Diario de un profeta
Florian Boesch reivindica al compositor austriaco Ernst Krenek en su despedida como artista residente de la temporada del Centro Nacional de Difusión Musical
En su tercera y última visita como artista residente de la temporada, ya al borde de concluir, del Centro Nacional de Difusión Musical, el barítono Florian Boesch nos ha traído una extraordinaria rareza: el Diario de viaje de los Alpes austríacos. A su autor, Ernst Krenek, en sus 91 años de vida, le dio tiempo a todo, o casi todo. Nació en “Viena, 1900”, un marbete que se ha revestido por sí solo de infinitas connotaciones y que fue el título de la histórica exposición comisariada por Peter Vergo en el Festival de Edimburgo de 1983, una reflexión sobre las claves de aquella orgía rupturista que tuvo su epicentro en la capital austríaca, fruto del “sentimiento que piensa y el pensamiento que siente”, como lo formularía Hugo von Hofmannsthal, un destacado observador y protagonista de los hechos. La Viena de Hofmannsthal fue justamente el título elegido por Hermann Broch para su sombrío análisis de aquella época.
XXVII Ciclo de Lied
Ernst Krenek: 'Diario de viaje por los Alpes austríacos'. Florian Boesch (barítono) y Malcolm Martineau (piano). Teatro de la Zarzuela, 14 de junio.
Tras nacer en Viena en 1900, Krenek parecía predestinado a tener un importante papel en este torbellino cultural y, siquiera simbólicamente, lo tuvo. Muchos de los ramales de aquel telar en constate eclosión confluyen en Karl Kraus, el “satírico apocalíptico”, como lo ha definido su biógrafo Edward Timms. Krenek puso música a algunos de sus versos, como en sus colecciones de canciones Durch die Nacht, op. 67 y Die Nachtigall, op. 68, ambas de 1931. Pero, lo que es más elocuente, Krenek fue el encargado de pronunciar cinco años después la oración fúnebre por Kraus, a quien, como tantos otros contemporáneos, admiró furiosa e incondicionalmente, sobre todo por poseer una virtud que ansió siempre para él mismo: la fuerza para mantenerse solo y soportar el rechazo o, en palabras del propio Krenek, “un espléndido aislamiento […] en agresivo desdén por encima de la selva de hostilidad”.
Gustav Mahler fue otro de los grandes protagonistas del cambio de siglo. Ernst Krenek contrajo matrimonio con la única hija que le sobrevivió, Anna, en 1924 (la pareja solo conviviría un año) y, lo que es más relevante, sería el primer editor de dos movimientos de su incompleta Décima Sinfonía. Fue amigo de los tres grandes nombres de la Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Berg, Webern) y pasó —de nuevo los símbolos— los últimos veranos de su vida en la casa de Arnold Schönberg en Mödling, en las afueras de Viena. Su gran maestro fue Franz Schreker, el encargado de dirigir el estreno de los Gurrelieder de Schönberg, lo que lo situaba justamente en la vía media entre la tradición y la modernidad. Y una de sus óperas se basa en un libreto de Oskar Kokoschka, amante de Alma Mahler. El longevo Krenek no cesó de reinventarse y en su obra se dan la mano con naturalidad el neoclasicismo, el tardorromanticismo, el atonalismo, el dodecafonismo, el serialismo, el jazz o la música electrónica: nada le era ajeno. Su vida, como la de tantos otros, cambió bruscamente de curso con la llegada de los nazis. Significativamente, el 11 de marzo de 1938, el día antes de la invasión de Austria por parte de Hitler, Krenek anotó en su diario: “Finis Austriae (El fin de Austria)”.
Él sería muy poco después uno de los “bolcheviques culturales” que formaron parte de la nefanda exposición Entartete Musik (Música degenerada), que se inauguró el 24 de mayo de 1938 en Düsseldorf, secuela indudable de la celebrada el año anterior en Múnich bajo la rúbrica Entartete Kunst (Arte degenerado). La más famosa composición de Krenek hasta la fecha, la ópera Jonny spielt auf, estrenada en Leipzig en 1927, incluía dos auténticas andanadas a la que sería la nueva política cultural del Reich: uno de sus protagonistas, el Jonny del título, es negro, y en varias de las escenas suena música de jazz, o fuertemente influida por él. La portada del catálogo de aquella infamante exposición era un negro de labios imposibles, con una estrella de David en la solapa, tocando el saxofón: tres horrores —a ojos de los nazis— concentrados en una sola imagen, abiertamente inspirada en la que había aparecido en la portada de la partitura de Jonny spielt auf de Universal Edition.
