Colecciones de artistas
La exposición 'El gabinete secreto' ha jugado a repensar y reproducir el mundo interior y personal de Miquel Navarro a partir de las piezas de su colección
El artista belga Marcel Broodthaers dijo en cierta ocasión que se había convertido en artista porque no podía ser coleccionista. Quizás por eso ideó un museo sin visitantes y sin obras. Por el contrario, Degas, el rico heredero, atesoró miles de cuadros, grabados y dibujos de algunos de los maestros clásicos en los cuales se miraba —Delacroix, Ingres o Daumier— y de sus contemporáneos —Manet, Cézanne, Gauguin y Mary Cassatt—, además de esas estampas japonesas que fueron esenciales para toda una generación.
Otra de las grandes colecciones de artista, la de Warhol, se hizo pública a su muerte —igual que la del propio Degas o la de Breton— y entonces, justo al contrario de lo que ocurrió con el desvelamiento de los tesoros de Degas en 1918, nadie entendió por qué Warhol había acumulado todo lo que en sus obras despojaba; una cantidad impresionante de antigüedades y objetos variados que traían a la memoria Ciudadano Kane. Por el contrario, Kirchner, sin tantos recursos económicos, construyó objetos simulando exotismos para decorar su estudio, mientras Dalí y Gala inventaron un mundo obsesivo en el cual, al final, se coleccionaban a sí mismos.
En todo caso y pese a las diferentes fórmulas, encontrarse frente a frente con la colección de un artista —escritor, arquitecto…— es tener la oportunidad de repensar sus propuestas creativas, entrar un poco más en su memoria y sus deseos; encontrar explicaciones a los secretos incluso; o, sencillamente, abrir el camino a ciertas cuestiones no tan evidentes en los recorrido habituales -ya se sabe que las colecciones acaban por develarlo todo.
Es la sensación que el visitante tiene en una muestra pequeña y exquisita que se presenta ahora en el IVAM. El gabinete secreto ha jugado a repensar y reproducir el mundo interior y personal de Miquel Navarro a partir de las piezas de su colección —arte del continente africano, robots de plástico, restos arqueológicos, cactus…—. Así, confrontada la colección personal con sus bocetos, terracotas y obras de pequeño formato en los fondos del museo, se establece una inesperada línea de continuidad entre dichas piezas y cierta faceta erótica a menudo camuflada por la contundencia de sus ciudades, a través de las cuales a menudo se define a Navarro.
De pronto, el deseo se hace evidente en la obsesión por las formas y los dibujos, a menudo abiertamente sexuales y que, junto a esas piezas del origen —para Navarro las estampas japonesas de Degas—, devuelven al artista a algo parecido a un curioso “país natal”, al modo de Césaire. Se trata de una revelación inesperada, una sorpresa que, sin embargo, restituye a un artista extrañamente vulnerable que, en el montaje audaz, funde el origen y las reflexiones sobre el origen - la propia colección y la obra- de un modo inesperado y poderoso que nos lleva a repensar la mirada misma. Tal vez Navarro también se ha coleccionado a sí mismo.
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