Una vía para bucear en las cloacas de Cataluña
Jordi Amat se sirve de la vida de Alfons Quintà para retratar las relaciones de periodismo, poder y política en el pujolismo
O le ayudaba a convencer a su padre de que le hiciera el pasaporte para salir a Estados Unidos o el chico se vería “en la necesidad de comunicarle al señor Juan Vicente Creix, inspector-jefe de la Brigada Político-Social de Barcelona, todo lo que sé sobre ustedes”. La amenaza era para el escritor Josep Pla, destinatario en 1960 de la carta. El autor de El cuaderno gris había viajado a finales de los años cincuenta, junto a otros intelectuales y empresarios catalanes, a entrevistarse con Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio. El remitente era un chico de 16 años, Alfons Quintà. Sabía de la operación, porque su padre, Josep, era una especie de escudero-secretario del escritor, además de su chófer. Dos décadas después, Quintà, convertido en periodista, seguía extorsionando, en este caso, a dos asistentes al velatorio de Pla en 1981: el expresidente de La Caixa, Narcís de Carreras (quiere conseguir un piso de la entidad a buen alquiler, a cambio de no cargar las tintas sobre su sucesión en la compañía), y Jordi Pujol, por su papel en la crisis de Banca Catalana (un agujero descomunal por mala gestión financiera). Ese día, el político había decidido ya cómo frenarle: dejará que cree y dirija TV-3…
El doble episodio es una pequeña parte de lo que cuenta de El hijo del chófer (Tusquets; Edicions 62, en catalán), un libro para el que el ensayista y comentarista político Jordi Amat ha entrevistado a unas 70 personas y ha consultado unos 600 documentos. Amat perfila la biografía de Alfons Quintà (1943-2016), una de las figuras más inquietantes del periodismo español. Una personalidad turbia que le sirve para trazar un triángulo entre política, banca y periodismo que es al mismo tiempo un retrato de la corrupción española de las últimas cuatro décadas, de la hegemonía pujolista y de la cara menos amable de la Transición.
La primera sorpresa es descubrir la fuerza de lo que Amat llama “el Camelot de Pla", gente de alto rango que no para de reunirse con el “Montaigne del Empordà” durante esos años 50 y 60: Domingo Valls Taberner (empresario textil), Pere Duran Farell (gas), Joan Sardà (arquitecto del Plan de Estabilización), Manuel Ortínez (más textil, vinculado a Tarradellas) o el historiador Jaume Vicens Vives, que le darán pistas sobre la trastienda de la burguesía catalana: evasión de capitales y sobornos al Estado franquista, donde ya aparece el nombre de Florenci Pujol, padre del futuro político. “No hay ejercicio de poder sin comprensión del mundo y nadie lo ha entendido mejor que Pla, más potente en la tertulia que en los papeles, y los financieros lo sabían”, dice Amat.
Ese círculo es en el que se moverá el padre de Quintà (y en el que asomará la cabeza el hijo), hasta el extremo de que pasa ahí, amén de con sus múltiples amantes, más tiempo que con su esposa y con Alfons. Aquello fue el origen de lo que el biógrafo cree que es “un complejo de Edipo no resuelto; un parricida frustrado, como Dalí”, y que, con los años, explicará el comportamiento de “acosador sexual” de Quintà en todas las redacciones donde estuvo, así como sus reacciones muy agresivas y despóticas, que apenas se pueden justificar por las cicatrices en su espalda de la hebilla del cinturón con que le pegaba su padre.
La revista Presència, Radio Barcelona (con Dietari, que fue, en 1974, uno de los primeros programas en catalán que dio voz a figuras sociopolíticas emergentes) y el semanario madrileño Guadiana es donde Quintà ajustará su cóctel: conocimientos del pasado por lo que vivió con su padre, al que no cita nunca, su agenda cada vez más importante, su lectura de prensa extranjera y su ambición. Ello le llevará a ser el corresponsal (1976) y delegado (1977) del diario EL PAÍS en Cataluña, donde en abril de 1980 destapará las irregularidades del caso Banca Catalana.
