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Miquel Barceló: cuando los libros cambian la vida definitivamente

El artista, que expone en la galería Elvira González, en Madrid, repasa sus gustos literarios y la influencia de grandes escritores en su obra

Jordi Gracia
Miquel Barceló, en la galería Elvira González.
Miquel Barceló, en la galería Elvira González.INMA FLORES (EL PAIS)

La luz blanca de la sala se rompe con el estallido de intensos fucsias, amarillos, rojos, verdes y azules de las pinturas que expone Miquel Barceló en la Galería Elvira González (Madrid, hasta el 28 de mayo), junto a cerámicas caprichosas, jarras, barros que ocupan una de las mesas: son “restos del naufragio”, dice, de un proceso de cocción y moldeado que a veces decide por su cuenta el resultado o el fracaso final. Posa para la fotógrafa, pero enseguida sale corriendo, Barceló siempre corre, y esta vez también, antes de sentarnos en el despacho de la galería para hablar de libros, de su escritura, de otros vicios compulsivos.

Entre los más arraigados está escribir sin querer escribir y, sobre todo, sin pretender ser escritor ni publicar lo que escribe entre viaje y viaje, en salas de espera, trayectos en Air France (para maldecir de los blancos como él mismo que viajan en primera a África en vuelos de Air France), disenterías arrasadoras que lo dejan incapaz de pintar pero no de escribir, y siempre a mano, en cuadernos que mezclan dibujos y textos, como cuando era niño.

Los cuadernos que conservaba su madre y conserva él ahora van llenos de textos y dibujos, dibujos y textos: hacía lo mismo que ha seguido haciendo de mayor. Ahora escribe en francés porque le da la distancia que no encuentra en catalán, donde la propensión a la obscenidad, al insulto o a la irreverencia harían inservibles esas páginas. Y además, “como no soy escritor, puedo escribir en la lengua que me dé la gana”, aunque su mallorquín nativo llenaría los cuadernos de la vitalidad escandalosa de la lengua de la calle, de insultos abruptos y del ímpetu de un muchacho de pueblo, nacido en Felanitx hace 65 años, nómada vocacional entre París, Mallorca y múltiples lugares de un África que ya no puede visitar con la asiduidad de antes.

De allí sale —de sus tierras, de sus animales, de su vegetación y su pulular humano— materia para una pintura que es segregación física, como cuando descubrió de niño mientras jugaba, siempre jugando, qué era la pintura. Dejar caer un salivazo sobre una hoja de papel cuché, soltar una gota de tinta china y empezar a soplar para crear formas “a partir de este accidente”: “Toda la vida la misma pulsión”, crear figuraciones con un pincel a partir de una mezcla ingobernable. Incluso pudo servir en algún momento para dedicarse a la “falsificación de billetes”: los colegas de aula admiraban la copia exacta del billete… por una sola cara. “Me angustiaba fer de soldat [hacer la mili] y tener que ganarme la vida”.

El francés que sigue usando para sus cuadernos lo aprendió en sus primeros viajes a Francia, en 1981. Hoy prefiere que los textos de sus catálogos —como el de esta misma exposición, Kiwayu— no estén encargados a expertos o “mercenarios”, ha preferido seleccionar unas estupendas páginas de sus diarios (traducidas del francés por Enrique Murillo) y un relato de un antiguo amigo, Paul Bowles. “Escrito en la época en que yo nací, o por ahí”: hacia 1957.

Barceló no pinta lo que lee, pero sin sus lecturas no pintaría como lo hace: la lectura omnívora es parte de la formación misma de la pintura, como lo es el buceo que practica en África y en Mallorca mañana y tarde, sin faltar, como un disciplinado pescador de imágenes subacuáticas. La genialidad de Barceló está hecha de desobediencia, espontaneidad y vida en bruto, curtida en los libros como materia prima. Por eso, cuando pinta en el taller, convencido y entregado, ha de asegurarse de “no perder el tiempo” con la escritura, y escribe aquí y allí “No escribir, no escribir”, para seguir pintando sin despistarse. Sin esa cultura letrada, anárquica y viscosa no hay pintura. La única vez que dio clases, en Bamako, en Malí, no preguntó a los muchachos qué habían pintado, sino qué habían leído: “Si no habéis leído nada, nunca seréis artistas”.

Sin que el chaval de 14 años hubiese leído a Kafka en La metamorfosis (en la edición de El Libro de Bolsillo de Alianza…), Barceló sería otro, y sería peor: “Descubrir a Kafka y a Rimbaud fue tan importante como descubrir a Miró y a Picasso”; como el descubrimiento a los 12 años de los relatos de Poe: “Modificó mi manera de estar en el mundo”. Con Kafka en un pueblo de Mallorca, empezó a ver “el mundo de otra manera para siempre”. Por eso encontró a su madre llorando el día en que de vuelta del colegio había ya leído ella también el libro, y descubrió así que el niño Miquel había dejado de ser niño.

