El torrente Pe Cas Cor
Una nueva edición recupera los poemas encadenados de una voz singular, desaparecida en 1993, y reúne otras piezas sueltas, varias de ellas inéditas
Los poemas encadenados de Pedro Casariego Córdoba, Pe Cas Cor, tienen argumento. Están protagonizados por personajes con nombres un tanto extraños: Van Horne, el oficinista Kierkegaard, la asesina Nadezhda Zelova, Mallick el basurero, Wataksi, Paivarinta el desvergonzado, la triste señora Schneider. Los escenarios son variados, igual las cosas suceden en Nueva York o San Francisco o Hanoi o en el Distrito de la Luz Roja, pero también en una celda de prisión, el vagón de un tren, una habitación llena de telarañas, un asteroide seco. Importa la disposición de las palabras en cada poema, a ratos parecen dibujos o son caligramas, y están numerados. Los asuntos que trata son variados, “con ingredientes de la novela negra, la crónica de sucesos, las películas de serie B, el cómic o la ciencia ficción”, escribe Javier Rodríguez Marcos en uno de los prólogos de esta nueva edición. En el otro, el fallecido Ángel González apunta a la voz que atraviesa la obra entera de Pe Cas Cor y que “expone con transparente sinceridad su atormentada intimidad y las carencias que lo aquejan: la soledad, la incomunicación, la incertidumbre, la búsqueda difícil del amor”.
Pedro Casariego Córdoba habría cumplido 65 años en este 2020 y para celebrar su inclasificable obra aparece en los próximos días una nueva edición de sus Poemas encadenados (Seix Barral), que reúne los seis libros que escribió entre 1977 y 1986 —La canción de Van Horne, El hidroavión de K., La risa de Dios, Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos), La voz de Mallick y Dra— y que incluye los poemas sueltos —algunos inéditos— que iba haciendo al margen de sus proyectos unitarios.
Con frecuencia se ha calificado su obra de “rara” y él mismo se concibió como un artista secreto. Algo hay en sus versos de escritura automática, tocados por eso con la heterodoxia de las vanguardias, pero tienen también la caprichosa originalidad de un niño que juega con las palabras para escudriñar sus sentidos ocultos. Imágenes absurdas y grotescas, chistes, aporías, disparates, pero también temblores y gruñidos y rasguños. Ocultamientos, revelaciones. “Mi rostro es un antifaz. / Desenterrad mi segundo rostro”, escribe. Y poco después: “Mi segundo rostro / es una careta. / Enterradlo junto a mí”. En otro lugar deja caer: “(…) he de vestirme / debo inventar un traje para mi espíritu (…)”. La de Pe Cas Cor es una obra abierta, repleta de saltos inesperados, de caprichos, que se afirma y se desmiente, agitada por las circunstancias misteriosas de unas peripecias enigmáticas.
Con frecuencia se ha calificado su obra de “rara” y él mismo se concibió como un artista secreto
Nacido en Madrid en 1955, Pedro Casariego Córdoba estudió economía pero terminó liándose en tareas muy distintas: traductor, profesor de inglés, jardinero, pianista… A los 19 años empezó a escribir un poema “sin pretensión artística ninguna”, pero esa tarea terminó arrastrándolo de manera obsesiva. Además de las piezas incluidas en Poemas encadenados, hizo una obra de teatro —Cicatriz—, textos en prosa —los diálogos Shan o Qué más da—, ese delicioso híbrido de dibujos y palabras que es La vida puede ser una lata o el regalo que le hizo a su hija: Pernambuco, el elefante blanco. Se dedicó a dibujar durante una temporada y, hacia el final, pintó sobre todo cuadros de gran formato. El 8 de enero de 1993 decidió marcharse, tenía 37 años. “Su ausencia es inabordable”, dice en el epílogo su padre, Pedro Casariego H.-Vaquero.
La nueva edición de Poemas encadenados -la primera apareció en 2003- incluye como novedad la aproximación a los libros de Pe Cas Cor de siete lectores que conocen muy de cerca su obra. Marcos Giralt Torrente escribe que “era capaz de sentir las sutiles relaciones que transitan por debajo de todas las cosas” y Ray Loriga habla de él como de “un diestro arquero encerrado en una tienda de empeño, encerrado bajo estrellas, acertando a todo aquello que perdimos para siempre”. Antonio Gamoneda sostiene que es inútil definir su poesía porque “todo es y deja de ser en la misma sucesión/convulsión/disolución”. La editora Belén Bermejo, que murió hace poco, habla de una voz que es a veces irreverente y otras “meridianamente clara, atroz, melancólica y dolorosa”. Marta Sanz sugiere que “palabra y maquillaje son el hueso” y Berta Vías Mahou dice que “la tundra y la lujuria de los cuerpos se han hecho palabra eterna en el himno hechicero de Paivarinta”. Enrique Vila-Matas concluye su apunte con un “y lo que llora es prosa”.
Es una traición transcribir los versos de Pe Cas Cor al margen de la composición específica que él le dio a cada signo y a cada palabra en cada uno de sus poemas. Valga, sin embargo, una traición para recoger una migaja de su mundo: “El ogro posee / un paraguas de agua. / Un paraguas así / es un tesoro / en un asteroide tan seco”. O en otro lado: “Yo era más delgado que cualquier faquir / para dormirme / contaba las estrellas / con mis costillas (…)”.
“Mi arte, mis letras, constituyen un saludo; mi vida compone más bien una despedida”, explicó en una entrevista que publicó la revista El Paseante en su primer número, en 1985. “Yo cojeo en cierto modo, pierdo pie, y mi literatura es encontrar la belleza de esa caída, de ese tropiezo que sucede casi dentro de uno mismo”. En aquella ocasión dijo también: “Mi forma de escribir es la imitación del torrente. Consiste simplemente en abrir un grifo y dejar que manen de ese grifo todos los líquidos y todos los cantos químicos posibles, tratando de hacer acopio de imágenes, robando palabras a los periódicos, expresiones a las gentes, términos a los diccionarios y luego batiéndolos todos para hacer una bebida que no resulte totalmente imposible de digerir”.
La belleza de un tropiezo que se produce dentro de uno mismo y un grifo que da salida a un torrente de palabras: Pe Cas Cor se zambulló en los más inverosímiles argumentos, acompañado además de un insólito grupo de acompañantes, para tocar el centro mismo de la soledad. Y darle la vuelta con la ternura.
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