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Columna
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Otoño culpable

Es necesario en este tiempo ver la nueva película de David Trueba, porque no habla para convencidos ni para satisfechos de estar en el lado correcto del dilema

Javier Rodríguez Marcos
Un fotograma de 'A este lado del mundo', de David Trueba.
Un fotograma de 'A este lado del mundo', de David Trueba.

Una gigantesca operación de pacificación de las conciencias. Así describió el final del siglo XX el añorado Ángel González (el crítico de arte, no el poeta, también añorado). En 1991 González publicó un ensayo titulado Contra el futuro en el que decía enfrentarse a una pregunta banal pero terminaba respondiendo a una trascendental. La banal: “¿Con quién me gustaría pasar la Nochevieja de 1999?”. La trascendental: “¿Qué demonios cabe esperar del arte en tiempos de miseria?”.

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Los hitos y las crisis -lo vimos cuando la economía se derrumbó en 2008- son, en efecto, grandes operaciones de pacificación de las conciencias, lo que en términos artísticos y literarios se traduce en una eclosión de eso que los manuales de bachillerato llaman “obras comprometidas” (y tenidas por utópicas y aguafiestas en tiempos de bonanza). En su texto del 91, Ángel González apostaba por comerse las uvas con On Kawara o James Lee Byars antes que con Hans Haacke, cuyas críticas al capitalismo desde museos patrocinados por multinacionales le recordaban el consejo de Felipe Neri, el santo humorista: “Sed buenos, pero no demasiado”. A los falsos profetas, avisaba, se les reconoce por su excesiva virtud.

Por eso resulta especialmente oportuna una película como A este lado del mundo, estrenada por David Trueba el viernes pasado en su propia web (alquilarla cuesta 4,50 euros y el trámite es más sencillo que sacar un billete de tren). Oportuna por tres razones. Primera, porque -aunque podrá verse en las salas que se atrevan con ella- el hecho de exhibirla al margen de las grandes distribuidoras es ya una toma de postura, en los antípodas de los que olvidan que el medio sigue siendo, en gran parte, el mensaje. Segunda, porque llega en un buen momento para recordar eso que una festiva canción de Hidrogenesse resume perfectamente: No hay nada más triste que lo tuyo. Tercera, porque no habla para convencidos ni para satisfechos de estar en el lado correcto del dilema. Y del muro (el de Trump, el de Obama y el ideológico).

Ninguno es un ángel, ninguno es un demonio. Sus desgracias pasadas no les hacen mejores ni peores. Ni más o menos empáticos. Son ustedes y yo

Trueba ha colocado en Melilla a seres no excesivamente virtuosos. Básicamente, un ingeniero encargado de reforzar la valla fronteriza prescindiendo de las concertinas y una guardia civil que le sirve de guía. Ambos se mueven por el principio que todos exigimos: la eficacia. Él trabaja por libre para la empresa que acaba de echarlo (un clásico) y ella ha sido castigada por el cuerpo militar al que pertenece (y al que pertenecía su padre, asesinado años atrás, se supone que por ETA).

Ninguno es un ángel, ninguno es un demonio. Sus desgracias pasadas no les hacen mejores ni peores. Ni más o menos empáticos. Son ustedes y yo. O mejor, son nuestros empleados, enviados a los límites el imperio del bien con una misión clara: ¿impedir que salten la frontera unos desesperados? No. Algo más asequible: evitar que nosotros nos sintamos culpables.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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