Algunos de sus juicios son igual de rápidos y categóricos: los diarios de Adolfo Bioy Casares, titulados Borges, son “una obra maestra” a la que se le ha hecho poco caso incomprensiblemente. Se puede coger “por cualquier sitio en cualquier momento”, porque el chispazo de la inteligencia y la maldad (de Borges, sobre todo, “muy cabrón y muy incorrecto”) están asegurados, un “libro de cabecera” y un “gran libro de nuestro tiempo”. Para hacer memoria de otras lecturas recientes, Barceló abre el móvil y desliza con el dedo portadas y portadas de libros leídos en papel cuando está en Europa y en el móvil cuando está en África, hasta que aparecen los títulos que busca de Claudio Rodríguez, de Gil de Biedma, pero también Ida Vitale, el Kavafis de toda la vida, César Aira más recientemente, junto a Piedad Bonnett, o Ishiguro, aunque ha vuelto también a los clásicos absolutos y ha releído todo Proust, incluidas las nuevas biografías y las revelaciones de la criada, como acaba de leer a fondo a Sciascia, otra viejísima devoción.

Chirbes

A veces parece que dedique más tiempo a leer y escribir que a pintar —”nooooo: la pintura es muy exigente”—, aunque sea interminable la lista de libros nuevos y viejos que han pasado por sus manos, incluidos diarios de escritor leídos con afición de experto: los de Chirbes “están muy bien”, lee todo lo que publica Iñaki Uriarte, e incluso aspira a reconocerlo en cualquier calle (“no lo conozco, pero casi como si lo conociera”); de hecho, le gustaron “hasta los de Marsé” porque “es como yo: no hace otra cosa que nadar y escribir”, en su caso nadar y pintar en Kiwayu. Miquel Bauçà, “es muy friki, muy friki”, y Gabriel Ferrater, “cojonudo” en su curso de literatura catalana, aunque el origen de todo está en Pla y El quadern gris, y en la tradición de Chauteaubriand y Stendhal porque stendhaliana es su forma de estar en el mundo. Y ahí sigue también releyendo a Pessoa y sus heterónimos, el Libro del desasosiego, pero también los heterónimos Álvaro de Campos y Alberto Caeiro.

Por Pessoa se fue con Mariscal a Lisboa a pintar en los ochenta, un poco antes de saberse personaje de un libro de su “mejor amigo” durante un tiempo, Hervé Guivert, muerto de sida en 1991 mientras Barceló pintaba su agonía (“tener un amigo que sabes que se va a morir es jodido”). En El pintor del sombrero rojo, un personaje del libro es Barceló hecho de ficción sin apenas ficción, “vivo en Corfú, en Burkina Faso y Nueva York, pero soy yo, un poco cambiado”. Barceló sigue siendo ese muchacho con las manos en el barro, en los pinceles y las brochas, los lienzos, las cerámicas y también sus cuadernos. “La literatura no es más que el uso correcto del lenguaje”, lee en voz alta en la página 71 del catálogo de Kiwayu. La frase es de Evelyn Waugh, la lee hasta tres veces, pero ni se la cree él ni me la creo yo. Le pregunto que dónde está ahí el “sereno salvaje” de su pintura, según se llamó alguna vez, y el demarre lo delata: “Cada uno decide lo que es correcto, claro”. Por eso asegura que “las cosas importantes” no las cuenta en los diarios.

La lectura compulsiva ha dejado de ser el hábito que fue. Tras el estropicio de una expareja —que organizó los libros de la biblioteca por formatos…—, no conseguía encontrar nada, leía al azar y a veces compraba de nuevo libros que ya tenía, pero no localizaba. Hoy el orden ha vuelto a la ley alfabética: “Me gusta el orden, pero no soy capaz de ponerlo yo”. De golpe deja de resistirse y reconoce que sí, que la escritura puede ser un instrumento de orden: “Me aclaro y me ordeno en el desorden”, y quizá por eso tiene “muy mala relación con la autoridad”; tampoco obedecer se le da demasiado bien y casi siempre “la dispersión” es su forma natural de actuar. En la pintura poco a poco el palimpsesto va ganando sentido, pero en la escritura no, que es pura dispersión o pura “digresión”. Cuando le digo que yo sí me tomo en serio lo que escribe, salta por la borda: “¿Qué me queréis proponer, que haga de reportero por el mundo?”. Hecho.

La ilustración para las Cartas a la directora de EL PAÍS

De inmediato Barceló accedió a dibujar y pintar pruebas cuando le propusimos ilustrar las Cartas a la directora en la edición de papel de EL PAÍS. Queríamos situar la sección en las mismas páginas de los editoriales y la mancheta, y queríamos también que el lector identificase su propio lugar a través de una ilustración. Mandó hasta dos docenas de pruebas, todas vivaces e interactivas, figuras de un solo trazo feliz que hablaban entre ellas y hablaban al espectador. Al final, optamos por la que ilustra desde hace meses la sección. Fue el mismo Barceló quien sugirió ir cambiándolas con el tiempo. Podría pasar cualquier día. Estas son algunas de las muestras descartadas.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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