Sangre nueva para Drácula
Cada generación tiene sus vampiros. El estreno este sábado de una serie de TV sobre el conde transilvano acompaña la avalancha de libros y películas en torno al mito de los inmortales
“¡Bienvenido a mi casa! ¡Haga el favor de entrar! Entre..., entre sin temor”. Valgan las engañosamente amables palabras del conde Drácula a su cándido invitado Jonathan Harker en el portalón de su castillo en los Cárpatos para adentrarnos, entre un chirriar de cadenas y cerrojos y una súbita corriente de aire helado y pútrido, en el tenebroso mito del vampiro y en el universo de su monarca indiscutible, el viejo aristócrata transilvano. Después de 123 años (Drácula, de Bram Stoker, se publicó en mayo de 1897), el rey de los chupasangres goza de excelente salud, como la disfruta todo el mito universal en el que se imbrica, un mito que se remonta hasta los albores de la civilización y que se ha revelado tan inmortal como las criaturas que lo componen. Envueltos en capas de papel y celuloide o en sudarios digitales, los vampiros vuelven y vuelven de sus tumbas inmemoriales para seguirnos asombrando, aterrorizando y ocasionalmente divirtiendo, a la vez que alzan un espejo en el que no se reflejan ellos, claro, sino nosotros mismos.
El poder del vampiro sigue incólume en este amanecer del tercer decenio del siglo XXI como demuestran sus continuas metamorfosis y un torrente —imposible no calificarlo de sanguíneo— de nuevas creaciones y de estudios en torno al mito. Cuando ya hace ¡40 años! de la novela Entrevista con el vampiro, de Anne Rice (Grijalbo, 1977), que tantos cambios trajo (se habla ahora de una serie televisiva sobre los 15 libros de sus Crónicas vampíricas enteras, con ella misma de productora), 28 del Drácula de Coppola, seis de Crepúsculo y cinco de True Blood, parece que estamos en otro big vampire Renaissance. Este mismo sábado se estrena en Netflix la miniserie de la BBC Drácula, adaptación rigurosa al parecer del clásico, incluida sor Ágata (la monja que cuida de Harker en Budapest), por los creadores de la serie Sherlock Holmes y con el danés Claes Bang en el mordedor rôle titre; están en marcha asimismo una nueva Buffy cazavampiros, esta vez con una actriz afroamericana, y también un filme con Jared Leto que llevará a la gran pantalla al vampiro superhéroe de Marvel Comics, Morbius.
Hemos tenido revisitaciones del mito tan estimulantes como Déjame entrar —la novela, en Espasa, de John Ajvide Lindqvist y la conmovedora película de Tomas Alfredson, con su remake estadounidense—, el Byzantium, de Neil Jordan, la historia de la vampira iraní pospunk de Una chica vuelve a casa sola de noche o el vampire noir, de Daybreak, con Ethan Hawke y Willem Dafoe. Aunque probablemente lo más destacable reciente sea la hilarante y gamberrísima Lo que hacemos en las sombras, la película en forma de reality sobre tres decadentes vampiros del XVIII que comparten piso en una localidad de Nueva Zelanda y a los que sigue en su día a día (bueno, noche a noche) un supuesto equipo de documental televisivo: inolvidable la escena en que los vampiros no pueden acceder a una discoteca porque el portero no los invita a pasar. El filme, con mucha carga canónica pese a su iconoclastia, ha tenido el año pasado remake en formato de serie televisiva de diez episodios y ambientada en Nueva York, con la inclusión de una vampira en aras de la paridad de ultratumba.
El actual fenómeno vampirológico incluye en nuestro país la publicación en tres tomos de una monumental edición de Drácula acompañada por otras cinco novelas clásicas y 32 cuentos para contextualizarla (Vampiros, Drácula y otros relatos sangrientos, editorial Del Nuevo Extremo, 2019) y la exitosísima reedición con significativos cambios de la célebre antología Vampiros, editada por Jacobo Siruela, ahora en Atalanta, incluyendo sendos cuentos de August Derleth y Richard Matheson, nada menos, y nuevo prólogo del conde (!) en el que este repasa la genealogía del vampiro, subraya que el de la criatura es el mito moderno por excelencia y asegura que su éxito no se va a extinguir. Su colega de Transilvania estaría encantado de saberlo. A él, a Drácula y a su creador Stoker están consagrados algunos de los libros más sugerentes de este revival vampírico.