Los nazis consiguieron suspender el estreno de la que quizá sea su obra más lograda, Karl V., que plantea a modo de metáfora un paralelismo entre el imperio convulso de Carlos V y lo que Krenek barruntaba que sería el inminente apocalipsis de Austria, los “últimos días de la humanidad” de su maestro Karl Kraus. La ópera vería finalmente la luz en junio de 1938 en Praga, menos de un año antes de la invasión nazi de Checoslovaquia. El compositor no pudo asistir porque ya estaba camino del exilio. Como Schönberg, Krenek se trasladó a California, donde adquiriría la nacionalidad estadounidense y sustituiría ya para siempre la incómoda “ř” de su apellido, Křenek, delatora de los orígenes checos de su familia, por una mucho más aséptica y anónima “r”.
Křenek abandonó Austria como un compositor famoso y respetado, pero Krenek llegó a Estados Unidos como un don nadie y, al igual que muchos de sus colegas —Schönberg entre ellos—, se vio obligado a dar clases para subsistir, ya que los nazis habían confiscado todos los ingresos derivados de sus derechos de autor. El mejor Krenek había quedado probablemente atrás, pero sus obras ya no se interpretaron nunca con asiduidad y, como consecuencia de su largo período dodecafónico y experimental, su nombre suele asociarse —erróneamente— a un tipo de música ardua e inasequible. Sus óperas apenas se recuerdan y resulta revelador, por ejemplo, que Karl V. siga sin estrenarse en nuestro país, donde por tantos motivos debería haberse dado ya a conocer (a la Staatsoper de Viena, su destino original, no llegaría hasta 1984). Menos mal que, al calor del interés renovado por la Entartete Musik en los años ochenta y noventa, Jonny y su banda de jazz aterrizaron de nuevo en Leipzig, la ciudad del estreno, en 1990, aún en vida del compositor, que pudo comprobar cómo, 63 después, su Jonny spielt auf seguía siendo admirado y aplaudido.
Krenek compuso su Reisebuch aus den österreichischen Alpen (Diario de viaje de los Alpes austríacos) en 1929 y se estrenó el 17 de enero del año siguiente en Leipzig, con Hans Duhan y el propio compositor al piano. Las veinte canciones que lo integran, a partir de otros tantos textos del propio Krenek, fueron compuestas en un frenesí de inspiración entre el 5 y el 26 de julio de ese mismo año. Al igual que hacían Schumann o Wolf, Krenek anotó cuidadosamente el día de composición de los diversos Lieder, que figura al final de cada uno de ellos en la partitura (también como Wolf, su compatriota era capaz de componer más de una canción en un mismo día, como sucedió el 6, el 13 y el 26 de julio).
Un paseante solitario en medio de la naturaleza solo puede remitir, en pintura, a Caspar David Friedrich, y, en música, a Franz Schubert. Reisebuch aus den österreichischen Alpen puede tomarse por una versión modernizada de Die schöne Müllerin o el Winterreise schubertianos: no puede ser casual, por ejemplo, que la obra se editara, como lo habían sido aquellas en 1824 y 1828, en formato horizontal, no vertical, y dividida en cuatro cuadernos (Hefte). Y por eso Florian Boesch interpretó Winterreise en su segundo concierto como artista residente del CNDM el pasado mes de enero: estaba preparando el terreno y trazando un puente simbólico entre ambos viajes. Nada más comenzar la primera canción del ciclo de Krenek, con su línea vocal silábica, mayoritariamente por grados conjuntos, y su sencillo acompañamiento pianístico con una sucesión regular de negras, queda claro que este no es el Krenek dodecafónico, ni siquiera el modernista: es un compositor entroncado en el Lied romántico y dispuesto a presentar la dicotomía yo recóndito/Naturaleza avasalladora con un lenguaje a ratos casi decimonónico. Pero el diario de viaje de Krenek, que él mismo definiría después como “esbozos sentimentales, irónicos y filosóficos que ensalzan las bellezas de mi patria y analizan sus problemas”, es una obra única que podría decirse que inaugura y cierra un género inventado por él, una suerte de canciones narrativas en las que el texto tiene decididamente más importancia que la música o, para ser más exactos, en las que la prosa poética encuentra el correlato perfecto en un tratamiento musical casi siempre silábico y alejado de toda pretensión preciosista: el contenido del texto prima sobre cualquier otra consideración.
