Categoría y miseria
Hace unas décadas todo trayecto, antes de llegar a destino, era entretenido por señoras que te vendían bocadillos de atún en las estaciones pueblerinas
Era un tipo enorme, sobre los dos metros y 150 kilos. Recogió con exquisita delicadeza a un perrín blanco y negro que cabría en su mano, pero lo metió en una de esas jaulillas para viajes por entre cuyas aperturas suelen asomar los ojos cohibidos de la animalia. Se le veía al hombre conmovido, como pidiendo perdón, y no dejó de mirar al perro con verdadera compasión mientras arreglaba los papeles en el mostrador.
Luego lo vi sentado en la fila anterior a la mía. Apenas cabía en el espacio asquerosamente estrecho que ha dispuesto Iberia para mantener los sueldos de sus ejecutivos. Le sobraba media pierna, de modo que la azafata tenía que dar un golpe de cadera muy agradable para sortearla. El hombre estaba avergonzado e íntimamente contrito al pensar que quizás su mascota sufría la misma estrechez.
Íbamos como piojos en costura y me admiró la paciencia de los pasajeros y cómo se ayudaban los unos a los otros para poner bultos, mochilas o bolsas en los diminutos maleteros. Cada vez que mi compañero de asiento tenía que mover un brazo se veía en la obligación de pedir disculpas y los dos recomponíamos nuestras posiciones como muñecos mecánicos. Todo lo cual venía después de pasar más de tres cuartos de hora en la cola del check in de Iberia para que nos aceptaran, o no, los paquetes, bultos y mochilas. Un único punto para cientos de viajeros había dispuesto la dirección de Iberia.
El viaje en avión es ya un eficaz acarreo de ganado, la versión posmoderna del invento germano para transportar toneladas de humanos a donde no deberían ir. Yo recordaba aquel soberbio aparato, el Super Constellation de cuatro motores y tres colas, una de las criaturas más bellas producidas por el ingenio humano, y a los antiguos clientes de la aviación civil que parecían recién salidos de una película francesa al bajar la escalerilla con foulards de vivos colores al viento. Ahora éramos lo sobrante, el todo a cien, los que no habíamos podido encontrar en Sevilla un billete de AVE para Madrid. Y no había billete de AVE porque los ejecutivos de Renfe o de Aena, o de lo que sea, se cansan pronto y ya no ponen más vagones ni más trenes cuando consideran que su jornada laboral ha terminado.
Lo peor del viaje es ahora el viaje mismo. Hace unas décadas todo el trayecto, antes de llegar a destino, era entretenido por señoras que te vendían bocadillos de atún en las estaciones pueblerinas. Incluso en los aviones ofrecían unos refrescos con frutos secos un poco rancios, pero pletóricos de buena voluntad. ¿Cómo se ha ido hundiendo el viaje en esta sima oscura? ¿Cuál de las muchas codicias es la que nos ha reducido a la miseria? ¿O serán todas?
Nadie protestó, nadie se quejó, nadie consultó. Era seguro que cualquier reclamación podía provocar hirientes carcajadas. Y al llegar al aeropuerto salimos todos huyendo, algunos de modo atropellado porque no estaban seguros de alcanzar el enlace y corrían demudados y agresivos en busca de cualquier puerta.
Todo esto no se ve en la publicidad, en ella bellas mujeres uniformadas auxilian a atractivas madres con niño y jóvenes enérgicos empujan carritos con sonrientes tullidos. Suerte tenemos de que nuestro ministro de Consumo es comunista. Iberia debe de sugerirle los soñados años de Beria (Lavrenti).
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