Ciertamente, lamias, íncubos y súcubos, revenants, nachzehrers, vrykolakas, nosferatu y otros parientes aparte, nuestra configuración del vampiro tiene como gran referente a Drácula, el Big Daddy de los no muertos. Probablemente de nadie se ha escrito tanto como de Drácula, a excepción de Jesucristo y del general Custer, y parecía —equivocadamente— que todo estaba dicho del personaje y de su creación. Los mismísimos H. P. Lovecraft y Stephen King han escrito sobre el conde. El primero no tenía en demasiada estima a la novela ni a Stoker (vio el manuscrito original y le pareció “chapucero”), posiblemente porque no salía ninguna deidad pulposa e innombrable. El segundo, en cambio, es un fan de ambos y, aparte de realizar la mejor reescritura moderna de Drácula (Salem’s Lot, 1975, quien firma tiene una edición dedicada), les ha consagrado esclarecedoras páginas en Danza macabra (Valdemar, 2006). Ahí, King subraya cómo Drácula rebosa energía sexual y señala, sin ambages ni falso pudor, pues bueno es él, cosas como que el episodio de sueño húmedo en que Harker se encuentra con las tres voluptuosas vampiras (¿la mujer y las hijas de Drácula?) incluye una clarísima descripción de una felación y que por su parte Lucy Westenra en el tête à tête con el propio conde “se está corriendo de gusto”. Más sesudamente, y no tan gráficamente, Lacan se ha referido al aura de angustia del vampiro en cuanto a la pulsión oral, que remitiría al agotamiento del pecho materno...
Pero, decíamos, no está todo dicho. Y son muchísimas las novedades y clarificaciones que aportan estimulantes nuevos ensayos, empezando por Historia de Drácula (Arpa, 2019), del británico Clive Leatherdale, un especialista mundialmente reconocido en el tema que ríete tú de Van Helsing. Leatherdale reivindica la novela, que disecciona minuciosamente, frente a las películas, la mayoría de las cuales, denuncia, han tergiversado la obra original. Una de las aseveraciones que hace el autor, y que sorprenderá a muchos, es que, pese a lo que cuenta Coppola en su Drácula y toda una corriente bibliográfica, la contribución de la figura histórica de Vlad Tepes el Empalador a la novela fue mínima y que probablemente Stoker apenas había oído hablar de él. El nombre de Vlad no aparece en la novela y el voivoda real fue acusado de muchas cosas atroces, ciertamente, pero no de vampirismo.
Leatherdale coincide con Stephen King (y con cualquiera que lea atentamente) en que Drácula está cargada de una gran imaginación sexual: apunta que basta con sustituir el coito por los besos vampíricos y el semen por la sangre y ya tienes casi porno gótico. En otro orden de cosas, insinúa una inesperada conexión entre la novela y ¡El Álamo! a través del reflejo de Jim Bowie en el personaje del tejano Quincey Morris. El estudioso recorre las tradiciones vampíricas que confluyen y culminan en la novela ofreciendo datos tan interesantes como que el sábado es el mejor día para cazar vampiros (apúntenselo), que la transfixión (vulgarmente estacazo) hay que hacerla al primer golpe o que, aparte de la cruz y del ajo, en Valaquia era eficaz contra los no muertos frotarse las manos con la grasa de un cerdo sacrificado el día de san Ignacio, que ya es remedio apotropaico. El conde Drácula, repasa, es resultado de la yuxtaposición del vampiro del folclore con el vampiro literario: de ahí resulta esa curiosa mezcla de la pobre criatura maloliente y hambrienta (tan bien sintetizada en la escena de Coppola en que Gary Oldman lame la navaja con la que se ha cortado al afeitarse Harker) y el gótico aristócrata maldito y romántico de la estirpe de Byron, vía Polidori.
Drácula, por cierto, en la novela es inmune a la luz solar, aunque esta disminuye su poder (para un estupendo resumen canónico de los poderes, limitaciones e historia del vampiro véase en Drácula la entrada del diario de Mina del 30 de septiembre en la que recoge las enseñanzas de Van Helsing sobre el particular). Leatherdale especula con que su muerte al final (esperemos que nadie nos acuse de hacer spoiler) no tiene traza de ser definitiva y que quizá Stoker, adelantándose a, entre otros, la Hammer y su sobrino bisnieto Dacre (Drácula, el no muerto, Roca Editorial, 2009), pensaba en una secuela. El dublinés Stoker (1847-1912) es un tipo que cuanto más lo conoces más fascinante resulta. ¿Sabían que pasó siete años de niño postrado sin poder caminar aquejado de lo que parece haber sido una parálisis histérica? (se ha sugerido que por ver menstruar a su madre: todo un trauma para un victoriano. Luego no es raro que te salga Drácula). Entre sus amistades se contaban Oscar Wilde, Tennyson, Mark Twain, el explorador Richard Burton (que tenía los caninos largos), Winston Churchill —gran admirador de Drácula— y varios de los prerrafaelitas. El hecho de que Drácula transcurra en época victoriana, la suya, hace que no percibamos que el autor en realidad llevó a su vampiro de las leyendas al mundo moderno, y lo que eso chocó y asombró a sus contemporáneos. De alguna manera, Stoker hizo con el material vampírico tradicional lo que luego hizo con su Drácula Stephen King al trasladarlo en Salem’s Lot a una localidad actual de EE UU.