“Krenek no canta solo a la magnificencia de los Alpes, sino también la vida sencilla y ancestral de sus gentes, criticando la invasión de turistas”
Krenek escribió estos poemas en prosa valiéndose de las notas que había tomado durante un viaje por Austria occidental en junio de 1929, y el primer verso de la primera canción resuena como una certera declaración de intenciones: “Ich reise aus, meine Heimat zu entdecken” (“Parto de viaje para descubrir mi tierra natal”). El músico sale de Viena para explorar el paisaje austríaco que, por supuesto, le deja deslumbrado. Pero Krenek no canta solo a la magnificencia de los Alpes (y aquí asoman evidentes concomitancias con las dos escenas de Jonny spielt auf que se desarrollan junto a un glaciar), sino también a la vida sencilla y ancestral de sus gentes, criticando con fuerza la invasión de turistas, que se comportan irrespetuosamente y desdeñan todo lo importante: “Exclaman: «¡Ah, qué precioso! ¡Ah, qué precioso!». Se hacen fotos y detrás hay incluso una montaña, pero no ven nada, porque tienen que escribir tarjetas postales con las vistas. El espíritu de la misantropía crece brutalmente entre ellos, porque cualquier persona que uno se encuentra es un asqueroso competidor a la hora de conseguir plazas de aparcamiento, mesas en la fonda, comida mejor, vistas panorámicas, alojamientos para dormir y todo lo demás”. Y reserva una andanada especial para los turistas norteamericanos: “Lo que aún nos falta es la gente de ultramar, con baúles negros de barco, que llegan en rebaños, desconsiderados, horrorosos”. Cuando cantó el verso de las “tarjetas postales con sus vistas”, Florian Boesch simuló con sus manos estar escribiendo un WhatsApp.
Krenek aprovecha el final de cada jornada para reflexionar. La novena canción, Rückblick (Mirada hacia atrás), con idéntico título que el noveno Lied de Winterreise, es especialmente ilustrativa a este respecto: “¿Qué es lo que he encontrado hasta ahora? Aún no se ha dejado sentir la paz interior. Nosotros lo tenemos difícil en el dilema de estos tiempos. Nacidos en ciudades, enganchados al ajetreo del tiempo, vemos por doquier aquí lejos, en las montañas, las inalcanzables fuentes de la vida, constatamos en cada casa la presencia de tiempos mejores, aún ligados a la naturaleza. ¿Se ha roto entonces para nosotros irremediablemente el vínculo? ¿Y hemos de asentir al desmoronamiento del valor de la vida, al envilecimiento de los seres humanos? ¿Quién va a responder a dónde pertenecemos? ¿A dónde?”. Antes, en Traurige Stunde (Hora triste), había reflexionado sobre la muerte: “Caminar sin rumbo nos acerca aún más a la muerte que ninguna otra hora de la vida, y cada despedida, aunque sea de lo más insignificante, es un pedacito de muerte, un anticipo del fin definitivo. ¡Una vez más una cosa se desgaja del círculo tan estrecho! Toda la vida va menguando y luego acaba por desvanecerse, ¡irreparablemente, irreparablemente, irreparablemente se desvanece! La temprana luz del alba espanta a los fantasmas. Tras un breve sueño, el sol llama quizás entonces a nuevas aventuras, ¡y se olvida la melancolía!”. Y en la canción posterior percibimos esa veta tan austríaca que nos recuerda a Thomas Bernhard o, aún más, a Josef Winkler: “Hasta los muertos en el pequeño cementerio han de yacer cuesta abajo, porque el escaso suelo llano debe reservarse para los vivos. El último reposo se vuelve así incluso un seguir medio de pie, y duro y penoso como lo era la áspera vida. Gallinas enjutas picotean en las peladas calvas de las tumbas, la ropa de los niños se seca colgada en las cruces. Y el reposo así perturbado ni siquiera es ‘eterno’, porque después de 10 años se excava de nuevo cuanto quedara, pues apremia el nuevo cadáver para entrar en la fosa”.
También hay lugar para la política, para las negras premoniciones del futuro inmediato, como cuando Krenek exclama en Politik, la decimosegunda canción: “¡Hermanos, mandad de una vez a casa al payaso sangriento, acabad con esta mascarada mortal, porque ya es más que suficiente!”. El “payaso sangriento” es, por supuesto, Hitler, que Krenek ya percibía como la peor amenaza para él y para su país. En el Epilog, de vuelta en Viena, el viajero nos hace partícipes de sus cavilaciones por última vez: “Me detengo consternado. ¿La sabiduría última de todo el viaje, de toda la vida? ¿Aquí, tan cerca? ¡Dilema eterno del ser humano! Y, sin embargo, es otra cosa, reflexiono sobre ello: Estoy vivo, y no sé durante cuánto tiempo. Voy a morir, y no sé cuándo. Camino, y no sé hacia dónde: ¡pero, sin embargo, no me sorprende que, a pesar de todo, me sienta contento!”. Y la música, por momentos dodecafónica tras los dos escarceos iniciales, que acompaña estas palabras es igualmente reflexiva, con una constante querencia ascendente, hasta desembocar en el Mi bemol que corona la parte vocal y en el rotundo acorde de Mi bemol mayor, marcado fff, que pone punto final a la parte del piano dos compases después. El ciclo se cierra sobre sí mismo, como reclamaban, desde el An die ferne Geliebte de Beethoven, las reglas del género. En los últimos compases de la canción anterior, Heimkehr (Regreso a casa), Krenek había escrito en la partitura: “al Tempo de la prima canzone”, mientras reconocemos de inmediato ese acompañamiento regular en negras que había sonado algo menos de una hora antes, en el comienzo del viaje, en Motiv, el Lied inicial.
