Dani Martín reverdece los viejos tiempos (aun no siendo nada seguro que volverán)
El eterno ‘peter pan’ del pop español saca petróleo de su revisión de El Canto del Loco, con 75.000 entradas vendidas para el WiZink Center madrileño
Ha pasado tanto tiempo de todo que ya se nos ha hecho mayor hasta Dani Martín. Antes era el chico tierno con la mirada de malote que viralizaba los suspiros y desmayos cuando aún no sabíamos qué demonios significaba trending topic. Ahora transita por los 44 años con el propósito manifiesto de erigirse en protagonista de uno de sus propios clásicos: Peter Pan. Por eso se ha dado el gustazo de regrabar en nombre propio un álbum completo con clásicos de El Canto del Loco, No, no vuelve, y hermanarlo con una gira, Qué caro es el tiempo, en la que el repertorio con la etiqueta de su antigua banda gana al solista por una goleada que ya quisiera su Atleti en la Champions.
¿Legítimo? Sin duda. ¿Efectivo? En grado sumo. Llámenlo nostalgia, hambre de pabellones sin aforos restringidos o ansias de conciertos en los que se sucedan exitazo tras exitazo, sin largos paréntesis para ese repertorio de estreno que aún no han metabolizado ni los seguidores más recalcitrantes. El resultado es un triunfo apoteósico, al menos en lo cuantificable. El “hijo de Manolo y Carmen” –como se presenta, modosito, en las redes sociales– llenaba este sábado el segundo de sus WiZink consecutivos, y aún le quedan otros tres (18, 19 y 29 de diciembre) para los que no queda una triste entrada. En total, 75.000 almas. Chupaos esa, Tangana, Izal, Vetusta Morla. Anoche fueron 15.000, distribuidos entre pista (de pie) y grada. Todos con mascarilla.
Hay cientos de miles de chavalas y chavales que se aplicaron las canciones de El Canto como perfume de las primeras citas y hoy confían aún en sus propiedades para disimular las patas de gallo
Sospechamos que Martín ya ejercía de nostálgico y sentimental cuando aún no le salían ni cuatro pelos en la barba, así que a día de hoy puede ponérsenos fácil de lágrima al menor descuido. Su cancionero de los años mozos es párvulo pero efectivo, con la ventaja de que ahora lo canta razonablemente mejor. Los pecadillos de juventud incluyen patadas a la gramática de dimensiones nachocanistas (“Quiero sentirte muy cerca mío”), incursiones en la poética de la era BUP (Qué bonita la vida) o traumas tan insoportables como la elección de unas zapas erróneas para el garito de los colegas. Pero su encanto generacional parece difícil de discutir. Hay cientos de miles de chavalas y chavales que se aplicaron las canciones de El Canto como perfume de las primeras citas y hoy confían aún en sus propiedades para disimular las patas de gallo.
A eso debe referirse Martín con lo de “yo tuve una banda que ahora es vuestra”, la idea central en No, No Vuelve, esa canción autorreferencial (y autocomplaciente) con la que protagonizó un hábil quesisí quesinó en las redes a cuenta del rumoreado y luego desmentido regreso de su grupo primigenio. En realidad, sus acompañantes instrumentales del momento actual son mucho más sólidos de lo que nunca fueron sus locos primigenios. Y tampoco tendría mucho sentido reeditar “aquel discurso adolescente”, en confesión de parte, si todos vamos haciéndonos mayorcitos (a Dani le encantan los diminutivos). Pero toda elemental comprobación empírica revalida una noche más el favoritismo hacia cualquier título de los años locos frente a los firmados con nombre y apellido. Incluso aunque estos incluyan alguno bastante notable (Que se mueran de envidia), un par de razonables incursiones en el rock latino (La mentira, Los huesos) o la soberbia Avioncito de papel, que le sirve al madrileño para escenificar un mano a mano muy alentador con Cris Méndez, muchacha jovencísima y de atractiva voz áspera.
Solo Cero, en puridad, iguala en aclamación y éxtasis a los himnos de barrio y posadolescencia, a los tiempos en que Dani aspiraba a ser un líder de Los Ronaldos con ojos azules. Para reverdecer aquellos laureles ni siquiera ha de esforzarse con las puestas al día que supuestamente han experimentado sus clásicos desde la óptica de la mediana edad. La reinvención solo es nítida con La suerte de mi vida, que ahora acontece con escueto acompañamiento de guitarra y bajo durante sus cuatro quintas partes, por aquello de imprimirle más solemnidad. Y con Peter Pan, que sigue siendo un gran tema con ese envoltorio de teclados y melotrón que le otorga un aspecto más etéreo y adulto, incluso salpimentado con alguna audacia armónica.
Detalles menores. Durante casi dos horas, la gran baza de Dani es su trémula y añeja colección de retratos púberes, tatús para presumir, ensoñaciones de extrarradio y tardes de anhelos, alianzas fraternales, felicidades que creíamos imperecederas. Sus recuerdos son los mismos de quienes han crecido con él y van asumiendo que nada volverá a ser como antes, y menos ahora que estamos repasándonos el alfabeto griego a toda pastilla y corremos el riesgo de quedarnos sin letras. La nostalgia siempre es tentadora, pero en el momento actual parece hasta justificada. Y Martín ha sabido rentabilizar el valor de aquellas viejas sonrisas cándidas, aunque cada vez exista menos seguridad sobre que vayan a volver.
Babelia
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