Leatherdale señala otras influencias en Drácula, como las leyendas irlandesas, El retrato de Dorian Gray, La dama de blanco, de la que tomó el estilo epistolar, o más vampíricamente Carmilla, de su coetáneo y conciudadano dublinés Sheridan Le Fanu. También, vía el actor John Irving, que dominó a Stoker, de alguna manera vampirizándolo, Macbeth —un noble que se abandona a las sombras y a la sangre—, incluidas sus tres brujas, remedadas al alza en la tórrida escena de la seducción de Harker en el castillo del conde, una escena, que, por cierto, subraya el estudioso, dinamita todas las convenciones sexuales victorianas.
Drácula se iba a llamar “conde Wampyr” y ser de Estiria (lo habitual para un vampiro comme il faut), como sabemos por las notas preparatorias halladas en 1970, y la novela que entregó el autor a sus editores, El no-muerto. La decisión final de titularla Drácula, que ignoramos si fue de Stoker u otra persona, fue realmente inspiradora. Aunque para inspiradora, señala Leatherdale, la escena en que el grupo de entusiastas hombres cazavampiros de la novela en formato Manada empala con la “estaca-falo” a la vampira Lucy, un acto con reminiscencias de salvaje desfloramiento (los buenos actúan en la novela muy a menudo como malos) en el que Stoker, dice el estudioso, se atrevió además a retratar otro tabú victoriano: el orgasmo femenino. La verdad, cuando uno relee el pasaje con esas claves, las connotaciones sexuales son de aúpa. Otro episodio turbio y trascendental en el que el autor se adentra es el de Mina obligada a beber la sangre de Drácula, que se abre una vena en el pecho al efecto, y en el que Leatherdale considera que Stoker describe una soberana felación.
Las relaciones de género en Drácula dan para un tratado. Lucy y Mina (y no digamos las tres vampiras del castillo) muestran una rebeldía de distintos grados y estrategias contra el dominio patriarcal, manifestado por el conde y los cazavampiros. En el propio campo masculino pasan cosas raras: las transfusiones a Lucy significan que sus pretendientes mezclan sus sangres y que Drácula, rey del sadismo oral, en última instancia se bebe la sangre de todos. ¿Era consciente Bram Stoker de lo que escribía o ese inquietante material formaba parte de los recónditos deseos y temores inconscientes de la sociedad victoriana? ¿Se excitaban los victorianos con Drácula? Leatherdale asegura que sí a lo segundo y cree en cambio que Stoker se habría indignado ante la sugerencia de que escribía prosa lasciva.
Al respecto del carácter de Stoker son sensacionales las aportaciones de su última biografía, la monumental Algo en la sangre (Es Pop Ediciones, 2017), de David J. Skal, otro gran especialista. Skal, que también relativiza la relación de Drácula con Vlad y subraya que en la novela no hay nada de la búsqueda del conde a través de los siglos de un amor perdido —así que nanay de enamoramiento del transilvano—, encuentra en las pantomimas navideñas típicas de la tradición irlandesa y los cuentos folclóricos y de hadas que conoció Stoker de niño la influencia esencial para la novela, aunque reconoce que el autor chupaba de todas partes (y valga la expresión), y de nuevo asevera que en su relato “todo nos conduce al sexo” y que su protagonista es “el mayor monstruo sexual de todos los tiempos”. En cuanto a si Stoker era gay, un asunto ampliamente discutido, Skal, que le reconoce “ambigüedad sexual”, revela en su totalidad las apasionadas cartas que escribió a Walt Whitman, considera que su embeleso con Irving está lleno de connotaciones homoeróticas y hasta podría describirse, dice, como “encoñamiento”, y señala que su matrimonio con su mujer Florence fue “estético” como el de Oscar Wilde. Por lo visto la frase de Drácula a las vampiras “¡este hombre es mío!” le salió a Stoker de muy adentro.
