Las nuevas y viejas industrias culturales según Israel Fernández
El cantaor, acompañado con la guitarra de Diego del Morao, estrena en Suma Flamenca un espectáculo que recorre la obra de figuras como Marchena, Valderrama o la Niña de los Peines
Por alguna razón, Israel Fernández parece verse espejeado en la Niña de los Peines. Ya le dedicó un disco, Universo Pastora (Universal, 2018). Ahora, junto a la guitarra de Diego del Morao, estrenó el miércoles 20, en el festival Suma Flamenca de Madrid, un espectáculo que, bajo el título de Ópera flamenca y caminando sobre estas mismas veredas, presenta su visión del engranaje cultural bajo el que tuvo que desarrollarse profesionalmente Pastora Pavón: la ópera flamenca. Esta no era otra cosa que un espectáculo de variétés que, teniendo el flamenco en el centro, podía incluir desde copla y jazz a monólogos de humor, números de magia o combates de boxeo. Es decir, un espectáculo con vocación de entretenimiento para un público muy amplio donde igual el cantaor no siempre tenía un público dispuesto a escuchar una seguiriya de media hora, aunque a veces sí, y en el que, las más de las veces, tocaba aliviar los cantes más pesados con otros más melódicos y rítmicos.
Israel Fernández se encuentra, de alguna manera, en la misma tesitura en la que pudo encontrarse Pastora: se ha convertido en una máquina que genera cada vez más dinero y de la que depende cada vez más gente, es decir, en la tesitura de tener que llegar a un pacto entre su indagación en el flamenco y un tipo de producto que pueda mantener los números a salvo. Y parece que, por ahora, no está claudicando, como tampoco lo hizo la Niña de los Peines aunque, desde luego, su firmeza no tiene un coste tan alto como tuvo para Pastora.
Diego de Morao, su acompañante, mostró un nivel de conocimiento práctico de la historia del toque que no sabemos cuántos tienen hoy por hoy. Israel Fernández, con una riqueza melódica y poderosas facultades vocales, fue capaz de ejecutar una variedad de cantes poco habitual con bastante solvencia general, brillando en algunos de ellos sobremanera. También se atrevió a acompañarse al piano en dos ocasiones.
Abrió el recital con unos fandangos naturales, una de las más características y explotadas formas del flamenco previo a la guerra (fandangos de autor, se llamaron). Siguió con unas soleares, que acaso le cogieron un poco frío, y unos aires de Levante que, sobre todo en su segundo tercio, recordaban a Valderrama (un consumado especialista en ellos). Después, Morao abandonó la escena y Fernández se sentó al piano. Su toque es rudimentario pero efectivo. No se jacta de pianista, pero sabe sacar lo que quiere del instrumento. Interpretó unas coplas con un compás ad libitum, seguramente tras un referente que se nos escapa ahora. Le siguieron unas seguiriyas rematadas con el cambio de Curro Dulce en las que Morao siguió la escuela de Javier Molina —tan querida por su padre, Moraito Chico—, unas malagueñas y unas guajiras en las que, de nuevo, brilló el toque, con unas falsetas inauditas, sin referentes previos. Volvió Fernández al piano para interpretar unas nanas; tras ellas, vinieron unos cuplés por bulerías con el compás del Pirulo y Marcos Carpio. El recital finalizó con otra tanda de fandangos naturales rematados con una famosa copla del Jeros. Como premio a la sonora y larga ovación, una tanda de bulerías con apuntes de baile.
Una historiografía del flamenco apenas ya operativa establece una doble genealogía. La primera tendría como origen a Tomás el Nitri y, sublimándose con Manuel Torre, lleva hasta Antonio Mairena. Es el populismo flamenco reivindicado por los jondistas y lorquistas, el de los sonidos negros, la autenticidad y esas cosas. La segunda se iniciaría en Silverio Franconetti y, pasando por la figura de Antonio Chacón, tendría su apoteosis en Pepe Marchena. Se trataría del brazo flamenco de la cultura de masas, en la que “las masas no son la medida, sino la ideología”, al decir de T. W. Adorno. Evidentemente, la división fue y es insostenible. Anécdotas como la de que fuera Pepe Marchena quien pagara el funeral de Manuel Torre o que Chacón fallara como juez en el Concurso de Cante Jondo organizado por Falla y promocionado por Lorca no solo son de por sí suficientes para forzar a repensar la oposición, sino que señalan algo que se puede comprobar en un estudio más general: que las prácticas musicales de la ideología jondista eran inviables —y que, de hecho, se hubieran perdido— sin una industria cultural que permitiera la profesionalización de los músicos. Pero industria cultural es un término peyorativo, que señala a todas aquellas mediaciones que neutralizan la potencia emancipadora de las creaciones artísticas mediante mecanismos que responden a criterios de rentabilidad. No es nada esotérico, sino muy pegado al día a día: las altas demandas de productividad, la minimización del coste de producción, la necesidad de llegar a sectores más amplios, el miedo a generar susceptibilidad en el público/cliente… Todo ello es fácilmente perceptible y funciona igual para los libros de Samuel Beckett que para una boy band japonesa.
Ópera flamenca
Manuel Torre, Tomás Pavón, el Gloria, la Moreno, Rita la cantaora, la Niña de los Peines, todos ellos, en mayor o menor medida y con mayor o menor resistencia, tuvieron que ahormarse a una organización que les daba la oportunidad de trabajar su cante, de dedicarle su vida a la vez que vivir de él. Gente como la Niña de los Peines o, para sorpresa de muchos, Manuel Torre, fueron capaces de obtener una buena posición en la negociación y pudieron realizar un trabajo serio a la vez que alimentaban el mismo engranaje que a otros, como al mismo hermano de Pastora, Tomás, ahogó. La historia de la ópera flamenca como forma de industria cultural es una historia trágica: es la condición de posibilidad de algo a la vez que su mecanismo de destrucción. Y es trágica porque es inevitable, y hasta deseable, comparada con lo que supondría una nostálgica y, por tanto, siempre reaccionaria vuelta al antiguo orden, al mecenazgo privado o estatal (forma no menos asfixiante que el mercado) o a que el mundo artístico sea patrimonio exclusivo de los hijos de las familias adineradas.
La ópera flamenca fue una trituradora para muchos. Para otros supuso la claudicación de todo denuedo y, para unos pocos, la oportunidad de elaborar un trabajo con intensidad a la par que ser escuchado masivamente en una época en la que, como dice González Climent, Pepe Marchena urbanizó el cante. Israel Fernández puede que fuera uno de esos.
En todo caso, su visión de la ópera flamenca es afirmativa. Obvia la existencia de la trituradora y presenta, esenciados, sus frutos que, claro, están inigualados en la breve historia de esta música. Seguro que la intención del cantaor no era hacer una revisión sociológica, y hasta quizá sea casual, o puramente de melómano, su desmedido interés por esta época que tanto se asemeja en ciertas coyunturas al mundo musical que a él le ha tocado vivir. Quizá. Pero quizá no.
Babelia
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