Y Najat El Hachmi cruzó el puente
La escritora que ganó el último premio Nadal llegó a Cataluña con ocho años. Su éxito corona una trayectoria de lucha contra la represión femenina islámica y el racismo
El suspiro es débil y la mascarilla lo deja imperceptible. Najat El Hachmi no había vuelto a la clase donde estudió 5º de EGB en la escuela Jaume Balmes de Vic. Excepto el suelo de la hoy aula de logopedia de una residencia de ancianos, todo está igual que hace 30 años. No es melancolía, sino tristeza: fue el curso del atentado de ETA contra el cuartel de la Guardia Civil en mayo de 1991, en el que falleció su mejor amiga, Cristina. “Erais las que más destacabais”, comenta Carme Roquer, directora del colegio una década y persona crucial en la trayectoria de la última premio Nadal, un reconocimiento inimaginable entonces, cuando ni hacía cuatro años que El Hachmi había llegado con su madre y sus tres hermanos desde el pueblecito marroquí de Beni Sidel, hogar sin luz, radio, tele y ni un libro, claro.
La escuela estaba muy cerca de casa, en el barrio de La Calla, el primer arrabal de Vic, frontera entre autóctonos e inmigrantes, zona con “un déficit de aspectos constructivos, sociales y económicos con riesgo de marginalidad”, según un informe de la Generalitat de 2010, que llevó a un millonario y aún inconcluso plan de rehabilitación. Por eso, fuera del empedrado, le cuesta reconocer su calle, Sant Francesc, donde se han abierto callejones y plazuelas y cerca desaparecieron alguna gasolinera y una fábrica. “El día que llegamos estaba engalanada porque era fiesta mayor, me pareció mágico”, recuerda El Hachmi, quizá por contraste con el viaje: autocar-ferry-autocar-tren; dos días. Y otra imagen imperecedera: “Mi madre, analfabeta, sola con cuatro hijos, uno de un año, con una actitud corporal de abrazarnos a todos, sin bajar ni moverse para nada”. El mundo de las silenciadas mujeres árabes que noveliza en Mare de llet i mel.
“Olía a tiza y a libro nuevo; y la maestra, a jabón”, convoca aromas El Hachmi en la que fue su primera aula, hoy sala de billares de la residencia. Tenía ocho años. “Era estimulante; venía de un sitio sin nada, donde la única distracción eran las historias que contaban las mujeres, añoranza que quizá luego me llevó a escribir; sentía que me estaba alimentando para crecer, que aterricé en un lugar con todas las posibilidades del mundo”. También aprendió rápido catalán y castellano. “La primera ficha que rellené, la copié toda de mi compañero, hasta el nombre: puse, sin saber, el suyo, Mario”, ríe. Nunca fue un problema el idioma, lo que explica que El lunes nos querrán, la novela del Nadal, la escribiera casi a la par en ambas lenguas. “Con mi madre hablo amazigh; con mis hermanos, castellano, y con mis dos hijos, catalán”, resume.
Siempre imaginó que vivirían en un piso, pero al llegar, su padre, albañil que llevaba ya unos años en Vic, estaba en los bajos del número 57, de puerta metálica roja, hoy remodelado en garaje de una casa de dos pisos que en algún momento también llegaron a habitar. “Eran todas de piedra, antiguas, con mucha humedad y sin calefacción”, evoca Roquer, que conocía muchas porque visitaba a los padres de alumnos inmigrantes para lijar diferencias mientras compartían cuscús. “Era una manera de acercarnos a ellos, de trabajar. Mucha gente, incluso del ámbito pedagógico, me afeaba que por qué tenía que ir a verlos”, recuerda la maestra.
Falda, leotardos y pañuelo
En el barrio, cuando llegaron en 1987, no había aún ni carnicerías halal ni oratorios. Pocos años después llegaría uno y luego una mezquita. “Allí no quiero ir”, avanza, taxativa, El Hachmi. Es la punta del viejo iceberg de su choque con una realidad que aún reflejan dos pintadas recientes en calles cercanas a la suya: “Caña al patriarcado” y “Fuera racistas de nuestro barrio”. Las mira, aunque no las comentará hasta mucho más tarde: “Hay que desmontar y combatir a los racistas, pero también saber convivir con ello, no puedes estar todo el día pendiente de eso. No hay lógica racional, son prejuicios, la resistencia es un desgaste brutal y no quiero condicionar mi vida en función de ellos”. La solución: “Hacer, hacer, hacer... Contra el racismo y el odio no puedo hacer más que escribir”.
Todo vino de golpe. Hacia 1991. Hasta entonces, como mucho, en alguna tienda “aquello de tratar a tus padres de tú cuando a los otros clientes era de usted; o del ‘Aquí no encontrarás nada para ti’”. Racismo sutil, pero creciente, que tenía la otra parte de la tenaza en un discurso más radicalizado de los imanes que llegaron con una oleada inmigratoria más masiva. “Estaba haciendo 5º o 6º y entonces mi padre empezó en que no podía hablar con los chicos, ir al cine o a tomar algo, que mi hermano pequeño me debía acompañar si iba a la biblioteca donde me refugiaba a menudo y que ya había que pensar en dejar la escuela para casarme”. Al acudir un día con falda y leotardos al oratorio, donde le recordaban que cantar era “invocar al diablo” y que escribir solo era posible si no se ponían mentiras (“me prohibían lo que más me gustaba del mundo”), fue enviada a casa.
