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Columna
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En el origen: conocimiento y catástrofe

El filósofo Víctor Gómez Pin reflexiona sobre la relación entre el miedo, la curiosidad y la razón con motivo del lanzamiento de la colección ‘Descubrir la filosofía’, en la que participa

Un incendio en el monte Vesubio, en Napoles, el año pasado.
Un incendio en el monte Vesubio, en Napoles, el año pasado.Ciro Fusco (AP)
Víctor Gómez Pin

Esta reflexión se está realizando en plena epidemia de la covid 19, que nos ha cogido por sorpresa, como suele hacerlo la naturaleza cuando se muestra en su dimensión irreductible, llenándonos de estupor.

La idea de que la naturaleza no está gobernada por fuerzas oscuras y arbitrarias, sino por una rigurosa necesidad que acota nuestras posibilidades de someterla, aparece quizás por vez primera en el pensamiento griego de los jónicos, quienes sin embargo añaden que tal necesidad es transparente a la razón. Esta convicción da cimiento a la ciencia natural, la física, que nace como resultado de sospechar que las cosas no son como nuestros sentidos las perciben, y avanza hipótesis sobre el ser real que tras ellas se encubre. Después, como resultado de las aporías en las que la física desemboca, vendrá (en tiempo de Tales y Demócrito como ahora) la filosofía, que es esencialmente reflexión tras la física, literalmente meta-física.

La naturaleza se deja desvelar por la ciencia y permite que la técnica actualice sus potencialidades, pero no se deja en absoluto violentar por esta. La técnica no puede vencer a la necesidad natural, solo puede hacer lo que esta permite. Por ello, contrariamente a una idea que ha calado en la sensibilidad contemporánea, no toda catástrofe tiene su causa en el hombre.

Así cuando los privilegiados ciudadanos romanos del entorno de la bahía de Nápoles, ignorando que el Vesubio es un volcán, ven cernirse sobre ellos la calima, son presa de una emoción que a su vez tiene, en diversa proporción, dos componentes. Por una parte, el estupor o asombro (thaumazein), que Aristóteles sitúa en el origen mismo de la ciencia y la filosofía; por otra parte el temor (fobos) ante esta sombra contaminante, que provoca una huida atropellada. El testigo de los hechos, Plinio el Joven, nos dice que las personas huyen en razón de que el miedo solo combate contra el miedo.

El miedo tiene contrapunto en el asombro y, en consecuencia, la razón que exige prudencia se equilibra con la razón que exige conocer

Sin embargo el mismo narrador nos indica que hay una excepción: la de su tío, denominado Plinio el Viejo, quizás el mayor naturalista del mundo romano, quien, lejos de pensar solo en ponerse a salvo, parece atraído por el fenómeno, y mira de frente la nube grisácea, como si fuera menos una amenaza que un reto. ¿Carece Plinio el Viejo de miedo? En absoluto. Simplemente, en su caso, el miedo tiene contrapunto en el asombro, y en consecuencia la razón que exige prudencia se equilibra con la razón que exige conocer.

En aquellos a quienes el asombro no movía a saber qué estaba ocurriendo, la tormenta de ceniza y piedra solo podía ser interpretada como una suerte de castigo: “Muchos rogaban la ayuda de los dioses. Y no faltaban quienes con sus temores irreales, exageraban los peligros reales. Y las noticia falsas encontraban quienes las creían”, escribe el joven Plinio.

Movidos por el miedo y la superstición, muchos se salvaron. Movido por el estupor, Plinio el Viejo no huyó ante la calima, sino que quiso ver qué había detrás. Apuesta que supuso un alto precio: “Su cuerpo fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto por la vestimenta que llevaba: el aspecto era más bien el de una persona descansando que el de un difunto”.

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