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OPINIÓN
Columna
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Mendigando para Madonna

La autobiografía de Seymour Stein muestra el lado oscuro de la industria musical, incluso en sus momentos de mayor prosperidad

Diego A. Manrique
Seymour Stein, entre David Byrne y Madonna, en una imagen sin fechar.
Seymour Stein, entre David Byrne y Madonna, en una imagen sin fechar.

Si han leído algunas de las centenares de biografías de superestrellas publicadas en lo que llevamos de siglo, seguramente habrán detectado un hueco inmenso: rara vez se habla del negocio discográfico, sus trucos y mentiras. Solo cuando aparece alguien con un rencor de dimensiones bíblicas, como John Fogerty, surge una carga de profundidad (Fortunate Son, hay traducción española) que nos hace pensar en que aquello se parece más al gansterismo que a una rama de la industria cultural.

Se entiende la escasez de tales testimonios: a nadie le gusta reconocerse como pardillo. Por el contrario, uno imaginaba que los disqueros, managers o productores tendrían la lengua muy suelta. Y no: prefieren la automitificación, el arreglo de cuentas, el Qué Grande Es El Mundo del Espectáculo. Una bendita excepción es Siren Song, de Seymour Stein (editorial St. Martin’s Press).

Es muy posible que el nombre no les diga mucho, pero sí sus artistas. Fue pionero en fichar grupos amamantados en el CBGB neoyorquino, cuando los grandes sellos huían ante todo lo que sonara a punk. Así se hizo con los servicios de The Ramones, Talking Heads, Richard Hell & the Voidoids, Dead Boys. Recurrió luego a la más rutilante etiqueta de new wave para vender propuestas británicas que Estados Unidos inicialmente no entendía: Depeche Mode, Echo & the Bunnymen, Soft Cell, The Smiths, The Cure, The Pretenders. No siempre funcionó: tras el primer entusiasmo, muchos de aquellos grupos se negaron a “picar piedra”, es decir, a girar sin parar.

Portada del libro 'Siren Song', de Seymour Stein.
Portada del libro 'Siren Song', de Seymour Stein.

Conviene mencionar que Stein tenía alma de disquero independiente, pero entendió que necesitaba la distribución, el músculo promocional, los presupuestos de las grandes compañías. Y pactó con la mayor de todas: Warner. Que entonces se hacía llamar WEA, iniciales de sus sellos más relevantes: Warner Bros, Elektra, Atlantic. Todos competían entre sí, moderados por Mo Ostin, un Don Corleone que repartía recursos y exigía réditos inmediatos; cara al público, usaba la máscara del directivo benevolente que defendía a muerte a sus artistas.

Sire era uno de los hermanos pequeños y su hiperactividad incluso molestaba; su acuerdo con WEA sugería una joint venture. Pero, cuando Sire ya iba a toda máquina, se invocó una cláusula farragosa que obligaba a Stein a vender su mitad de la compañía a un precio grotesco, determinado por los contables de WEA. De copropietario pasaba a ejecutivo bien pagado, aunque con las alas cortadas.

Lo comprobó cuando quiso contratar a una chica efervescente del downtown de Manhattan, Madonna Louise Ciccone. Mo Ostin no seguía la actualidad musical, pero algo había oído sobre que “la disco music ha muerto”. Se negó a asignar presupuesto a “esa tal Madonna”. Stein aprovechó entonces las intrigas palaciegas en WEA. Habló con Nesuhi Ertegun, uno de los fundadores de Atlantic, entonces a cargo del departamento de ventas internacionales. Ertegun entendió que aquello funcionaría bien en las pistas europeas y aceptó poner el dinero justo para producir los primeros maxisingles de Madonna.

Seymour Stein, con su esposa, Iggy Pop, a la derecha y Ramones.
Seymour Stein, con su esposa, Iggy Pop, a la derecha y Ramones.

Las intuiciones de Stein y Ertegun resultaron acertadas. Pero WEA siguió racaneando con Madonna. Para su segundo álbum pidió un productor de primera: Nile Rodgers. Un músico caro que inmediatamente vio el potencial comercial de la Ciccone. WEA estaba dispuesta a pagar un 3% de regalías al productor. Que respondió con una oferta irresistible: “Os cobraré un 2% hasta que las ventas alcancen los dos millones de copias; a partir de esa cifra, pasaré a cobrar un 6% y de modo retroactivo”.

Dado que los hombres de WEA solo veían en Madonna un fenómeno de temporada, firmaron lo que veían como un chollo. Lo que finalmente se titularía Like a Virgin, despegó como un cohete en medio mundo. Cuando llegó la hora de la primera liquidación, los contables de WEA comprobaron que, sí o sí, debían pagar un 6% sobre los muchos millones de copias despachadas. Llamaron a Seymour Stein para exponer su plan. La solución pasaba por quitar esos millones a la propia Madonna: “Ya sabes, contabilidad creativa, gastos no previstos, lo habitual”.

Stein se negó: nunca, recalcó, nunca había robado a uno de sus artistas. Y tuvo el placer de asistir al espectáculo del feroz abogado de Madonna demoliendo las pobres excusas de Mo Ostin y sus cuatreros. Ostin fue despedido unos meses después. Y nadie de Warner volvió a pensar, simplemente pensar, en engañar a Madonna.

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