El año en el que mi trabajo consistió en cartearme con asesinos
La madrileña María Prieto ha pasado diez meses carteándose con homicidas estadounidenses para documentar una nueva serie de Netflix
Falta poco para la Navidad de 1984. En plena noche, Johny Moore, de 25 años, escucha ruidos en su casa en Luisiana (EE UU), donde vive con su familia. Tres intrusos, un hombre y dos mujeres, han entrado a robar. Johny reconoce al chico, Toby Williams: un chapuzas que había hecho algún trabajillo por su vivienda. Las cosas se tuercen. Toby se empeña en que le han pillado. Se lleva a Johny, a su mujer y a su hijo de seis meses en coche hasta la frontera con Texas. Allí les desnuda. Les dice que tengan sexo. No lo hacen, pero se abrazan. Entonces Toby dispara. Ella muere, él vive.
Enero de 2019. Al escritorio de la madrileña María Prieto llega una carta desde una cárcel de Texas. Es de Williams.
Esta historia es una de las diez que componen la segunda temporada de I am a killer, que Netflix estrenó este viernes en España. Esta serie de no ficción bucea en las vidas de condenados a muerte en Estados Unidos. Y la madrileña María Prieto trabajó como documentalista en la productora encargada del proyecto, con sede en Londres. Llegó a mandar hasta 50 cartas diarias a presos. "Iban a ser dos semanas y me acabé quedado 10 meses", explica de vuelta en Madrid. Prieto había trabajado en el sector audiovisual en Reino Unido durante cinco años.
Le tocó rastrear las historias y realizar el primer contacto con los posibles entrevistados. "Algunos Estados publican listas con los nombres de los condenados. Yo me centré en Texas, que es gigantesco y tiene muchos presos en el corredor de la muerte. También rastreaba en hemerotecas, archivos que contenían las sentencias, sumarios... Si veía que la historia tenía potencial, les escribía", indica Prieto. La primera parte de la misiva debía seguir un patrón. Se explicaba en qué consiste el programa, los objetivos y el tono. Después había una parte personal para cada uno. "Desde el primer momento dejábamos claro que no iba a ser algo ni propagandístico ni condenatorio", especifica.
Si el preso contestaba; si además mostraba interés en participar y si -muy importante-, admitía los hechos por los que se le condenó, Prieto iniciaba una correspondencia que podía durar meses. Algunos Estados permiten usar una especie de correo electrónico llamado gpay, pero los internos solo pueden recibir emails, no mandarlos. "Tienes que tener paciencia porque cualquier intercambio tarda semanas. Recuerdo un temporal de nieve que bloqueó las carreteras en Texas y el correo se retrasó mucho", apunta Prieto.
Otra de las condiciones fundamentales es que no fueran asesinos en serie. Aparte de todo esto, la familia de la víctima tiene que estar de acuerdo, las autoridades judiciales deben dar su permiso y hay que cruzar los dedos para que el día de la grabación el preso no esté enfermo o en una celda de aislamiento. "También ha sucedido que el recluso se ha echado atrás a última hora por respeto a la familia. Así que también se cae el estereotipo de que todos son narcisistas en busca de atención", recalca Parker.
"Lo que se buscaba eran relatos con matices y que aportan varios puntos de vista de las personas involucradas. Además, el hecho de vivir en un continente donde no existe la pena de muerte hace que nosotros veamos los relatos con algo de distancia y eso nos ayuda a cuestionarnos las preguntas que también queríamos que surgieran en los episodios", añade Prieto.
La joven recuerda un caso que le marcó: Joseph Murphy, quien mató brutalmente a una vecina de edad avanzada y que, estos días, sin embargo, se dedica a cuidar a su gato (algunas prisiones de Estados Unidos permiten que ciertos presos convivan con un gato sacado de un albergue para aliviar su soledad). Durante el juicio salió a la luz que Murphy había sufrido terribles abusos y agresiones desde pequeño. "Le rebajaron la pena a cadena perpetua y recuerdo que el juez decía en el escrito algo así como que aunque lo que hizo no tiene justificación, no había nadie en el mundo tan predestinado para acabar así". En sus cartas, Murphy hablaba del gato y pedía que apareciera en la grabación. Prieto se quedó con ese detalle: "Es emotivo: a la vez que le ves contando algo muy trágico tiene en brazos a un animal al que ahora está cuidando. Es como un rayo de luz en la historia".
I am a killer se arriesga a parecer una más de la larga lista de producciones del llamado true crime que parece haber abarrotado las plataformas. Pero busca diferenciarse del resto. "Existe un enorme interés por los crímenes, pero también parece haber una tendencia a presentar una versión demasiado simplificada de los hechos, a hacer hincapié en los detalles horripilantes o bien se tratan las historias como una especie de investigación de Agatha Christie". explica desde Londres el productor Ned Parker. "Nosotros queríamos tratar de comprender el impacto en todos los involucrados, ya sea la familia de la víctima, aquellos cuyo trabajo es investigar o procesar el caso, pero también en los asesinos", señala.
A diferencia de la temporada anterior, en esta todas son historias de hombres, todo un reto porque en Estados Unidos hay 2.800 de ellos condenados a muerte, pero solo 50 mujeres, y de esas, había que excluir a las que hubiesen matado a niños. Al final, quien protagoniza el primer capitulo es Lindsay Haugen, una veterana de la armada que cuenta ante la cámara cómo, en 2015, cumplió con la extraña petición de su novio de que le matase, allí mismo, en un párking del supermercado Wal Mart de Montana, tras comer pizza y beber vino. Haugen le tapó la nariz y la boca con una mano y con el brazo libre oprimió el cuello del chico. El chico tenía tendencias suicidas y depresión. A Haugen le sentenciaron a 65 años. Cuando oyó la sentencia, admitió: "Me lo merezco. Me merezco todo lo que me pase. Porque no puedo traer a Bobby de vuelta".
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