“¡Dale caña, Torete!”: lo que escondía el grito de guerra de los ‘perros callejeros’
Una biografía de Ángel Fernández Franco, alias ‘El Torete’, denuncia la explotación del director José Antonio de la Loma sobre uno de los rostros más taquilleros del cine quinqui
El Torete odiaba su apodo. Ángel Fernández Franco, el chaval real detrás del mote que se inventó el director José Antonio de la Loma, ni iba por ahí gritando “¡Por mi libertad!” ni sonreía cómplice cuando los imitadores que lucían su mismo peinado y cazadora Lois se le acercaban para presumir de que ellos también se agenciaban Citroën Palas y los ponían a dos ruedas como él hacía en Perros callejeros (1977). Le horrorizaba haberse convertido en ese ejemplo. “Nunca tuvo alma de delincuente”, escribiría su amigo El Vaquilla sobre un joven que jamás cometió un delito de sangre en un historial policial. Una biografía pone ahora el foco en la vida de Fernández Franco y en la explotación comercial del lumpen de aquella época. El andamiaje del libro se sostiene sobre 300 horas de grabación con los familiares y conocidos del intérprete. Entre ellos, sus hermanos, policías que lo arrestaron y hasta lloraron en su entierro, enfermeras que le curaron balazos o compañeros de delincuencia y juegos en la calle.
La trilogía cinematográfica que protagonizó El Torete, centrada en la supervivencia y desparpajo de un ladrón juvenil del extrarradio de los setenta y cuya primera entrega fue la segunda película española más taquillera del año, con dos millones de espectadores y una recaudación de 168 millones de pesetas, había convertido a este barcelonés del barrio chabolista del Campo de la Bota en uno de los rostros que más rédito dio dentro del cine quinqui español. Se podría decir que, desde el lado más puramente comercial, El Torete abrió la veda a otros rostros que también popularizarían Eloy de la Iglesia con Navajeros (1980), Colegas (1982) y El Pico (1983), o Carlos Saura con Deprisa Deprisa (Oso de Oro en Berlín en 1981).
El cine quinqui, con los particulares sesgos artísticos que aplicó cada cineasta, quiso reflejar el desencanto de los jóvenes marginados en la periferia de las ciudades. Chavales que se sentían olvidados, una generación perdida que, sumida en el fracaso escolar, se dio a la heroína y al hedonismo, a la violencia y a la delincuencia como vía de escape a la incertidumbre. Una hornada maldita de actores carismáticos y fascinantes condenada a desaparecer: como pasó con el actor José Luis Manzano (muerto a los 29 años por sobredosis), José Antonio Valdelomar (muerto a los 31) o la actriz Sonia Martínez (muerta a los 30).
Fernández Franco, tras acumular 100 detenciones y rehacer su vida en Murcia con su mujer, falleció a los 31 por complicaciones por el VIH que contrajo por consumo de heroína. El periodista Marco Antonio López Vilaplana, autor de ¡Dale caña, Torete! Vida de Angel Fernández Franco, explica: “Ángel Fernández Franco no solo fue un delincuente juvenil que se hizo famoso por salir en películas y morir de sida. También fue un chico al que no le dejaron crecer intelectualmente, un futbolista que llegó a Segunda División B, precursor de la rumba callejera barcelonesa que firmó un contrato como cantante y letrista con EMI. Pero lo que ha quedado es esa visión de que José Antonio de la Loma lo sacó de la calle y le salvó la vida. No fue así para nada”.
Hijo de una limpiadora y de un transportista, una pareja de Nerja (Málaga) que emigró a Barcelona y escaló del chabolismo de la Bota —el espacio que ocupa hoy el Fòrum barcelonés— a los pisos de protección oficial en el Besós, a diferencia de su personaje, Fernández Franco no creció en una familia desestructurada. La suya, con seis hermanos más, permaneció unida hasta el final. En la frontera entre la violencia que se vivía en los últimos años del franquismo y la que llegó con la invasión de la heroína a inicios de los ochenta, El Torete siempre vivió marcado por su influencia: la primera vez que lo disparó la Guardia Civil tenía 12 años y su primera detención llegó a los 15. “Es la historia de la explotación de un chico prodigio en manos de un director sin escrúpulos”, explica el periodista, que asegura haber accedido a su contrato por Perros Callejeros 2, donde se estipulaba que no recibiría ni una peseta de más si tenía problemas con la justicia. “Era una cláusula trampa, el mismo De la Loma lo había sacado de la cárcel para poder rodar la segunda parte. Sabían que nunca la cumpliría”, apunta.
“Deberíamos preguntarnos quién salvó a quién con Perros callejeros. De la Loma ganó muchísimo dinero con aquellas películas porque El Torete llenaba los cines por ser un bandidito: era malo, pero no demasiado malo. Y era guapo, con carisma”, destaca, asegurando que su descubridor, que falleció en abril de 2004 a los 80 años, no acudió al entierro del joven en Montjuic ni mandó una nota de condolencias a la familia.
Las mujeres de El Torete: “Tetas y culos”
“Sería mucho mejor que nunca hubiese existido el cine quinqui”, reflexiona Juan Vicente Córdoba. “Si no se hubiesen rodado aquellas películas significaría que no hubiesen existido aquellas problemáticas, porque los que crecimos en las barriadas estuvimos abandonados por todo organismo”, rememora el cineasta nacido y criado en Vallecas, director de Quinqui Stars, la película que estrenó en 2018, frontera entre el documental creativo y la ficción, que trazaba paralelismos y avances entre el retrato de la periferia que hacía el cine quinqui y los jóvenes de barrio de hoy, una generación que ha puesto sobre la mesa las reivindicaciones y espacio de las mujeres de barrio.
Córdoba visitó Barcelona hace unos días para presentar su película en una sesión doble en la Filmoteca junto a Perros callejeros. Una de las críticas en su película, en la que participa la comunicadora feminista Montse Santolino y donde cobran protagonismo figuras como Bea Pelea o el grupo de rap femenino IRA, es la masculinidad imperante de aquel cine. “A excepción de dos películas como Colegas (con el aborto de Rosario) y el personaje de Ángela de Deprisa Deprisa, el resto de las películas invisibilizaban o estereotipaban a la mujer”, recuerda Córdoba. Y Santolino, que destaca esos mismos referentes aislados para decir que algunas mujeres “sí eran activas en ese cine”, añade la influencia del destape: “Las mujeres respondían al rol comercial de la época: tetas y culos. Era lo que tocaba y era lo que había”. Quizá por eso fueron ellos los únicos legitimados para hacerse con su grito de guerra, aquel que han voceado desde Loquillo en sus giras a El Coleta en sus letras: “¡Dale caña, Torete!”.
Babelia
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