El pianista zen
Todo lo que hace András Schiff tiene sentido, cada una de las notas que toca parece importante
Cuando András Schiff sale al escenario, cuando toca el piano, cuando saluda, cuando se aleja del instrumento, parece la encarnación misma de la máxima teresiana: nada le turba, nada le espanta. El húngaro, luego austriaco y, ahora, británico (Sir András Schiff) es un pianista único. Lo vemos aparecer con un andar pausado pero decidido y se diría rodeado de una aureola que lo mantiene recluido en un territorio inaccesible para los demás. Luego, se sienta al piano y no falla jamás una sola nota, a lo cual no hay que darle mayor mérito del que sin duda tiene, pero hay otros pianistas que, siendo capaces de idéntica proeza, nos dejan irremediablemente fríos o, peor aún, nos producen tedio.
Obras de Mendelssohn, Beethoven, Brahms y Bach.
András Schiff (piano).
Auditorio Nacional, 28 de noviembre.
Es imposible, en cambio, permanecer indiferente ante una interpretación de Schiff. Todo lo que hace tiene sentido, cada una de las notas que toca parece importante, cada pequeño detalle y el conjunto de la obra tal y como, sin duda, se encuentra preconfigurada en su cabeza revisten idéntica trascendencia. Es, asimismo, el menos aparatoso de los pianistas: ni un solo ademán innecesario, ni un decibelio de más, ni un amago de exageración en la multitud de parámetros que conforman una interpretación musical. Todo es moderado, ascético casi, pero no por ello menos intenso; todo se encuentra regido por una mente sin duda poderosa, aunque jamás podrían tildarse sus versiones de cerebrales; todo suena natural, como si solo pudiera tocarse cada obra de esa manera y no de ninguna otra, pero cualquiera que intente remedarla en casa comprobará la inmensa dificultad de plasmarla con sonidos reales.
Viéndolo tocar del modo en que lo hace, uno se pregunta si este hombre habrá experimentado alguna vez los sinsabores que lleva aparejado el estudio de cualquier partitura. Es tal la ausencia (quizá solo aparente) de esfuerzo que dimana de su actitud ante el piano que cuesta imaginarlo repitiendo una y otra vez un pasaje hasta que los dedos logran traducir sin errores las órdenes que les llegan del cerebro. Esa misma paz y equilibrio que transmite como ser humano encuentran luego sin dificultad su correlato musical. Schiff empieza cada día igual que lo hacía Chopin: tocando música de Bach, que el polaco llamaba su “pan cotidiano”. Lo extraordinario del programa que ha traído a Madrid es que todas sus obras confluían, de uno u otro modo, en el compositor alemán, situado inusual pero inteligentemente al final del concierto (y no al principio, como suele ser la norma): Bach como destino, no como origen.
Las credenciales bachianas de Mendelssohn se remontan a su propia familia, que tuvo conexión directa con hijos y discípulos del compositor. De su hermana Fanny dijeron al poco de nacer que había venido a mundo con “dedos de fuga de Bach” y Felix fue, entre otras muchas cosas, el encargado de desenterrar la Pasión según san Mateo en 1829. La primera noticia del niño Beethoven hacía referencia a que era capaz de tocar El clave bien temperado, calificado entonces de un “non plus ultra”, mientras que el Beethoven postrero se refugió en el contrapunto imitativo como simbólico cobijo que hizo las veces de regazo del compositor que más admiró. Brahms, en fin, fue un temprano suscriptor de la primera edición de las obras completas auspiciada por la Sociedad Bach: descubrir en ella en 1884, maravillado, la Cantata BWV 150, inédita hasta entonces, le llevó a componer el último movimiento de su Cuarta Sinfonía en forma de chacona.
En un ciclo (Grandes Intérpretes) en el que se programan con demasiada frecuencia las mismas obras, la elección de Schiff suponía un soplo de aire fresco. Primero, la Fantasía op. 28 de Mendelssohn, dedicada a Ignaz Moscheles, uno de los promotores y firmantes en la constitución de la Sociedad Bach en 1850. Tampoco suele oírse la Sonata op. 78 de Beethoven, casi una miniatura en dos movimientos de apariencia sencilla pero pródiga en audacias formales y armónicas que no le pasaron inadvertidas al pianista, que sin duda reparó también en las infrecuentes tonalidades de una y otra obra para formar este excepcional díptico: Fa sostenido menor y Fa sostenido mayor. Como cierre de la primera parte y arranque de la segunda, a modo de bisagra, Schiff tocó las Piezas para piano op. 76 y las Fantasías op. 116 de Brahms, plagadas de dislocaciones rítmicas y en las que supo encontrar también un despojamiento, una levedad y un intimismo mucho más acentuados de lo habitual. La séptima pieza de la primera colección y la quinta de la segunda marcaron quizá el punto más alto de este nuevo emparejamiento.
Pero lo mejor llegaría justo al final del viaje, con una versión de la Suite inglesa núm. 6 de Bach que reveló con mayor nitidez que nada de lo escuchado hasta entonces la inmensa talla pianística del húngaro, que sabe hacer suya con una naturalidad y perfección pasmosas una música con la que lleva conviviendo a diario desde hace décadas. Su Bach es transparente (¡qué mano izquierda!), hondo, ágil, sereno, luminoso. Andrea Barca (como le gusta transmutar a él mismo su nombre húngaro en la lengua de Dante) tocó fuera de programa el Concierto italiano de Bach, dos Canciones sin palabras de Mendelssohn (op. 19 núm. 1 y op. 67 núm. 4) y, como despedida, ante un público que expresaba con creciente entusiasmo su admiración ante semejante despliegue de maestría, humildad y serenidad zen, el aria de las Variaciones Goldberg, omega inevitable de un recital que habría merecido muchísimas menos butacas vacías, o ninguna, en el Auditorio Nacional.
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