Carlos Álvarez: las piezas de un sumario
El poeta, comprometido con su obra y con su actitud cívica, falleció en la mañana del pasado domingo a los 88 años de edad
Cuando, el 20 de noviembre de 1975, muere Franco, el poeta Carlos Álvarez, a poco más de un mes de cumplir los 42 años de edad, estaba en la cárcel de Carabanchel con una condena de cuatro años y dos meses por solidarizarse con los presos políticos del proceso 1001. El poeta, nacido en Jerez de la Frontera en 1933, falleció en la mañana del pasado 27 de febrero. Militante del PCE desde los años en que ese partido optó por la política de reconciliación nacional a finales de los cincuenta, formó parte del colectivo de escritores que, durante largos años, venía comprometiéndose, con su obra y con su actitud cívica, en la lucha democrática y, generacionalmente, podría ser considerado como un miembro tardío de la Generación del medio siglo. Hasta hace muy poco tiempo se mantenía activo aunque casi oculto por un ecosistema poético que solo muy parcialmente reconoció la calidad y hondura de su obra, una obra compuesta de 15 libros, entre ellos varias antologías y una edición, de la mano del poeta y ensayista José Luis Esparcia, de su obra completa en 2016.
De su compromiso en tiempos difíciles hablan a las claras dos hechos: pese a que sus primeros poemas están fechados en 1958, su primer libro publicado en España data de 1969, y vivió una reiterada experiencia carcelaria en Cáceres y en Madrid por su implicación en la oposición clandestina al franquismo. Ese libro, Escrito en las paredes, de 1963, apareció originariamente en danés, editado en Copenhague gracias al premio Lovemanken que los poetas de Dinamarca le concedieron, mientras estaba preso. El libro se publicó en castellano cuatro años más tarde, en 1967, en París, con un título complementario: Papeles encontrados por un preso, adición compuesta de poemas escritos en la cárcel. Y en 1969, la mítica colección El Bardo, dirigida por José Batlló, acogió el primer libro que Álvarez publicó en España, Estos que ahora son poemas. Eran tiempos de poesía social, la estela de Blas de Otero, Ángela Figuera y Gabriel Celaya marcaba la pauta y Carlos Álvarez escribía en esa estela con una sabia combinación de lecturas que venían del barroco (Quevedo y Lope sobre todo), denuncia social y acercamiento a la cotidianidad y a la experiencia que cultivaban los poetas más directos del 50 (Ángel González y José Agustín Goytisolo especialmente). Sus libros posteriores, Estos que ahora son poemas (1969) Tiempo de siega y otras yerbas (1970), Eclipse de mar (1973) y Versos de un tiempo sombrío (1976) prolongaron una estética testimonial y resistencialista, muy marcada por la coyuntura y muy explícita y directa en el alegato político.
Esa vía se atempera a mediados de los setenta, cuando Carlos Álvarez, sin reducir un ápice su aliento testimonial, decide adentrarse en el misterio, reforzar su preocupación por el lenguaje e incorporar complejidad y empeño estético a su poesía. Es en esa etapa cuando se desprende de servidumbres que venían del tiempo dictatorial y decide investigar. En esa época, que se extiende hasta mediados de los noventa, destacan dos libros radicalmente originales y perturbadores que yo no dudaría en situar entre los mejores de la segunda mitad del siglo XX. Me refiero a Aullido de licántropo, editado por Ocnos en 1975, otra mítica colección en cuyo comité de dirección convivían Gil de Biedma y Julián Marcos o Manuel Vázquez Montalbán, y reeditado en 1980 y en 2014, y a La campana y el martillo pagan al caballo blanco, de 1977. La identidad, el trasfondo de la confrontación a vida o muerte entre seres humanos que caracterizó el siglo XX (y que se prolonga en el XXI, solo hay que proyectar la mirada en Ucrania), la función de la poesía como iluminadora de las zonas ocultas de la conciencia y como espacio donde realidad y misterio, junto a la experiencia cultural, se interrelacionan.
Su último libro, Memoria del malentendido (1993), cerró su periodo de mayor creatividad. Los poemas del Bardo (1977), Reflejos en el Iowa River (1983) y Entre el terror y la nada (1989) son títulos que demuestran la complejidad de una obra que nunca dejó de estar atento a la realidad política y social de nuestro país. Rosa León, Aguaviva, Adolfo Celdrán, Elisa Serna o Luis Pastor han musicado y cantado algunos de sus poemas. Curiosamente, al calor de recitales de este último, jóvenes nacidos después de 1980 disfrutan y entonan los versos de Carlos Álvarez en poemas de sus primeros libros desconociéndolo todo de su autor, ese poeta que jamás dejó de lado su condición de republicano y al que el mundo literario, la propia democracia, le deben reconocimiento. No solo cívico. Creo que, sobre todo, literario: poético. Porque Carlos Álvarez siempre se consideró, por encima de toda coyuntura, poeta. El título de uno de sus libros de los años difíciles es el comienzo de un poema memorable: “Estos que ahora son poemas / serán mañana piezas de un sumario”, escribió. El principal sumario, a estas alturas del nuevo siglo, es la obra que nos deja.
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