El otoño del todos contra todos en la cultura alemana
La salida del reputado director Christian Thielemann de la Orquesta Estatal de Dresde destapa una lucha de poder en las instituciones culturales del país. No es la única polémica de estos días
La canción alemana tradicional lo describe como “un muchacho de traje colorido que salta y se regocija”, pero el otoño no está siendo precisamente una fuente de regocijo para personas como Christian Thielemann (Berlín, 62 años), que no continuará al frente de la Orquesta Estatal de Dresde tras el vencimiento de su contrato. Thielemann, quien combina su labor en Dresde con la dirección del Festival de Bayreuth y la del Festival de Pascua de Salzburgo, es considerado el director de orquesta más talentoso de su generación y uno de los más importantes en su ámbito tras Wilhelm Furtwängler y Herbert von Karajan, de quien fue asistente al comienzo de su carrera; pese a ello, su puesto ha sido otorgado por las autoridades del Estado de Sajonia a la dramaturga y directora artística Nora Schmid (Berna, 41 años), en un gesto que un sector de la prensa ha interpretado como una concesión a la demanda de paridad de género en los puestos más visibles de la industria cultural y a las exigencias del público no especializado.
No es la primera vez que Thielemann tiene problemas con sus empleadores: el anuncio de que no seguirá al frente de la Orquesta Estatal llega poco después de que criticase las medidas sanitarias en Sajonia (”parece que el virus es menos contagioso en Berlín y en Viena que en Dresde”, declaró al Frankfurter Allgemeine Zeitung) y recuerda episodios anteriores como su desvinculación de la Filarmónica de Múnich y el fin de su actividad al frente de la Ópera de Berlín. Por su parte, Nora Schmid, quien ya ocupó puestos directivos en la Ópera de Dresde y en la actualidad dirige la Ópera de Graz, no es cuestionada en modo alguno por la prensa.
El problema, en palabras de Gerald Mertens, director general de la Asociación Alemana de Orquestas, no son ni Thielemann ni Schmid, sino el hecho de que “hoy en día, para ser director, hay que tener más cualificaciones que la de ser bueno dirigiendo”. Como escribió Reinhard J. Brembeck en el Süddeutsche Zeitung, se requiere “trabajar con los jóvenes, un repertorio amplio, diversidad de enfoques estéticos, apertura cultural y política, identificación con la ciudad y la orquesta, contacto con el público y compromiso en asuntos sociales y medioambientales”. Simon Rattle sería, en su opinión, el mejor ejemplo del tipo de director de orquesta que es además un buen comunicador y un magnífico relaciones públicas y mantiene un buen perfil público en términos de mercadotecnia; la Ópera Metropolitana de Nueva York, que en abril de 2020 comenzó a transmitir sus conciertos en streaming, sería el del futuro de las grandes salas de conciertos.
“¿Por qué este director de orquesta se mete en problemas en todas partes?”, se preguntaban en el Neue Zürcher Zeitung unos días atrás. La respuesta a su pregunta está en la demanda de ejemplaridad que el público realiza cada vez con mayor insistencia a artistas e instituciones culturales de todo tipo en una confusión deliberada entre las vidas privadas de los creadores y la calidad de su trabajo y entre ese trabajo y la reputación de las instituciones que lo acogen. Se trata de una confusión que solo es posible gracias a que quienes exigen ejemplaridad no deben poner nunca la suya a prueba, pero, en cualquier caso, el error de Thielemann es ser solo un excelente intérprete (”un genio” es la expresión más utilizada por sus seguidores) en un momento histórico en que algunos exigen que los genios demuestren ser, además, buenas personas.
Qué hacer con quien, por una razón o por otra, rechaza los valores y las ideas de la mayoría es un problema fundamental de las democracias europeas y Alemania, quizás el país de la región más preparado para hacerlo gracias a su reelaboración activa del pasado trágico con el propósito de no repetirlo, tampoco es ajena a las contradicciones. Un ejemplo de ello es el escándalo que suscitó recientemente la presencia de varias editoriales de extrema derecha en la Feria del Libro de Fráncfort, que los responsables de la feria no impidieron para evitar un proceso legal de resultado incierto y por la publicidad que este hubiera supuesto para esas editoriales.
La feria se escudó en el ejercicio de la libertad de expresión, pero tal vez no resulte del todo apropiado garantizar esa libertad a quienes la ponen en cuestión, de la misma forma en que no parece adecuado (o sí, el asunto es debatible) aceptar como parte del juego democrático a fuerzas políticas cuya promesa a su electorado consiste en eliminar ese juego, en destruir la democracia. Como declaró la política alemana Aminata Touré en relación con la presencia de este tipo de editoriales en la Feria de Fráncfort a partir de 2007, “el recurso a la libertad de expresión desde posiciones de derecha es enormemente problemática. Llevamos años teniendo estos debates, y aquí hablamos específicamente de editores que desprecian a otras personas. Si se quiere tolerar eso en nombre de la diversidad de opiniones, tenemos un problema. Hablo de la dignidad humana, que es inviolable. Es precisamente este principio el que la extrema derecha ataca”.
No es un asunto fácil, pero tal vez la solución esté a la mano, al menos en lo que hace a Fráncfort, como insinuó hace unos días cierto escritor alemán, quien propuso que en la próxima edición de la feria las casetas de las editoriales de extrema derecha se instalen junto a los baños en tácita pero evidente calificación del contenido de sus libros. Mientras tanto, este otoño alemán (en el que las negociaciones para la conformación del nuevo gobierno avanzan con exasperante lentitud, la industria automotriz rechaza la estrategia europea contra el cambio climático, el país transita la cuarta ola del coronavirus y un importante y radicalizado movimiento iliberal toma las calles) sigue sin parecerse al alegre muchacho de la canción tradicional, pero sí a la de ese título que la banda de rock duro Böhse Onkelz publicó en 1994 en respuesta a los incidentes racistas en Rostock-Lichtenhagen de 1992: “Veo a todos contra todos, / uno contra el otro”.
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