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Flamenco
Crónica
Texto informativo con interpretación

De la Tomasa: Torres con Pies de Plomo

La familia Torre presentó, dentro de la Suma Flamenca de Madrid, su espectáculo ‘Genes’, en el que se muestra el cante de las últimas tres generaciones de profesionales de esta estirpe cantora

José el de la Tomasa, en el festival Suma Flamenca de Madrid, el viernes.
José el de la Tomasa, en el festival Suma Flamenca de Madrid, el viernes.David G. Folgueiras

El flamenco es un lugar privilegiado desde el que pensar ciertas cuestiones espinosas. Las estirpes son una de ellas. Imaginemos una lista en la que se incluyan los siguientes nombres: Rosón, Queipo de Llano, Maura, March y Torre. Todas son estirpes, pero la última es cantora mientras que las primeras provienen del entorno económico-político. Por supuesto que, el flamenco, por importante que sea, no juega ni en las mismas lides ni con tanto de por medio; además, en las estirpes flamencas se prima la pureza de sangre mientras que en las otras, como bien analizó Benedict Anderson, la mezcla de linajes es más deseable para alcanzar los mismos fines de reproducción del poder. Sin embargo, el funcionamiento más modesto de las estirpes cantoras dentro del campo del flamenco nos permite componer esquemas útiles afuera.

Los Torre son una de las familias más señaladas de la historia del flamenco; nada menos que los descendientes de Manuel Torre (1880-1933), cantaor cuya voz fue la excusa para que Lorca pudiera acuñar el concepto de sonidos negros (esto es: las articulaciones sonoras no filtradas por el sentido racional ni la disciplina consciente sino por el dictado primitivo de la raza). Anoche se presentó en el Centro Cultural Paco Rabal de Vallecas (Madrid), dentro de Suma Flamenca, un espectáculo llamado Genes, en el que las últimas tres generaciones de profesionales de esta estirpe mostraban el estado de forma de sus cantes. Se hicieron acompañar por las guitarras del veterano maestro Manolo Franco y de Joni Jiménez, tocaor de la escuela de Aquilino Jiménez El Entri. Abrieron los tres juntos con una soleá por bulerías y cantando por orden de edad (Manuel de la Tomasa, 21 años; Gabriel de la Tomasa, 40 años; y José de la Tomasa, 79 años) para después pasar a pequeñas actuaciones en solitario, que comenzó Gabriel, acompañado de Jiménez, cantando el Romance de la monjaad libitum, como es costumbre— seguido de lo que Antonio Mairena popularizó como romances (con melodías similares a los romances portuenses pero aire de bulerías por soleá), acabando su parte con una malagueña rematada con varios cantes abandolados. Posteriormente, el pequeño, Manuel, hizo soleá, fandangos y bulerías, también con la guitarra de Jiménez. Finalizó esta parte intermedia el, respectivamente, padre y abuelo de los anteriores, José, acompañado por la guitarra de Franco, con tarantos, unas excepcionales alegrías, un breve fandango dedicado a Morente y unas seguiriyas. El recital acabó con una ronda de tonás de los tres, sin acompañamiento ni microfonía, en la que, de nuevo, José de la Tomasa demostró estar, seguramente, en el mejor momento de toda su carrera, así como ser uno de los cantaores con más conocimiento de la estructura interna de los palos, a los que, por tanto, sabe pellizcar a placer “sin necesidad de gritar”, como el mismo puntualizó anoche.

Por lo general, las estirpes flamencas funcionan como lugar de poder y plataforma de promoción de la familia, amparándose en la transmisión de la legitimidad por vía genética (en esto no se diferencian de las estirpes de los poderosos). Los cantes, en el caso flamenco, funcionan como seña de identidad de cada clan (“el himno nacional de la familia”, llamó anoche José de la Tomasa a la seguiriya). De esa manera, por ejemplo, en el cante del último de los Torre en llegar al profesionalismo, Manuel, se encuentra el eco de los cantes de su quasi mítico ancestro; pero, ciertamente, en ninguno de los tres aparece ese eco, al menos no prima. ¿Por?

La madre de José, conocida como la Tomasa (Tomasa Soto Díaz, 1926-2013) y cantaora tan portentosa que era capaz de cerrar una ronda de tonás precedida por Antonio Núñez Chocolate y Manuel de los Santos Agujetas arrancando los vítores de sus compañeros, casó con un tal Manuel Giorgio Gutiérrez (1924-2013), barquero del Guadalquivir. Ese casamiento con un payo (así se les llama todavía) dentro de esa estirpe reconocida por la pureza gitana fue un verdadero hito de refundación. Gutiérrez, apodado Pies de plomo por el padre de la Tomasa, resultó ser un cantaor tan dotado que podía hacer llorar a la mismísima Bernarda de Utrera haciendo los cantes por seguiriyas de Manuel Torre. Impresionante por soleares, larguísimo por fandangos y bulerías y con un conocimiento tal que la propia Tomasa le delegaba las cuestiones de nomenclatura flamenca. Pies de plomo fue el agujero que hizo que tanto su hijo José como, a través de este, el resto de los profesionales de la familia, incorporaran, por ejemplo, el cante de Manuel Vallejo por bulerías o tarantos o los fandangos personales de muchos operistas; cosas estas, muy mal vistas por los seguidores de la ortodoxia gitanista. La impronta de Pies de plomo obligó a una estirpe que bien podría haber vivido de las señas de identidad a estudiar sesudamente, abriéndose al trabajo con todo el abanico de cantes y cantaores existentes, no solo los gitanos.

Si la transmisión genética consiste en esperar en el coche a tu nieto tras un recital con el motor en marcha y Juanito Mojama sonando a todo volumen, sea; si es cualquier otra cosa, se parece más a esa funesta costumbre de que el poder social sea un hecho hereditario. Los De la Tomasa son del primer tipo. Manuel Giorgio Gutiérrez y Tomasa Soto fueron los que lo posibilitaron.

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