Muere Nelson Freire, un gigante del piano, afable y discreto
El virtuoso brasileño, de 77 años y retirado desde 2019 por un accidente, fue un intérprete admirable de la música de Chopin, Schumann, Liszt y Brahms
Brasil fue un prestigioso centro pianístico internacional durante los años veinte, treinta y cuarenta del pasado siglo. Y mantuvo un vínculo muy profundo hacia la música de Chopin. Frecuentado por los grandes virtuosos polacos del momento, como Ignacy Jan Paderewski, Ignaz Friedman, Józef Hofmann y Arthur Rubinstein, contó con figuras locales de la talla de Madga Tagliaferro, Guiomar Novaës y Jacques Klein. Ese vínculo irradió incluso en la música popular a través de las canciones de Tom Jobim. Y había llegado hasta nuestros días a través de Nelson Freire (Boa Esperança, Minas Gerais, 1944). Pero se apagó este 1 de noviembre con su fallecimiento en Río de Janeiro. Tenía 77 años recién cumplidos.
El pianista brasileño había dedicado su último disco, Encores, publicado por Decca en octubre de 2019, a las piezas que tocaban esos héroes pianísticos para coronar sus recitales. Pero ese lanzamiento, que celebraba su 75º cumpleaños, quedó empañado por un desgraciado accidente en que se fracturó el brazo derecho. Nada trascendió sobre su estado de salud durante los meses más duros de la pandemia. Y en septiembre pasado canceló su participación como miembro del jurado del Concurso Chopin de Varsovia. No obstante, tenía previsto regresar a los escenarios, en marzo próximo, con un recital en la Philharmonie de Paris.
Freire fue uno de los secretos mejor guardados del orbe pianístico, como sostiene John Ardoin dentro de su ensayo, de 1999, publicado en la caja Great Pianists of the 20th Century (Philips). Un virtuoso afable y discreto, cuya escasa fama no coincidía con su inmensa estatura artística. Su colega Ivan Davis cartografió sus dotes como pianista en una combinación de la naturalidad de Arthur Rubinstein y de la imaginación de Vladímir Hórowitz, aunque fuese mucho mejor técnicamente que el primero y careciera de las peculiaridades del segundo. “El pianista perfecto”, como tituló The Baltimore Sun un retrato suyo, en 1992.
Se inició en el piano, con tres años, imitando a su hermana mayor, en el Zimmermann vertical de la madre. Lo contó en una entrevista publicada por Clavier, en 1977. El asombroso talento del niño impulsó a la familia a mudarse a Río de Janeiro. El padre tuvo que cambiar de trabajo, de farmacéutico a banquero, y de una casa campestre pasaron a un angosto apartamento. Freire era un chaval flaco y enfermizo, pero también rebelde e indisciplinado. “El niño es un fenómeno, pero está completamente loco”, sentenció Lucia Branco tras escucharlo con siete años, una profesora formada en Europa con el discípulo belga de Liszt, Arthur De Greef. Recomendó a sus padres que estudiase con su exalumna Nise Obino, cuya personalidad y lecciones cautivaron al chico, aunque poco después se hizo cargo también de su formación.
En el documental Nelson Freire (2003), del realizador João Moreira Salles, podemos comprobar la enorme huella que dejaron ambas mujeres en el joven pianista. Pero también la influencia de Guiomar Novaës, a quien coloca junto sus ídolos y con la que compartió muchas veladas inolvidables dedicadas a Chopin. Vemos cómo se emociona escuchando su vieja grabación de Melodía de ‘Orfeo y Eurídice’, de Gluck-Sgambati, que convirtió en la propina fetiche de todos sus recitales. Una pieza que hoy vuelven a tocar jóvenes pianistas, como Yuja Wang y Denis Kozhukhin, aunque sin la poesía de Freire.
Con 12 años se presentó al Concurso Internacional de Piano en Río de Janeiro. Entre el jurado, además de Novaës, estaban pianistas tan eminentes como Lili Kraus y Marguerite Long. No tenía muchas aspiraciones y solo preparó la primera ronda, aunque llegó a ser uno de los doce finalistas. Una beca del presidente brasileño le permitió viajar a Viena, con catorce años, para estudiar con Bruno Seidlhofer, maestro de Friedrich Gulda, y en cuya clase conoció a otra de sus grandes amigas y referentes pianísticos: Martha Argerich. Y vinieron premios internacionales, como la medalla Dinu Lipatti, en Londres, y el primer premio en el Concurso Internacional Vianna da Motta de Lisboa, en 1964.