El silencio y la impunidad con la que trabaja es inaudita. “Hay tres miedos hacia Quintà: por su conducta, por lo que sabe y por la tribuna en la que acaba recalando, que entre 1976 y 1983 es el medio más importante de España y, si se quiere aparecer en él, hay que pasar, en Cataluña, por Quintà; lo que ocurre es que la gestión de ese poder no la hace por interés político o de dinero sino para seguir haciendo daño. Es un caso patológico, un monstruo”, le define Amat, que en el libro afirma que Pujol lo consideró durante un tiempo culpable de la muerte de su padre Florenci por el asedio informativo al que lo sometió.
Aquella investigación quedó truncada. Y en Barcelona, el silencio informativo fue casi total, constata Amat. Pero en aquel episodio afianzó su fama Quintà, que siempre insinuó que tenía más información de la que publicó. “No sé si iba de farol, aunque desde entonces sus artículos fueron reiterativos… Pero siempre demostró que fue de los pocos que entendía la capacidad opaca del pujolismo porque Banca Catalana es aún el ángulo muerto de la democracia en Cataluña: que no hubiera resolución judicial generó un clima de impunidad, naturalizó la corrupción y marcó la falta de juicio crítico; Pujol ganó la batalla del poder puro”. El famoso oasis catalán contenía aguas turbias.
Quintà ayudó a apuntalar el mito de Pujol, que curiosamente había combatido, desde TV-3, donde aterriza en el verano de 1982, tras quedar descartado ese mismo año del proyecto de crear una edición catalana de EL PAÍS, que acabó liderando Antonio Franco: “Sin el descomunal arranque de la cadena autonómica no se hubiese dado el de Pujol, lo hubiese tenido más difícil para ser hegemónico”. El terror y el nepotismo que generó (dos tercios de la plantilla votaron contra él) le llevaron a dejarla en 1984 y pilotar la creación del diario El Observador, lanzado tras la Operación Reformista (1986), todo fruto de la ambición política de Pujol para ser fuerte en Madrid. El fracaso de esa operación y del diario (de donde fue despedido en 1990, al poco de salir, y tras una alocada y cara gestación), unida a su fama y a su progresivo aislamiento, le llevó a un largo languidecer por diferentes cabeceras y a acabar colaborando en el Diari de Girona y en prensa digital favorable al unionismo, denunciando un procés que, desde 2011, vio como perpetuación de la corrupción y del caciquismo a partir del independentismo.
La estrategia de Pujol de ceder el poder a su hijo Oriol y la privatización de la sanidad pública catalana eran, decía, los resortes. “Se dio cuenta de que el sistema iba a reproducirse; era muy inteligente, pero de una inteligencia pérfida”, cuenta Amat. La perfidia siguió en lo personal: como le había ocurrido con otras parejas, la última, Victoria, también le había dejado para no acabar destruida junto a él, pero volvió para cuidarlo hasta que se recuperó de una grave endocarditis. Una vez repuesto, lo dejó de nuevo. Pero Quintà no iba a vivir otro abandono. No esta vez: en 2016 la mató y, luego, se suicidó.
Amat, autor de reconocidos ensayos como La primavera de Múnich y Largo proceso, amargo sueño, tuvo ciertas dudas morales sobre el libro, si bien cree que es “socialmente necesario: Quintà abre una vía para bucear en la cloaca; el monstruo permite mirar al Leviatán”. Lo ha hecho, además, con un ensayo con un registro literario con “Emmanuel Carrère, Éric Vuillard e Ivan Jablonka como referentes”.
Con esa prosa ha querido remachar como tesis que “el poder económico está por encima del político y con el objetivo de perpetuarse: la Transición lo posibilitó; en ese sentido, la Cataluña de 1978 no es mejor que el resto de España: Pujol hizo en Cataluña el bypass del franquismo sociológico a la entrada de la democracia”. Y como líneas de futura investigación queda “la relación de negocios entre el testaferro del Rey Juan Carlos y el pujolismo y el análisis de la cultura del pelotazo en Cataluña, que, a diferencia de Madrid, se incrustó en las instituciones públicas”. Todo eso por El hijo del chófer.
Babelia
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