Lee Friedlander y el arte de hacer magia con lo cotidiano
La Fundación Mapfre acoge una gran retrospectiva del fotógrafo estadounidense
No es habitual que el recibimiento en una exposición de fotografía sea escuchar a Miles Davis o Ray Charles, pero es que el comienzo de la carrera de Lee Friedlander (Aberdeen, Washington, 86 años) fueron sus imágenes para portadas de vinilos, cerca de 300, como la de John Coltrane en Giant Steps, y retratos a figuras del jazz, gracias a encargos para la recién creada Atlantic Records. Son las únicas fotos en color de las 350 de la retrospectiva que la Fundación Mapfre dedica a uno de los grandes fotógrafos de la segunda mitad del siglo XX. Un autor que a lo largo de seis décadas no ha dejado de subvertir el orden establecido, de alejarse de los cánones, en cada uno de los géneros que ha abordado, gracias a un ojo para el encuadre siempre sorprendente, que llena de preguntas a quien observa cada una de sus tomas, y a una considerable dosis de ironía.
Si el jazz es una de las pasiones de Friedlander (“me quedé atónito”, dijo la primera vez que escuchó a Charlie Parker), la otra es su Leica de 35 milímetros, así que no es casual que la libertad e improvisación que gobiernan este género musical, él lo haya trasladado al papel fotográfico. Su primer trabajo personal fue The Little Screens, publicado en Harper’s Bazaar en 1963. En él, tomó como protagonista un objeto convertido en un habitante más de las casas estadounidenses, la televisión, y lo fotografió, por ejemplo, mientras se emitía el desnudo de una mujer, con el aparato en una habitación en la que un espejo refleja una cama deshecha. En otros casos, los rostros en primer plano en los televisores “parece que están en el cuarto; son unas imágenes muy contrastadas, bodegones en los que hay mezcla de melancolía y humor”, señala Carlos Gollonet, comisario de la muestra, que abre del 1 de octubre al 10 de enero de 2021. Juegos de un autor que descubrió la fotografía como cosa “de brujería”, declaró, desde que con cinco años se quedó extasiado en un cuarto oscuro en el que vio cómo un retrato de su padre emulsionaba en el papel.
Más grises hay en sus siguientes obras, en las que las calles de Nueva York o Baltimore, con sus escaparates y ciudadanos centran su objetivo. Como el niño que mira desde el interior de una tienda entre carteles de “Pepsi” y de “Sandwiches”. Imágenes en las que “hay que detenerse, por los muchos elementos que se van descubriendo entre sombras y reflejos”, añade Gollonet, que destaca que la exposición, integrada en PHotoESPAÑA, es un trabajo de casi cuatro años, con piezas cedidas por Friedlander, su galería y de la colección de Mapfre. Una novedad de este montaje expositivo son las instantáneas que Friedlander hizo en España en 1964, mostradas por primera vez, apunta el comisario, y que estaban en una caja con el rótulo “Spain”. Entre ellas, un par con el toro de Osborne.
Integrante de los nuevos documentalistas en EE UU, junto a Bruce Davidson, Diane Arbus y Garry Winogrand, interesados en el paisaje social de su país, Friedlander volvió a sorprender con divertidos autorretratos, que concebía como si él fuera parte de lo que se mostraba. Fue su segundo libro, en el que se le ve reflejado en escaparates, espejos, o el conocido autorretrato con su sombra sobre la rugosa piedra en el Cañón de Chelly, en Arizona, en 1983. La exposición continúa con los retratos que hizo a personajes conocidos o personas anónimas, “con perspectivas e iluminaciones insólitas”, indica Gollonet.
Los monumentos de EE UU
En vitrinas hay muchos del medio centenar de libros que ha publicado Friedlander, para quien la mejor forma de ver la fotografía es en ese formato. Uno de ellos es The American Monument (1976), un proyecto de 10 años y 200 fotos para conmemorar el tricentenario de Estados Unidos, un libro fundamental en la historia de la fotografía, en el que casi lo de menos son los monumentos, sino las personas, árboles o señales de tráfico que los rodean. Un gozo de volúmenes y grises, con esa manera de componer que deja al espectador descolocado. Es lo que Gollonet define como “el encuadre preciso”, en contraposición con la fotografía clásica del “instante preciso”, que definió Cartier-Bresson.
Friedlander también se ocupó de retratar la intimidad de su familia, pero sin ironía ni idealización. Su mujer, sus hijos y nietos… sobrecoge el retrato de Maria, su esposa, casi desnuda, apoyada en una pared, y con la sombra de él sobre el cuerpo de ella. Toda una declaración de amor. Los desnudos han sido parte de su trabajo; nada convencionales, con juegos de luces y posturas inesperadas. Entre ellos, el explícito de una jovencísima Madonna, cuando aún era una bailarina con pocos dólares en el bolsillo, en el que se la ve en una pose que recuerda a El origen del mundo, de Courbet.
El recorrido demuestra que la visión divertida de la realidad no ha abandonado a Friedlander con los años, como se puede ver en su serie de primeros planos de teleoperadores trabajando, en la que, una vez más, hace de lo cotidiano algo extraordinario. Su capacidad para reinventarse, abruma. En los noventa se cambió a una cámara Hasselblad para reflejar toda la belleza árida del desierto de Sonora, y en 2010 publicó America by Car, en el que vuelve al paisaje urbano estadounidense, pero con imágenes tomadas desde el salpicadero del coche, y de las que forman parte los retrovisores y los parabrisas. Friedlander sigue haciendo fotos, preparando libros… nada define mejor su entrega a la fotografía que el autorretrato que se hizo en una clínica después una operación. Lo primero que pidió fue su cámara.
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