Aunque nacido en Saarbrücken, Florian Boesch es austríaco de pura cepa y quien le enseñó a cantar fue su abuela, Ruthilde Boesch, una famosa soprano muy activa en la Ópera Estatal de Viena en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Su padre, Christian, es también un reputado cantante y pedagogo. Hay que ser austríaco, y conocer bien sus montañas como Florian Boesch, para poder comprender y desentrañar de manera natural la infinidad de claves que encierra esta partitura, que solía incluir en sus programas en los años cuarenta y cincuenta el tenor Julius Patzak, a veces con el propio Krenek al piano. Boesch, como demuestra en todas sus actuaciones —ya se trate de óperas, oratorios, canciones u obras con orquesta— es un cantante que pone siempre el énfasis en el texto: para él constituye no solo el punto de partida, sino también el de llegada. De él nace la música, sí, pero es la expresión del texto, y no el canto, lo prioritario. Quizá no sea fácil aplicar este criterio a Winterreise, pero es justamente el que demanda el ciclo de Krenek: cantar como si se hablara, como si se reflexionara en voz alta, con la misma naturalidad, con idéntica claridad en la dicción, con una “cadena de pensamiento” igualmente creíble. Boesch ha hecho suya la obra de tal modo que las reflexiones de Krenek parecen las suyas propias. Canta de memoria y con total familiaridad unos textos y una música en absoluto fáciles y de este modo logra transmitir una absoluta credibilidad, recurriendo, eso sí, a un completo arsenal de recursos técnicos, como un falsete fácil a menudo teñido de dejos irónicos en diversas canciones, de manera muy especial en Heißer Tag am See.
Krenek, que estaba buscando también su propio yo, su propia voz, evoluciona en su viaje, y Boesch hace lo propio, remedando sus experiencias y sabiendo exactamente dónde se enmarca cada una de ellas. Cuando el compositor reclama cantar “mit Humor” (en Verkehr y Alpenbewohner, por ejemplo), Boesch lo introduce, aunque sin cargar las tintas, gesticulando lo justo; si la indicación del piano es “Allegro furioso”, Martineau lleva esa furia al teclado en Wetter, que se cerró con una frase memorable del cantante cuando “vuelve a llover” (“regnet’s wieder”) en los Alpes, donde “el tiempo no hace concesiones, no es cómodo y no complace los deseos del viajero” ; y la misma rabia transmite Boesch cuando pregunta al forastero recién llegado a los Alpes, en Traurige Stunde, “¿Pura curiosidad?” (“Nur Neugier?”).
Barítono y pianista obraron maravillas en la que quizá sea la canción más perturbadora del ciclo, la ya citada Friedhof im Gebirgsdorf, que sonó exactamente como indica, en italiano, Krenek en la partitura: “lugubre”; el tono de la también referida Rückblick fue, como quiere el autor, “kontemplativ”; el perfecto entendimiento entre cantante y pianista asomó con fuerza en los prolongados y nada fáciles unísonos (uno de varios a lo largo del ciclo) con que da comienzo Auf und ab o el casi permanente de Politik, en la que Boesch hizo un alarde de mordacidad y elocuencia. Por su parte, en uno de sus pocos epílogos pianísticos en solitario, Martineau se lució en el de Heimweh, con una modélica gradación dinámica hasta el ppp final, o en la muy schubertiana introducción de Rückblick; y así podría continuar la lista de prodigios casi ad infinitum de esta velada intensa y concentrada, ojalá que una revelación para muchos, en la que pudimos escuchar esta obra maestra preterida de un breve viaje por los Alpes que se convirtió en un largo ejercicio de autoconocimiento en el que Krenek, mucho antes de la llegada del infernal turismo masivo, apuntó unas asombrosas dotes proféticas. A pesar de los persistentes aplausos, Boesch y Martineau no interpretaron ninguna propina, como tampoco lo hizo el barítono en enero (entonces con Justus Zeyen) después de Winterreise. La música y los textos habían dejado sin duda en sus oyentes una sensación agridulce. Lo que afirmó Krenek sobre su creación un cuarto de siglo después de componerla sigue teniendo hoy idéntica vigencia: “Contenía la cantidad suficiente de dinamita en forma de escepticismo, insinuaciones críticas y disonancias inesperadas como para hacer que los guardianes de la Gemüchtlichkeit [comodidad] tradicional se sintieran incómodos”.
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