El escritor feliz en la Puerta del Sol
Javier Reverte nunca se cansó de rodear el mundo con sus manos, como si el mundo entero fuera también un amigo
Estaba a punto de terminar su penúltimo cigarrillo, a cien metros de la Puerta del Sol; durante el almuerzo, encima de lo que era ya el Sol de Jardines, donde el golferío de entonces cumplía el rito de aburrirse bebiendo y bailando, había arreglado los descosidos del mundo, amparado por sus experiencias viajeras y bajo el influjo benéfico de Hemingway o Leguineche.
Pero ese mediodía, sobre las tres de la tarde, Javier necesitaba, como hubiera dicho el poeta Pernas, una esperanza para seguir viviendo, como ciudadano y periodista, como político también, o al menos como alguien que tuvo la política como una vocación civil inacabable. De pronto sonó su teléfono, o el de algunos de sus circundantes, y se produjo una noticia que lo echó a andar hacia la Puerta del Sol, como un tic de los que en el pasado habían ido a todas las manifestaciones que empezaban o acababan en las cercanías de Correos. Habían detenido a Pinochet en Londres, y uno de los últimos dictadores de nuestro tiempo hispanoamericano ya no podría moverse como un presidiario de cobre o de chatarra en un mundo que tal sátrapa había hecho peor, más oscurecido. Javier iba feliz, con su otro cigarrito recién empezado, contento como a bordo de la barca minúscula con la que perseguía mariscos en Garrucha para compartirlos con Manu o con tantos amigos. Su propio hermano Jorge era, además, su amigo, y ambos fueron hermanos también de tanta gente como ahora le extraña, le llora y le despide.
Otro día de la misma época, en ese mismo restaurante, y a la misma hora, Javier se alzó de la mesa, también recién encendido el cigarrito, porque en ese preciso momento había estallado el crimen del 11-S en Nueva York. Un estampido de humo y de sangre. Esta vez se levantó y caminó lenta, tristemente, hasta la plaza, fumando y preguntándose por qué, por qué, como un ciudadano y como un periodista y como hijo y padre de una época en que él se hizo, también, un formidable viajero que siempre tenía el tino de caminar hacia la plaza adecuada, para saber más del mundo en que vivía. Descansa de viajar, nunca se cansó de rodear el mundo con sus manos, como si el mundo entero fuera también un amigo, pues él era, como Kim de la India, el amigo de todo el mundo.
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