Muere el escultor Martín Chirino a los 94 años
El creador canario, que ganó el Premio Nacional de Artes Plásticas, fallece en Madrid
Martín Chirino (Gran Canaria, 1925) ha muerto este lunes por la tarde en Madrid. El más cosmopolita de los artistas canarios del siglo XX, de la estirpe de Manolo Millares, de Manuel Padorno y de Juan Hidalgo, era un titán de la arena y del hierro. Era un intelectual del arte; nunca renunció a sus raíces, las islas Canarias, a las que volvió siempre que pudo y donde deja una fundación que tiene su nombre. Su obra es ingente, está en plazas, en museos y en colecciones. No cesó nunca de dibujar y de esculpir. Así cumplía una vocación que desafió la edad hasta ahora mismo.
Su salud se había quebrado en los últimos meses; en su casa de Morata de Tajuña (Madrid), sin embargo, seguía convocando a amigos, dando entrevistas y ofreciendo consejo. También le dio al tiempo de su vida el temple de un intelectual al que se acercaban jóvenes, en Canarias y fuera, en busca de consejo o dirección. Él les indicó, desde que era aún muy joven, la dirección que él mismo emprendió muy pronto: el viaje, la huida hacia horizontes en los que se discutiera hasta el aprendizaje. Pero, igual que Samuel Beckett, isleño como él, jamás dejó su isla, Gran Canaria, ni las islas, a cuya historia cultural contribuyó con una generosidad extrema.
Él fue uno de los autores intelectuales de la más aguerrida contribución del arte moderno a la historia de Canarias de los últimos cincuenta años, la I Exposición Internacional de Escultura en la Calle de 1972, habida en Tenerife, a la que contribuyó con una Lady roja que ya fue emblema de aquella exposición y de aquel tiempo en el que él había apostado por el resurgir moderno del arte de su tierra.
Él se hizo contemplando las volutas que el viento hacía en la Playa de las Canteras de su infancia, cuando iba a ver cómo su padre arreglaba el esqueleto de los barcos. Hasta el final conservó la ilusión de la forja, y ante el rojo intenso de los hierros adquiría, a edad ya muy avanzada, el alimento de su amor por la vida y por el arte. Y por la duda. Era un pensador de la forja, con ella discutía. Consiguió que la fuerza de los materiales cayera sobre su dominio estético, e hizo que fuera aéreo, como quería Jorge Guillén, hasta lo que más pesaba. La forja fue su lugar, su mente estaba volando siempre. De esa combinación se hizo Martín Chirino. Pero, decía, jamás habría sido nada sin la Playa de las Canteras.
Su otro alimento fue la ilusión de crear, con la que interrumpió la edad, o al menos le puso freno. La salud, que le fue fiel aliada hasta hace dos años, con el único impedimento de una vista que se le achicó muy pronto, le fue infiel en los últimos meses, pero siguió ordenando y buscando senderos para un arte que se basó en lo concreto, en lo terrenal, en lo fijo, pero que siempre tuvo la aspiración de ser aire y diluirse en el viento. Visitar a Chirino en los últimos años era como visitar a alguien al que el cuerpo le dice que abandone y la mente le provoca a seguir como si estuviera amarrado a uno de aquellos barcos rotos de su padre.
Su trabajo comprendió la escultura y el dibujo; en ambos casos, la línea curva fue su propósito estético, siempre retorciendo hierros para convertirlos en símbolos de lo primero que vio. Su insistencia en el aire tenía algo de arrojado y poético, era una lucha nacida en la infancia con cuyo influjo ahora llega a la tumba.
Martín Chirino fue un intelectual que no necesitó escribir libros para dejar una semilla teórica que aplicó a su obra y a la obra de los otros. Se pasó la vida discutiendo consigo mismo, como si él fuera dos, uno atado a la tierra, o a la arena, y otro buscando en el aire, como sus esculturas, una respuesta de Dios o del arte. Por eso su obra escultórica hace ese viaje al cielo, volviendo siempre, en espirales hechas para desafiar la razón de la gravedad. Ese hierro viajaba en sus manos, no pesaba, era pensamiento.
Martín Chirino expuso en todo el mundo, y fue uno de los grandes escultores españoles en un tiempo en que, con él, estaban en ese firmamento Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. Perteneció al grupo El Paso, básico en la historia del arte de posguerra; pero no fue de grupos, él dibujo solo en Las Canteras.
La arena, las volutas de arena, que habitaban la atmósfera creativa de su infancia, junto a los muelles que frecuentaba su padre, le dieron el aliento metafórico de la obra que emprendió cuando él, Padorno, Millares e Hidalgo decidieron desembarcar en Madrid su ilusión de amor por la vanguardia.
Su trabajo fue de orfebre del alma; es decir, convirtió la escultura, que fue su arte mayor, en la expresión corpórea, visible, de lo que bullía en su interior. Y en su interior habitaba una música que se fue haciendo sólida. Su martillo fue su modo de hablar. Era, en la conversación, detenido e inteligente, sabio, y ante la forja el silencio era su manera de expresión. Con el silencio iba surcando el aire como si el hierro fuera otra vez arena.
Todo lo que hizo se parece a esos hierros que contempló en la infancia en la Playa de las Canteras, nunca se desvió de ese camino. Hasta tal punto que, cuando ya tocó la fama con las manos (con esas manos, precisamente), y se hizo el Martín Chirino universal, admirado en todas partes y en todas partes expuesto, quiso devolver a su tierra, la tierra de las arenas, parte de lo que había recibido en aquellos tiempos en que se hizo aprendiz del viento en Las Canteras. Entonces montó una fundación en el Castillo de la Luz. Nada mejor que ese nombre para albergar el contenido de sus sueños.
Hoy es un día de luto para esa luz que él trajo al arte hecho en las islas. Poco a poco le fue arañando al pasado símbolos de la modernidad. Nunca se conformó, es cierto, con lo que parecía evidente. Sus viajes simbólicos a África, a la antigüedad guanche, a lo que significa el concepto de isla, una entidad concebida por la naturaleza para viajar, no para quedarse, constituye el contenido del viaje universal de este personaje que, en su juventud, ya recibía el nombre de master, maestro, y que en su madurez quiso quedarse, no ser nunca un viejo a la sombra de la despedida.
Martín Chirino fue también un ciudadano convencido de que el artista no se esconde, que avanza hacia los otros con su obra y con su ejemplo. Asumió, en la Transición, la dirección del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y con ese mismo espíritu abordó la dirección del Centro Atlántico de Arte Moderno, con sede en Gran Canaria, desde el que ahondó en la vocación vanguardista de las islas y de la propia expedición de aquellos amigos con los que viajó a Madrid.
Babelia
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