Y un día, se presentó en la escuela con pañuelo en la cabeza, como ordenaban a una niña que vivía “entre sentimientos contradictorios y con una crisis de identidad: quería ser una musulmana ejemplar; solo faltó la muerte de Cristina en el atentado, la amiga sensible que me ayudó al llegar, invitándome a su casa, algo muy difícil para un musulmán”. La directora intervino rauda: “A ella le dijimos que hacía calor, que todos éramos iguales en clase y todo eso y luego fuimos a su casa a hablar con sus padres, a quienes convencimos de ciertos mínimos si querían que avaláramos sus papeles de renovación de residencia”. Cree Roquer, como El Hachmi, que en esos temas “se ha ido hacia atrás: se aceptan cosas, como el pañuelo o que no vayan a natación, que pisan derechos; es discutible que las niñas adoptan esas prohibiciones libremente”. Ha ayudado “el relativismo cultural de la izquierda”, sostiene El Hachmi, que ha reflexionado sobre ello en el beligerante Siempre han hablado por nosotras. El peor episodio: cuando, en el último curso de EGB, un grupo de padres autóctonos protestaron al alcalde por quedarse sin plazas en otros centros y tener que llevar a sus hijos a la Balmes. “La tutora nos lo tuvo que explicar, no entendíamos por qué no querían estar con nosotros: te negaban sin conocerte”. “Siempre fuimos el colegio de los pobres y de los inmigrantes”, remacha Roquer.
Constató El Hachmi que solo la independencia económica la podría liberar de vetos como ir a patinar y nadar (“hacerlo a escondidas me generaba una gran tensión, entre otras cosas porque no quería que mis compañeros notasen nada”). Por eso, ya a los 12 años intentó trabajar: repartiendo la publicidad del supermercado del barrio; montando cajitas de bisutería en una fábrica (“hacía un frío atroz, era Ramadán, fueron muchísimas horas y nos pagaron fatal”), limpiando en una fábrica de embutidos en la que no contrataban gente que no fuera autóctona y, ya años después, traduciendo como mediadora social con los nuevos inmigrantes.
Un premio y una boda con 20 años
Escribir se le daba bien, como ratificó en el instituto Jaume Callís (cada nuevo curso, una prórroga ganada a pulso contra su padre con la ayuda de Roquer), al obtener el premio a la mejor redacción de bachillerato de toda la comarca. Fue recibida, inusualmente, por el alcalde de Vic. “El Hachmi acabó siendo utilizada por ambas partes, la magrebí y la catalana; marchó de Vic para escapar del control de su familia y su comunidad y de quienes querían explotar su estatus”, cree Roquer. La niña y luego escritora era un potencial símbolo de una ciudad que algunos bautizan como “la capital de la Cataluña catalana”, pero donde uno de cada tres de sus 47.000 habitantes es inmigrante y fue cuna en 2002 Plataforma per Catalunya, primer partido xenófobo catalán, hoy disuelto y subsumido en Vox. “No sé dónde están ahora, pero, aunque solo tengo Instagram, los sufro en las redes, como a los fundamentalistas”, fija El Hachmi.
Librarse del yugo del machismo y el patriarcado, quizá cruzar para siempre el puente románico sobre el río Mèder, frontera física de su barrio, y, sobre todo, poder ir a la Universidad a estudiar Filología Árabe solo era posible, debió aceptar El Hachmi, casándose. Lo hizo con 20 años, ataviada con traje tradicional de su Marruecos natal: en la foto sonríe junto a Roquer, a la que le enseña la imagen en el móvil. El matrimonio con un joven marroquí duró tres años y medio y tuvo como fruto un hijo que crio mientras iba en tren a Barcelona a estudiar.
Pronto, con el directo Jo també soc catalana (2004), texto autobiográfico sobre la identidad y el proceso de arraigo, empezó a cuajar su gran válvula de escape “para entender y ordenar” el mundo desde los 12 años. “Toda mi escritura parte de mi contexto; solo decidir lo que escribo ya es un poder para mí, no es fácil: son siempre otros los que hablan y disponen por ti”. De esa voluntad nació El último patriarca (2008), con claros ecos personales y primero de los cinco premios que hoy ostenta. La literatura le cambió la vida: “Cuando lo gané, me paró una mujer por la calle que me reconoció de la tele y dijo que si quería alquilarle un piso no tendría problemas; a mí, que cuando llamaba para un trabajo o un alquiler me decían que sí y luego, al verme, se retractaban”.
No quiere El Hachmi, a sus 41 años, con nacionalidad española tras siete de papeleo, ser ejemplo ni paradigma del triunfo de la integración de una generación de inmigrantes, de los que pudieron cruzar el puente. Se limita a alentar la lucha (“cuando vienes de la nada es imposible plantearse que si no haces nada es lo mismo; si a los pobres nos quitan la cultura del esfuerzo, no nos queda nada”) porque, constata con tristeza, “en las presentaciones de mis libros hay chicas que me explican hoy las mismas historias que pasé yo”. También insta El Hachmi, mientras pasea por la Plaza Mayor de Vic, a que la gente que mira con recelo a los inmigrantes “entienda que la perspectiva ha de ser de clase, no de procedencia” y a “defender los valores de la cosa pública, como las bibliotecas”. En el que fuera su barrio, en el antiguo solar del cuartel de la Guardia Civil donde murió su amiga Cristina, parece que al final construirán una. En ella estarán sus libros.
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