Una lengua nueva
El mundo ficticio de Mateo Díez, el inventado y el que representa intrahistorias de la realidad más palpitante, tiene su base en la clasicidad de su escritura


Hacia el ecuador de El oscurecer (2002), la novela con la que Luis Mateo Díez cerraba la trilogía de su onírico mundo de Celama, el protagonista decía que no es el más allá lo que le preocupa, que quien “vivió en Celama ya estuvo en él”. La crónica de ese mundo ficticio que es Celama, su fundación y su lento derivar entre la vida y la muerte, entre los relatos que la fijan en la memoria, acababa en esa novela como una elegía. Mucho de elegíaca tiene la obra narrativa del escritor castellano. Y resulta harto elogiable que logre esa factura manteniendo a raya su escritura, siendo severo con el adjetivo innecesario, exigente con la precisión léxica. El mundo ficticio de Mateo Díez, el inventado y el que representa intrahistorias de la realidad más palpitante (que diría Pardo Bazán) tiene su base en la clasicidad de su escritura, en esa necesaria clasicidad que lo contemporáneo nunca debería soslayar. Precisamente esa forma de entender la escritura hace que lo territorial en Mateo Díez nos sepa tanto a extraterritorialidad, a lugar indeterminado, a raíz y a otredad.
La literatura de Mateo Díez no nos evita las malas noticias del mundo. Ya sea la pobreza o el terrorismo, una adolescencia autodestructiva, una enfermedad contagiosa o la injusticia social, siempre aparecen en medio de esa zona fronteriza entre lo fantástico y lo próximo, entre lo etéreo y lo carnal. Nada hay, parece decirnos el autor desde sus libros, mejor para conjurar los suplicios del alma que la imaginación más luminosa.
Esa luz de su prosa persiste incluso en una novela de género tras los pasos de Simenon. Hablo de El animal piadoso (2009). Para mí es lo mejor que leí sobre la sospecha, no tanto sobre gente sospechosa, que también tratándose de una novela policíaca. “La sospecha es un oficio ruin, pero irremediable”, nos dice el comisario de la novela. Tampoco es una tarea menor en esa novela, como en otras del escritor, la dolorosa necesidad de perdonar, tanto o más de que lo perdonen.
Premiar a Luis Mateo Díez es premiar una manera de entender no solo la ficción, sino sobre todo su manera de entender su sintaxis literaria. En el fondo, inventa una lengua literaria. No repite tópicos sintácticos, lugares comunes. En diálogos y en descripciones siempre evita esas patologías del lenguaje narrativo que Clarín casi con ira denominaba “la obra muerta del lenguaje”. La lengua literaria no casa con lo obvio. Escribe Kafka que todo su cuerpo le alerta de cada palabra, que cada palabra mira a todas partes antes que le permita escribirla. Pues así funciona la escritura prodigiosa de este maestro contemporáneo de las letras españolas que es Luis Mateo Díez.
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