Jonas Brothers: el reagrupamiento familiar no se sale ni un milímetro del guion
El trío regresa con un espectáculo medido al detalle y en el que el manual y el algoritmo siempre importan más que las emociones
Nunca una espera fue tan tensa en un WiZink al borde del colapso no arquitectónico, pero sí emocional. Y conste que los hermanos Jonas tampoco es que se demoraran en demasía, porque 23 minutos de retraso no le asustan a nadie en este país, pero desde las 21.15 cualquier movimiento o indicio de actividad sobre el escenario fue recibido con un griterío ensordecedor y los ánimos exaltados. Por eso, cuando se iluminaron los neones y las pantallas gigantes dispararon las primeras imágenes retrospectivas de unos Jonas todavía infantes, las gargantas entraron en una incandescencia solo agudizada –y nunca mejor dicho– cuando Joe, Kevin y Nick descendieron en una plataforma sobre el epicentro escénico, tal que caídos del cielo. Y 15.000 voces desgañitándose al unísono a fe que son una buena sacudida dominical para cualquier tímpano.
El mundo ya tenía muchas cosas de las que preocuparse en 2019 cuando se anunció el regreso de los Jonas Brothers, que llevaban una década sin encerrarse en un estudio de grabación y a los que casi nadie esperaba ni parecía añorar. Falso. Los ídolos de Disney son ahora unos mocetones de buen ver y solvencia musical superior a la de sus años de acné y hormonas desmadradas, pero existía un público deseoso del reencuentro o, más bien, receptivo al primer flechazo. Porque el gentío que abarrotaba hasta el último rincón del pabellón madrileño era en gran parte más joven que los tres protagonistas, inmersos en la crisis de los treinta. Y con una mayoría femenina tan avasalladora como si convirtiéramos en proporción el marcador del España–Malta aquel.
Las canciones son agradables, incluso a veces buenas, pero tan predecibles como un telefilme de sobremesa
A los Brothers les ha salido bien la jugada del reagrupamiento familiar, hasta el extremo de que el sencillo Sucker les catapultó por primera vez hasta el número 1 y colocó en la quiniela de los Grammy. Pero los Jonas tienen a estas altura algo de banda de acompañamiento del hermano pequeño. Comparten sangre, pero no practican la paridad. Nick acapara miradas y papeles protagonistas mientras Kevin asume con resignación su condición subsidiaria y Joe, que rasga una acústica y apenas abre la boca en algún coro, parece más bien colocado por el Ayuntamiento. El orden de fuerzas y ambiciones que se intuyó siempre, solo que con las edades adultas ya todos nos dejamos de disimulos y paripés.
En el fondo, el liderazgo del querúbico benjamín le sienta bien al fraternal trío, complementado por seis de esos músicos acompañantes que se agazapan al fondo para no robar ni un fotograma de protagonismo. Nick es el más fotogénico, el único un poquito despechugado, el que ya en Cool demuestra que la naturaleza le dotó al menos de un falsete atractivo. Pero ni los rostros agraciados ni las vicarías ni la edad madura les han servido a los de Nueva Jersey para asumir el menor riesgo artístico en su regreso. La hermandad sigue aferrada a ese tipo de repertorio milimétrico, hiperproducido y más atento a los malditos algoritmos que al corazón, y no digamos ya a las vísceras.
Quiere ello decir que las canciones son agradables, incluso a veces buenas, pero tan predecibles como un telefilme de sobremesa. Only human, por ejemplo, incluye algún miligramo de reggae y acaba molando, porque un poco de aroma jamaicano siempre le sienta bien al organismo. Pero todo está tan calculado y medido como para que en determinado momento los bros se nos acuclillen de manera sincronizada. No parece el gesto más sexy ni acrobático, ni siquiera el más aeróbico, pero se saluda con el fervor de quien asistiera a una nueva plusmarca mundial de salto con pértiga.
Tampoco le podemos negar las buenas hechuras a Strangers, pop prístino con un estribillo subido de agudos. O a What a Man Gotta Do, que parece explorar la herencia de Faith, de George Michael. Pero la nadería alcanza extremos irritantes en Fly with me, y tampoco llegamos a encontrar motivos para la excitación con Used to Be: r’n’b de manual, del que ya hemos escuchado unos cuantos millones de veces. Por más que Kevin aproveche para quedarse con solo una camiseta blanca básica, que tampoco parece el culmen de la sicalipsis.
Por aquello de cumplir con todos los estándares, nuestro redivivo trío se cruzará la pista para abordar desde un escenario minúsculo Hesitate, los tres arremolinados en torno a una bonita balada acústica, arquetípica pero potable. En esas cosas se acaban notando, es verdad, el bagaje y las vueltas al cuentakilómetros. Pero lo mejor de la noche llegará con Jealous, cima solista de Nick y una pieza que comparte ese espíritu soul y sensual con el que Bruno Mars ha acabado convirtiéndose en un Michael Jackson de circunstancias.
Llegarán todavía la lluvia de confeti, las llamaradas, la pirotecnia. Nos endosarán dos baladas consecutivas de las de piano de cola, con tanta melaza como para arruinar la más sufrida de las dietas. Y al menos, para contarlo todo, descubriremos que I Believe es impecable, sedosa, elegante, pegadiza. Acabaremos con Sucker, el nuevo exitazo, y todos darán por bien empleada esta hora y media de sintonía con unos chicuelos que no solo dieron el estirón, sino que se crecen ante los suyos. Por más que el ritual del chupito y el brindis “por los mejores fans del mundo” sonara tan convincente como el marinero que le repite el mismo piropo a la novia de cada puerto.
Babelia
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