Noche de duelo en Argónida
Me cuesta hablar de los dones de su poesía separándolos de los dones de su amistad: en ambas puso la lealtad más alta, la entrega más generosa
Esta mañana el mar se notaba muy gris en Argaria. Porque el mar ya lo sabía. Acababa de perder a uno de sus poetas, a uno de sus nombradores, a uno de sus mitógrafos. José Manuel Caballero Bonald, en su poesía y en su prosa, le ha dado al mar andaluz —al mar de Argónida— cuerpo de mito.
Leer a Caballero Bonald es como acostarse indolentemente en la tierra y aplicar la mejilla y el oído a una arena caliente que parece latirnos en la piel: del interior del mundo nos llegan bramidos de venados mitológicos, crujidos de la sal cristalizando, sirenas de barcos no se sabe si hundidos o venideros o fantasmas. Su mitología trasciende el espacio del Coto de Doñana: atañe al poeta que indaga en la sustancia mítica de la memoria secreta de algunos pueblos a menudo imprecisamente mediterráneos (las “suntuosas gentes de la mar”, los personajes de la “casta irrestricta de los Argonautas”). Atañe a la intimidad con el mar; la relación del poeta con el mar es, ante todo, una relación moral: “lejos del mar nunca podrás ser libre”.
En algún otro lugar escribí que Caballero utilizaba los corredores del mito para llegar a sí mismo y utilizaba los corredores de sí mismo, sus propios laberintos, para llevarnos a las trastiendas más remotas, a los sucios altares del reverso de las cosas y al fondo funeral de su fiebre. Recuerdo la emoción de leer Entreguerras, el gran poema de la memoria escrito como un oleaje soberbio y recorrido de excavaciones íntimas como un himno sombrío elevado a la vida.
Sus poemas (Nocturno con barcos) invocan cíclicas obsesiones: la noche, el tiempo, los destiempos de la noche. Nos enseñan las elasticidades tramposas de la memoria y los vértigos del tiempo vacío y desfondado. La noche está presente como marco, como fondo y como esencia de la poesía bonaldiana; por ello lo considero un renovador contemporáneo del género del nocturno.
Desde el insobornable ejercicio de la libertad, desde el ataque implacable a la impostura, desde la insumisión a toda servidumbre paraliteraria, desde la resistencia a las carcomas y derrumbes, el poeta ha celebrado el poderío del deseo como cifra de la vida (consisto en mi deseo), deseo que se trasmuta alquímicamente en poderío de lenguaje. Caballero Bonald tiene el don multiplicador del idioma: invita a las palabras a un ritual intenso y transfigurador, les inventa plurales nunca oídos, las usa “como alucinógeno para explorar el pasado y lo desconocido” —como señalaba Aurora de Albornoz— y descarta sin piedad las palabras clientelares, las palabras aduladoras y maquilladas, las palabras ruidosas, hasta hundirse y hundirnos en los pulmones más vivos y hondos del lenguaje.
Me cuesta hablar de los dones de su poesía separándolos de los dones de su amistad: en ambas puso la lealtad más alta, la entrega más generosa. Me han pedido que recuerde su poesía, pero no puedo dejar de recordar al poeta. El pasado viernes conté al alumnado de un instituto de Vera que la literatura es riqueza: nos hace afortunados, nos hace dueños de una fortuna ingastable. La poesía de Caballero Bonald creó en mí esa convicción vital. ¿Somos el tiempo que nos queda? Hoy somos todo el tiempo que nos diste trasmutado en poemas que acompañan, abrazan y brillan goteantes de vida, de verdad y de belleza. Hoy nos queda una herencia fabulosa. Hoy lloran los venados, las dunas y las aves de Argónida.
Aurora Luque es poeta y traductora, premio Loewe de poesía en 2019.
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