Las 60.000 familias que colonizaron la España seca
El libro ‘Habitar el agua’ recoge en fotografías los pueblos construidos en el franquismo para crear tierras cultivables
Era el primer día de una nueva vida. Unos llegaban en carro, otros en taxi, también lo hicieron más adelante en sus coches, quien lo tuviera. En todos latía la esperanza de partir de cero en otro lugar, pero tuvieron que trabajar muy duro para poderse quedar en las casas de unos pueblos recién nacidos. Desde comienzos de los años cuarenta, en aquel país de hambre, estraperlo y represión, hasta 1971, el régimen de Franco, a través del Instituto Nacional de Colonización (INC), movilizó a casi 60.000 familias —si eran muy numerosas, mejor—, que se convirtieron en colonos de unas 300 nuevas localidades en la España seca para transformarla en fértil. Dos arquitectos, Ana Amado y Andrés Patiño, quisieron saber qué había sido de aquellos lugares y de las gentes que los habitan. A partir de 2015 y durante tres años visitaron 33 pueblos, hablaron con los mayores, deseosos de rememorar su pasado, y tomaron unas 9.000 fotos de personas y poblados, con sus canalizaciones, fuentes, calles, iglesias, abrevaderos... Ahora han volcado su experiencia en un lujoso volumen, Habitar el agua (Turner), con 150 imágenes, promovido por el Ministerio de Agricultura, que quieren “sirva de homenaje” a los protagonistas de una epopeya poco contada.
Sin embargo, su primer acercamiento a la cara B de aquellas imágenes del No-Do del dictador inaugurando pantanos fue motivado por la arquitectura. “Cuando estudiamos, se nos quedaron grabadas las fotografías que había tomado de los pueblos Joaquín del Palacio, Kindel”, dice Patiño. “Además, nos preguntamos, ¿adónde iba toda esa agua? A tierras cultivables y poblados para nuevos agricultores”, añade Amado, también fotógrafa. De los 300 pueblos, más de la mitad se levantaron en Andalucía y Extremadura, “algunos con obras arquitectónicas singulares, como Vegaviana (Cáceres) y Esquivel (Sevilla), diseñados por los arquitectos José Luis Fernández del Amo y Alejandro de la Sota, respectivamente”, apunta su compañero.
Esta política hidráulica no era novedosa en España. “Arranca del regeneracionismo, en el siglo XIX, y continúa en la Segunda República, aunque en ese caso para pueblos grandes porque se quería redistribuir la tierra”, explica Patiño. “Pero en el franquismo se expropiaron tierras muy malas, que se pagaron a muy buen precio a los terratenientes para protegerlos. Así que hay que evitar la idea de que fueron pueblos que Franco sacó de la nada”. Ambos destacan la labor de José Tamés, director del INC, “falangista, pero que permitió cierta libertad en la planificación de los proyectos”. Junto a Fernández del Amo, los proyectos se concedieron, entre otros, a unos jóvenes Alejandro de la Sota o José Antonio Corrales, luego figuras. Otros dos, aún vivos, han contribuido al libro con artículos en los que rememoran sus trabajos: Antonio Fernández Alba y Fernando de Terán. Este habla de cuál fue su objetivo: “Me propuse conseguir unos espacios centrales protagonistas, que resultasen atractivos y acogedores, que quedasen bien definidos y configurados (...) de unas fachadas que no fuesen simples tapias”.
Todos ellos idearon hogares para gente muy modesta, llegada de localidades cercanas, “con el rechazo de los que ya vivían en la zona”, dice Amado. Los recién llegados debían de quedarse boquiabiertos por poder vivir en una casa grande y con el lujo de tener cuarto de baño. “Se incentivó la variedad en la construcción de los pueblos, que no fueran réplicas. Normalmente, había una plaza con la iglesia, la escuela, el local del sindicato del régimen… zonas peatonales, todo muy ordenado, incluso se buscaba integrar la naturaleza de cada sitio en el pueblo”, agrega. Así nacieron nombres como Setefilla, Miralrío, Sancho Abarca, Foncastín, Matodoso o Entrerríos.
En esa España del nacionalcatolicismo, las iglesias, con su campanario, eran un elemento fundamental de los poblados, en los que tuvieron que inventarse sus fiestas de santos. Sin embargo, gracias a Fernández del Amo, que dirigió el Museo Español de Arte Contemporáneo en los cincuenta, el arte abstracto en boga se incorporó inopinadamente al mundo rural, en forma de vidrieras, cerámicas u objetos litúrgicos. “Él invitó a participar a artistas del grupo El Paso, lo que le supuso enfrentamientos con los obispos. Tampoco a los vecinos les gustó al principio, pero se acabaron acostumbrando”, dice Patiño.
La colonización fue también un experimento estajanovista, los pobladores apenas tenían días libres. “Hay supervivientes que nos han contado que trabajaban casi como esclavos. Daban lo que producían al INC y si no lograban un determinado cupo, se tenían que ir. La casa y las tierras eran una cesión y lo devolvieron con muchos años de trabajo, a veces 40. Además, debían acreditar su buena conducta en lo político”. Esa vida de fatigas creó un sentimiento de hermandad. “Se ayudaban unos a otros porque se sentían unos pioneros; están muy orgullosos de lo que hicieron. Es curioso que cuando hemos hablado con ellos no tenían cuentas con el pasado, ni rencores”, completa su compañera.
Mientras el régimen hacía propaganda de la colonización, el Banco Mundial redactó un informe en el que descartaba que fuera rentable económicamente, como sucedió. Sin embargo, la conquista de la España seca continuó hasta 1971, cuando se construyó el último pueblito en Cádiz. Hoy son localidades pequeñas, o pedanías, que se usan también como segunda residencia, aunque los hay casi abandonados. “Hay algo perverso en estos programas”, subraya Amado. “Se quiso hacer al campesino más individualista, al convertirlo en propietario, y así evitar la tentación de un espíritu colectivo”.
Del No-Do a la realidad
Junto a las imágenes, de archivo y actuales, el libro incorpora una veintena de textos escritos por quienes de una u otra forma conocieron o estudiaron la colonización de la España seca. Como los arquitectos y fotógrafos Iñaki Bergera y Bea S. González, la periodista Nativel Preciado, nuera del fotógrafo que documentó aquella gesta, Kindel; Julio Llamazares recuerda cómo el No-Do se montaba la película, con su tono engolado, de la vida de los poblados, mientras que la socióloga María Ángeles Durán detalla cómo era la dura realidad de las mujeres.
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