de dicción. La buena acústica de la basílica (de techo de madera no muy alto) propició una versión diáfana, surcada constantemente por el tema que exponen al comienzo en solitario los trombones, una sencilla melodía de impronta luterana. Tras constatar su eficacia como música a un tiempo ceremonial y reivindicativa, privada y pública, íntima y solemne, y vista la entusiasta respuesta del público, muchos debieron de preguntarse, al igual que Schiff, por qué esta obra no se interpreta con más frecuencia.
El programa del sábado, de vuelta en el Teatro Olimpico, volvía sobre los cuatro compositores del recital inaugural, si bien en esta ocasión con géneros completamente diferentes. De entrada, el Concierto BWV 1060 de Bach, en el que Schiff compartió protagonismo con Schaghajegh Nosrati, una pianista iraní que ha elegido como asistente en su cátedra de piano de la Academia Barenboim-Said de Berlín. Con una orquesta demasiado nutrida (seis primeros violines), se habría ganado en claridad reduciendo drásticamente la plantilla instrumental de la cuerda. Luego llegaron los Liebeslieder op. 52 de Brahms, una secuencia de 18 valses escritos para cuarteto vocal y piano a cuatro manos. Schiff (en los graves) y Nosrati (en los agudos) se encargaron de manera modélica de la parte instrumental, una constatación de que, tras su traslado a Viena, Brahms supo absorber admirablemente una de sus principales señas musicales de identidad. La parte vocal se escoró claramente del lado de las dos voces masculinas: Werner Güra, que volvió a confirmar su inmensa clase, aún más prominente en su faceta de liederista, y el bajo neerlandés Robert Holl, que se convirtió con sus gestos, su personalidad arrolladora y su lenguaje corporal casi en el director del cuarteto vocal. Volvió a decepcionar Sylvia Schwartz, que no supo imprimir el encanto imprescindible a la parte de soprano y que no cantó sorprendentemente el único número confiado por Brahms en solitario a la soprano, el séptimo vals, interpretado en su lugar por Ema Nikolovska, lo que permitió admirar la belleza de su timbre, sus sonoros graves y su magnífico estilo (el día anterior había cantado únicamente en el dúo para las dos voces femeninas de la Sinfonía de Mendelssohn).
Tres números de la música incidental para el Sueño de una noche de verano de Shakespeare nos llevaron al portentoso Mendelssohn adolescente (la magistral Obertura) y al compositor maduro (el Scherzo y el Nocturno). Volvió, claro, la Cappella Andrea Barca, de nuevo quizá con demasiados instrumentistas de cuerda (dieciséis violines) para la acústica diáfana y delicada del Teatro Olimpico. Ello propició también algunos desajustes y emborronamientos en las partes más feéricas de la obertura, donde pudimos ver y oír el oficleide que incluye Mendelssohn en la instrumentación. Parecidos problemas de conjunción asomaron en el Scherzo, por lo que las mejores esencias quedaron reservadas para el Nocturno, donde se lució en sus dos largos solos la ya citada Marie-Luise Neunecker.
Tras el descanso, Schiff volvió al piano, su lugar natural, para tocar el Quinteto con piano de Schumann, excelentemente secundado por Erich Höbarth y la violinista Kathrin Rabus, el veterano violista Hariolf Schlichtig (antiguo integrante del Cuarteto Cherubini) y la excelente violonchelista Xenia Jankovic. Fue una versión rica en contrastes, impetuosa en los movimientos extremos, arrebatada en el Scherzo y delicada y soñadora en la originalísima marcha ideada por Schumann como movimiento lento, cuya primera sección contrastante fue la elegida por Ingmar Bergman para ilustrar el comienzo del Prólogo de Fanny y Alexander. El último movimiento incluye dos pasajes fugados que, para cerrar el círculo, remiten inequívocamente a Bach y al estudio diario de las fugas del Clave bien temperado que acometieron Robert y Clara en las semanas posteriores a su boda, tal y como dejó constancia ella en el diario conyugal. Hasta cinco veces hubieron de salir al escenario los integrantes del quinteto para agradecer los incesantes aplausos del público: en una de estas salidas, András Schiff estrechó discretamente la mano de su mujer, de nuevo sobre el escenario como espectadora junto a un gran número de los músicos de la Cappella Andrea Barca, que habían seguido desde allí la segunda parte del concierto.
Este es claramente un festival de la amistad, la camaradería y la admiración hacia uno de los más grandes músicos actuales, y cualesquiera posibles deficiencias se ven explicadas y compensadas por ello, además de —cae por su peso— por la presencia invisible de Andrea Palladio y la muy visible de su portentoso Teatro Olimpico, declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad y uno de esos lugares en los que hay que intentar escuchar música al menos una vez en la vida. András Schiff (o, aquí, Andrea Barca) lo convierte cada año durante unos días de primavera en su segunda casa y podemos estar seguros de que en 2023 volverá a convocar aquí a sus amigos.
Babelia
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