Vivir sin dibujar
La educación artística, reforma tras reforma, ha sido tratada como “una maría”
Dibujar es entender el mundo, dejar que la imaginación fluya y el tiempo se detenga. Es aprender la forma de las cosas, los tamaños y los colores; a contar objetos y narrar historias. Dibujando se adquiere la noción del espacio y, con ella, la orientación en el universo —la propia casa, el árbol, la casa de los otros, el pueblo entero, la tierra completa…—. Y el sol. Las estrellas. La familia. Los que no son la familia. Los demás. La comunidad y la diversidad en las comunidades. La empatía. Resolver conflictos pacíficamente, pues el dibujo es un modo innato de acercarse a los acontecimientos desde uno mismo y negociarlos con los otros.
El dibujo es el gran intermediador en la infancia, preparado para decir lo que, muy niños aún, no somos capaces de expresar con palabras. Luego, en los años postreros de la vida, dibujar pasa a ser una estrategia de fijar los recuerdos. Aún aprendo, titula Goya el emocionante dibujo del Álbum de Burdeos. Lo ejecuta apenas dos años antes de su muerte y muchos lo leen como un autorretrato. En él, un hombre de avanzada edad, sostenido por unos bastones, camina. Sigue recorriendo la existencia. El viejo Goya aún dibuja y usa el dibujo, también entonces, para seguir aprendiendo.
Porque el dibujo nos ofrece desde el principio las herramientas para iniciarnos en el arte de trazar, de calibrar, incluso de ponderar y analizar. Desde la visualidad —que se internaliza a través del dibujo— se libra la batalla más fascinante desde la cual es posible transformar las mentalidades. La visualidad posibilita reflexionar sobre los estereotipos de género o coloniales: frente a la nuestra, muy visual, hay otras culturas preeminentemente auditivas o táctiles y hasta incapaces de asimilar la bidimensionalidad, tan obvia entre nosotros.
Después, cuando empezamos a escribir, jugamos a dibujar nuestra primera letra, a controlar nuestro pulso más allá de los pulgares sobre el teclado. La caligrafía, como el latín o las matemáticas, forjan el desarrollo del individuo; contribuyen, igual que las artes integradas en el programa educativo como parte esencial, al progreso de los y las estudiantes, algo que, reforma educativa tras reforma educativa —y temo que esta seguirá idéntico destino—, sigue faltando a nuestro alumnado, incluso en la etapa universitaria: capacidad de análisis, sentido crítico y habilidades para el debate a partir la reflexión moderada.
Me comentan los colegas, desde la primaria a la universidad, que en la nueva enésima reforma sin consenso no se va a dibujar mucho, a pesar de las peticiones de numerosas plataformas de educadores, que aspiraban a reforzar lo que para algunos sigue siendo básico en la formación. Aunque, bien visto, no sé de qué me extraño: la educación artística, reforma tras reforma, ha sido tratada como “una maría”. Ahora la religión se sustituye por la tecnología —a menudo una nueva religión—. Al final, poco importa de dónde vengan los cambios. Volveremos a vivir sin dibujar.
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