No es no
La cuestión de la desobediencia civil recorre, casi como una constante, la historia. Frente a qué, en nombre de qué y cómo se aplique marcarán su justificación, según explica Javier de Lucas en este libro
A la hora de abordar un asunto de tanta trascendencia y actualidad como el que plantea este libro, el del derecho a la desobediencia, pocas cosas resultan más perjudiciales, por generadoras de alboroto y tergiversación, que hacerlo mirando de reojo una concreta situación, buscando argumentos sea para condenarla, sea para justificarla. Ejemplos de ambas actitudes abundan a nuestro alrededor. Pensemos, sin ir más lejos, en quienes intentan vincular este decir no del título que estamos comentando con el viejo diguem no del cantautor antifranquista (Raimon), como si no hubiera matiz alguno que diferenciara la desobediencia en un régimen dictatorial y en un régimen democrático. Aunque también serviría como ejemplo, en el lado opuesto, el de quienes interpretan que la menor discrepancia con la legalidad vigente implica cuestionar un principio fundamental de la democracia como es el del imperio de la ley.
A clarificar este asunto viene a contribuir de manera relevante el libro de Javier de Lucas, senador, filósofo del derecho y reputado especialista en el tema. La clarificación que lleva a cabo pasa por distinguir de forma precisa y clara lo que otros se empeñan, obstinadamente, en confundir. Cuando se procede de la manera en que lo hace nuestro autor, lo primero que se percibe es que nos encontramos ante un debate de enorme calado que, aunque haya cobrado en los últimos tiempos una notable actualidad —hasta el punto de que algunos han llegado a afirmar que estábamos viviendo una auténtica era de los indignados—, en realidad viene de atrás, en la medida en que atañe a dimensiones básicas, estructurales, de la política en general y de la democracia en particular.
Una cosa es que alguien considere aceptable en ciertos contextos el uso de la violencia, y otra que reclame el derecho a denominar a eso desobediencia civil
En efecto, la cuestión de la desobediencia recorre, casi como una constante, nuestra historia por completo. La encontramos paradigmáticamente expuesta en el diálogo entre Antígona y Creonte, cuando Sófocles plantea el problema de la contraposición entre legalidad y justicia. Y nos la hemos seguido encontrando en fechas recientes, cuando se produjo un movimiento de denuncia y rechazo del statu quo que se extendía desde las plazas de ciudades árabes a Madrid, Génova, Nueva York o Hong Kong. Entre los dos extremos del arco localizamos un sinnúmero de desobediencias, así como incontables aportaciones teóricas, de las que serían muestras históricamente no demasiado lejanas las de La Boétie, Spinoza o Nietzsche, por no mencionar en otro plano a Milton, Camus o a tantos más. Pero de la constatación de esta perseverancia en desobedecer no deberían derivarse conclusiones precipitadas (tipo “desobediencia la ha habido toda la vida” y similares) que, por su simplificación, contribuyeran a desenfocar el debate.
Por ello, certificado el calado histórico del asunto, conviene plantearse las cuestiones fundamentales que pueden permitir una cierta clarificación del mismo y que bien se podrían sintetizar en estas tres: la cuestión de frente a qué se lleva a cabo la desobediencia, la de en nombre de qué se practica y, finalmente, la nada menor de la forma que adopta. Según se responda en cada caso a estas cuestiones podremos hablar de que, efectivamente, nos encontramos ante un episodio de desobediencia civil (única legítima, según Javier de Lucas) o ante otra modalidad de desobediencia que merecerá una diferente consideración.
Y es que, por enunciarlo a la manera de Naomi Klein, “decir no, no basta”… para considerar cualquier negativa como una desobediencia legítima. De no introducir restricción alguna, nos encontraríamos con que, empezando por la última de las cuestiones planteadas, el recurso a la violencia podría ser considerado como una variante de la desobediencia civil tan válida como cualquier otra. Pero una cosa es que alguien considere que en ciertos contextos resulta aceptable el uso de la violencia, y otra, bien distinta, que reclame el derecho a denominar a eso desobediencia civil. Ahora bien, la renuncia a la violencia, constituyendo condición necesaria para merecer la denominación, todavía no es suficiente, como lo prueba la existencia de movimientos de rebelión o insurrección pacíficos. Lo que nos obliga a introducir la segunda de las cuestiones anunciadas, la de en nombre de qué se produce la desobediencia.
Tampoco basta para considerarla tal —valdrá la pena dejarlo advertido— con que los actores persigan objetivos políticos. El recurso a la intención o al propósito no constituye un argumento consistente. De aceptarlo, nos veríamos obligados a considerar desobediencia civil comportamientos como, pongamos por caso, el del que incumple las leyes con el objetivo, inequívocamente político, de financiar a un determinado partido. Pero —ahí va la respuesta a la segunda cuestión— solo podemos considerar prácticas de desobediencia civil a aquellas infracciones públicas y no violentas de una norma legal en nombre de la mejora radical del propio marco general (en ningún caso de un interés particular).
Con otras palabras, practica la desobediencia civil aquel que, precisamente porque ha aceptado el marco jurídico común del que emana la legitimidad de la norma que está desobedeciendo, se siente moral y políticamente autorizado a reclamar su anulación. He aquí el particular frente a que termina de definir a la desobediencia civil. En su esclarecedor Decir no, Javier de Lucas deja escaso margen a las dudas: nuestro desobediente batalla por preservar los valores del pacto político que comparte y asume. Aunque, si lo prefieren, también pueden formular esta misma idea en los términos en que lo hacía Thoreau, el primero que escribió un ensayo titulado Desobediencia civil: se trata de que el Gobierno no tenga más poder del que los ciudadanos estén dispuestos a concederle.
BUSCA ONLINE ‘DECIR NO. EL IMPERATIVO DE LA DESOBEDIENCIA’
Autor: Javier de Lucas.
Editorial: Tirant lo Blanch, 2020.
Formato: tapa blada (334 páginas, 31,90 euros), y e-book (19,20 euros).
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