En 1967 inició su carrera fonográfica en Columbia. Y grabó un disco con la Sonata núm. 3 y varias piezas de Brahms, pero también los conciertos pianísticos de Schumann, Grieg y el primero de Chaikovski, con Rudolf Kempe y la Filarmónica de Múnich. Siguieron registros admirables de Carnaval, de Schumann, música de su paisano Heitor Villa-Lobos y abundante Chopin, con un admirable disco de los Preludios, opus 28 producido por Andrew Kazdin, en 1970, en el icónico estudio de la calle 30 de Manhattan. Tampoco rehuyó las hazañas virtuosísticas a las que dotó de naturalidad, belleza tímbrica y musicalidad. Grabó para la Sender Freies berlinesa, en 1972, una asombrosa versión de la Metamorfosis sinfónica sobre temas de El murciélago, de Strauss-Godowsky, y filmó, seis años después, una interpretación asombrosamente chispeante y fluida de la Rapsodia húngara núm. 10, de Liszt. Pero, en adelante, se desencantó de los estudios de grabación y apenas registró discos hasta 2000.
En los ochenta y noventa limitó sus actuaciones públicas y fortaleció su legendario dúo con la pianista Martha Argerich. No empezaron muy bien su colaboración, en 1968, con un recital medio improvisado en el Queen Elizabeth Hall de Londres, donde tocaron la Sonata para dos pianos y percusión, de Bartók, junto a la Suite núm. 2 para dos pianos, de Rajmáninov. Pero después llegaron a grabar versiones de referencia de ambas composiciones. De Rajmáninov para Philips/Decca, en 1983, y de Bartók para Deutsche Grammophon, en 1993. Este dúo quizá sea la fusión más perfecta de dos pianistas jamás escuchada, y ha seguido hasta el presente, como lo atestigua el registro de su recital, de 2009, en el Festival de Salzburgo (DG).
Aunque esos fueron años en los que Freire también desató su pasión por el cine negro y el jazz, la buena acogida de su disco dentro de la serie Great Pianists of the 20th Century le permitió firmar un contrato en exclusiva con Decca. En 2000 volvió al estudio de grabación para revisitar la Sonata núm. 3, de Brahms, donde mostró su madurez: mayor variedad de articulación y color junto a un fraseo más poético y flexible. Y lo mismo se podría decir de su segunda grabación de Carnaval, de Schumann, en 2002, o de la Sonata núm. 2, de Chopin, en 2004, donde logra en el estudio la inmediatez del directo. Siguieron más discos dedicados a Bach, Beethoven, Chopin, Liszt y Debussy, entre otros, aunque destacan también algunas de sus grabaciones con orquesta, como los dos conciertos pianísticos de Brahms, con Riccardo Chailly y la Orquesta de la Gewandhaus, de 2006.
Freire mantuvo una estrecha relación con España, desde junio de 1965, en que debutó en una gira organizada por Conciertos Daniel, que pasó por el Teatro María Guerrero de Madrid, con obras de Bach, Beethoven, Chopin y Prokófiev. Volvió los dos años siguientes y se convirtió en una figura más o menos frecuente en los setenta, ochenta y noventa. Pero fue, a partir de 2004, cuando volvió a intensificar su presencia en los escenarios españoles, tras su debut en el ciclo de piano de la Fundación Scherzo, los conciertos de la OCNE e Ibermúsica, hasta abril de 2019, en que tocó el Concierto “Emperador”, de Beethoven, con la Sinfónica de Galicia y Dima Slobodeniouk. Fue entonces cuando confesó al crítico Luis Suñén, en la revista Scherzo, que sentía haber vivido siete vidas diferentes, coincidiendo con la concesión del premio ICMA a toda su carrera fonográfica. Es difícil olvidar su recital de 2004 en el Auditorio de Zaragoza, con una asombrosa versión de los Preludios, opus 28, de Chopin, que culminó con su pieza fetiche de Gluck-Sgambati, una de las más bellas propinas que se recuerdan en el auditorio zaragozano.
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