Skal, que suscribe la teoría de que Stoker murió de sífilis terciaria, contraída de prostitutas o en burdeles masculinos, sugiere que el principal modelo para Drácula no fue Irving sino acaso el marido de Sarah Bernhardt, el actor Jacques Damala, conspicuo morfinómano y que parecía, según el propio Stoker, un muerto viviente. La icónica capa negra del conde y el traje de noche no son atributos que le diera su creador —que solo menciona la capa de pasada en la escena en que Drácula se desliza cabeza abajo por los muros de su castillo—, sino del actor Hamilton Deane, que protagonizó una adaptación de la novela al teatro en 1924. Stoker nunca imaginó a su vampiro como un aristócrata vestido de gala, de la forma en que lo encarnarían memorablemente Bela Lugosi (por cierto, recuperen si pueden el estupendo librito sobre el actor de Edgar Lander que publicó Anagrama en 1987) o Christopher Lee.
Otro interesante material draculesco reciente que el lector español tiene a su disposición es la novela Los poderes de la oscuridad (Ediciones B, 2017), que parece ser una primera versión o borrador preliminar de Drácula que se publicó en 1900 en islandés, traducida de la versión sueca por el escritor Valdimar Asmundsson, y fue redescubierta en 2016. En el texto figuran una criada sordomuda del conde y un detective que aparecen también en las notas de Stoker pero que este eliminó en la versión canónica de Drácula. Los gitanos son aquí tártaros. La parte que sucede en el castillo es mucho más larga e incluye una especie de misa negra, mientras que la historia que transcurre en Londres está considerablemente reducida.
En otro libro apasionante, Miedo y deseo, historia cultural de Drácula (Siglo XXI, 2017), el historiador Alejandro Lillo, que desmenuza genialmente la novela y sus ramificaciones (cuantifica que en las actuaciones de Lugosi como el conde en un teatro de Los Ángeles en 1928 llegó a haber 110 desmayos y cerca de 200 abandonos por miedo, mientras que el uso del taxi tras las funciones aumentó en un 500%), señala la inquietante evidencia de que la historia no está para nada contada de manera objetiva. Lillo nos sugiere dudar de que lo que se explica en Drácula —narración a base de diferentes materiales, ordenada, se nos dice, por Harker— sea la verdad, y subraya que a todos los personajes se le deja hablar por sí mismos excepto al conde, que no puede defenderse ni justificarse, el pobre. Señala preocupantes y sospechosas exclusiones de cartas y pasajes de diarios, así como largos silencios, lagunas y contradicciones, y concluye que como siempre, son los vencedores, que aplastan sin piedad al enemigo, los que escriben la historia y hacen callar a los disidentes. No obstante, nos sugiere leer con atención para descubrir bajo la capa de uniformidad de la novela “las otras voces de Drácula”, una maravillosa invitación a seguir escudriñando en la mente y el alma de Bram Stoker, y a entender al vampiro.
Chupasangres imprescindibles
Drácula, de Bram Stoker (hay numerosas ediciones, entre las mejores están las de Cátedra, 2006, y Valdemar, 2010). La Biblia de los vampiros, la gran novela de referencia y un libro que, como ocurre con muchísimos clásicos, la gente cree conocer por haber leído adaptaciones o haber visto películas basadas en el original. La lectura y cada relectura constituyen una aventura maravillosa y un viaje fascinante a uno de los grandes mitos literarios.
El misterio de Salem's Lot, de Stephen King (Debolsillo, 2013). Probablemente la mejor novela de vampiros que se ha escrito después de Drácula y que además constituye un gran homenaje al clásico. La infestación vampírica en el pueblo de Jerusalem's Lot, que emana desde la maligna casa Marsten, en la que ha sentado sus reales un vampiro, es combatida con medidas tomadas del libro de Stoker.
Sueño del Fevre, de George R. R. Martin (Gigamesh, 2009). Una conmovedora y terrorífica fusión de Drácula y el mundo del Misisipí de Mark Twain. Un vampiro que ha renunciado a la sangre humana y un capitán de barco de vapor fluvial se alían para luchar contra otros vampiros asesinos. Una historia preciosa y un precioso canto a la amistad de la mano del autor de Juego de tronos.
Soy leyenda, de Richard Matheson (Minotauro, 2014). Emocionante e iluminadora inversión del mito, con el último no muerto tratando de sobrevivir en un mundo en el que han prosperado los vampiros y le han convertido a él en el monstruo. Olvídense de las películas con Charlton Heston y Will Smith.
La señorita Cristina, de Mircea Eliade (Lumen, 1994). Bellísima incursión del historiador de las religiones Eliade en la novela de vampiros. Ecos del clásico Carmilla de Le Fanu en una narración mágica y melancólica, casi chejoviana, sobre una joven muerta que chupa sangre y recita a Eminescu.
Vampiras, de varios autores (Valdemar, 2010). Una antología de relatos vampíricos (King, Derleth, Bloch, Leiber, Matheson, Tanith Lee…) especialmente centrada en los protagonizados por mujeres. Incluye la seminal Carmilla, de Sheridan Le Fanu, que tanto influyó en Drácula.
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