Verónica Forqué, más autora que actriz
El cine estadounidense o el francés han reivindicado a sus grandes intérpretes como autores. La actriz, que supo hacerse un nido dentro de cada proyecto, es el mejor ejemplo de ese fenómeno en el cine español
¿Son los intérpretes tan autores de una película como sus directores? La tesis es del crítico Luc Moullet, quien en su libro Política de los actores, publicado por Cahiers du Cinéma en 1993 (y traducido este año por Athenaica), extendió la definición del cineasta como autor, divulgada por la revista francesa a partir de los cincuenta, a quienes se ponían delante de la cámara. Lo demostró con los ejemplos de John Wayne, Gary Cooper, Cary Grant y Fred Astaire: su mera presencia en cualquier película daba un sello único e intransferible al resultado que sobrepasaba lo que pudiera hacer el mejor realizador. Unos años antes, el crítico James Monaco había escrito en su ensayo American Cinema Now (1981) que Robert De Niro podía ser considerado “el mayor cineasta estadounidense de los setenta”. Del mismo modo, Quentin Tarantino definió en 2016 a Catherine Deneuve como “la mayor cineasta europea”, poco después de que el director Arnaud Desplechin la calificara en un libro de entrevistas como más autora que actriz. En sus últimos años de vida, Claude Chabrol decía algo similar sobre Isabelle Huppert. “Hay pocos autores capaces de construir su obra en el interior de las obras de los demás. Ella es una de las excepciones. Todas las películas donde ha aparecido son suyas”, afirmó en un encuentro en la Cinemateca Francesa, allá por 2006.
Dentro del cine español, estas tesis han abundado menos, tal vez por rechazo a la pomposidad teórica de la crítica francesa o por resistencia a intelectualizar un arte que, en muchos casos, se sigue viendo como un mero entretenimento. Pero cuesta negar ese estatus autoral a un buen puñado de actores. O, aún mejor, de actrices. En el cine del periodo democrático, saltan a la vista los nombres de Carmen Maura y Verónica Forqué. Desde los ochenta, ambas trascendieron sus papeles y tejieron un hilo conductor que recorre la totalidad de sus filmografías. Forqué supo construirse un nido dentro de cada proyecto ajeno. Se adueñó de cada película con la modestia del comediante —nunca con la petulancia de la estrella— y dejó una marca propia en su interior. Huppert suele decir que todos sus personajes la tienen en común a ella, con todo lo que eso comporta: la altivez burguesa, el hermético sigilo que tan bien definen el carácter francés. Salvando las distancias, lo mismo sucedía con Forqué: interpretaba infinitas variaciones de sí misma, se llamara Silvia, Ana, Chusa, Eva, Gloria, Pepa o Kika, nombres que también tienen algo de retrato sociológico. Ni siquiera en el último caso se fundió totalmente en el sistema almodovariano y mantuvo un espacio autónomo, dotado de vida propia, como sucedía siempre.
Pese a su gran reconocimiento, la vinculación al género cómico, forzada por su voz de pito y su eterno gesto de pizpireta, no siempre jugó a su favor. En la última etapa, el cine español no supo sacar partido a lo que la hacía cada vez más singular: el rictus trágico que escondía su sonrisa perpleja, la melancolía en el fondo de su mirada acuosa, la luz fría de un rostro cada vez más extraterrestre. Los actores que llevan a un autor en su fuero interno tienen en común el poder inaudito de iluminar cada escena. Imaginar sus películas sin ellos suele terminar con una conclusión inalterable: serían distintas y serían peores. “Desprende una fuerza vital capaz de despertar a los muertos”, escribió Le Monde sobre Forqué cuando Kika se estrenó en Francia. Lo inconcebible es que haya cambiado de bando.
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