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Rara paloma atlántica

El poeta, editor y pintor canario Manuel Padorno captó en este libro el resplandor de lo que sólo existe cuando lo describes por dentro

Juan Cruz
El escritor y pintor Manuel Padorno, en 1990.
El escritor y pintor Manuel Padorno, en 1990.RICARDO GUTIÉRREZ

De los escritores (¡de los individuos!) canarios del siglo XX, Manuel Padorno (Tenerife, 1933-Madrid, 2002) es un ave, una paloma acaso, cuya extraordinaria rareza él cultivó ejerciendo artes muy variadas. Entre esas artes en las que se distinguió su carácter está la de haber sido, durante años, un poeta en silencio mientras publicaba, en editoriales que también llevaban el sello de su mujer, Josefina Betancor, a colegas que fueron contemporáneos suyos o aún más jóvenes. Lo hacía con generosa prodigalidad, como si estuviera a la vez siendo en secreto él mismo y uno diferente que, de noche cerrada, hacía una labor que adrede hacía desconocer al otro que, por supuesto, era él mismo. Hasta para ejercer sus labores de muy exigente editor, Padorno halló un seudónimo bien indicativo, el de Mateo Alemán.

Él ya era conocido como poeta, no llevó su silencio a la obsesión, pero mantuvo tan cerrados entre sí el mundo del editor y su universo de poeta que hubo de morir para que se supiera que había dejado resmas y resmas en las que vertió una enciclopedia general, poética, de su carácter que dividía la noche y el día como si limpiara el aire de las olas. Poco a poco, su mujer y sus hijas han ido dando a la estampa (en Canarias y en la Península, gracias a la Fundación Cajacanarias, a Tusquets y a Pre-Textos, sobre todo) tomos de toda su poesía, y ahora ellas mismas se hallan afanadas con una parte más del legado, que constituirá un tercer tomo, y es visible que ese no será el último…

Él dejó Canarias a mediados del siglo XX para hacer un viaje con paisanos como Manolo Millares o Martín Chirino. Las variables estéticas que ambos afrontaron, dentro del arte moderno de la época, también tuvieron que ver no sólo con la poesía arriesgada de Padorno, sino con la propia identidad de los cuadros del poeta pintor, o viceversa. Mientras Millares tachaba, como si rebuscara en el pasado de los cuadros y de la propia pintura, y Chirino cultivaba el aire como algo que se puede convertir en escultura, Padorno se empeñaba, como ­Rothko, en ir en busca de lo que queda del paisaje, de lo oscuro o de lo azul o de lo rojo, hasta quedarse en la esencia misma, por decirlo así, en el hueso azul, translúcido, de la realidad.

Tuvo que volver a su playa, Las Canteras, en la isla de su juventud, para concretar esa ambición de ir dejando, en la poesía y en los cuadros, lo que Lewis Carroll le reclamaba a la luz de una vela, que siguiera alumbrando una vez apagada. Este libro, exento de los tomos ya publicados o en preparación, es un ejemplo de esa conjunción de actitudes estéticas. A finales de los ochenta, Padorno hizo ese regreso a la raíz de sus artes y afincado en una casa que parece un barco contempló la materia que hallaba buscando: el resplandor de lo que sólo existe cuando lo describes por dentro. Ese mar, esa tierra, que habitaba en él en Madrid, explotó de lleno y en Vir Heroicus Sublimis se muestra con una exigencia emocionante. Como si, al amanecer, estuviera esperando que todo, la arena, la casa, el mar, las sombras le trajeran desde la lejanía la exigencia de hallarlo a la vez soñando y escribiendo. El vaso de luz, efigie de agua. Todas sus metáforas pueden rastrearse en ese verso único, escrito por quien “se parece a sí mismo, tan distinto. / Siempre se le veía terminado a los ojos de todos, / y desnudo / fabricado cansancio rutinario”. Transitar por el libro, que dejó preparado hasta las últimas consecuencias, es dejarse llevar por Padorno cuando estaba descalzo ante las olas que son la inspiración y la materia de su poesía. Y de su pintura.

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Autor: Manuel Padorno.


Editorial: Fundación Jorge Guillén, 2020.


Formato: tapa dura (128 páginas. 10 euros).


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