Werner Herzog, el cineasta visionario
El alemán no es solo uno de los directores vivos más importantes sino también uno de los más osados y audaces
En el invierno de 1974, en una de sus más extrañas aventuras, Werner Herzog decidió hacer a pie y en solitario un viaje de Múnich a París para “salvar” a la historiadora y crítica de cine Lotte Eisner. El peregrinaje (“cogí una chaqueta, una brújula y una bolsa de lona con lo imprescindible”) pretendía revivir a una mujer mayor y enferma que había huido de Hitler en 1933 para convertirse, gracias a sus escritos y a su trabajo para la Cinémathèque, en el faro del huérfano Nuevo Cine Alemán. Una generación lastrada por el abismo de la Segunda Guerra Mundial que solo hallaba referentes directos en sus abuelos, los maestros alemanes de los años veinte.
A sus 77 años, Werner Herzog no es solo uno de los cineastas vivos más importantes, sino también uno de los más osados y audaces, capaz de sorprender con proyectos muchas veces temerarios que en su mano jamás resultan caprichosos o banales. Su cine es filosófico porque siempre se hace preguntas, no se construye sobre certezas ni caminos allanados, un espíritu de guerrilla que caracteriza a un hombre que creció en un pueblo de Baviera sin recursos económicos y que ha hecho del arrebato y la aventura una firme postura intelectual. Herzog es un autodidacta que no se considera artista sino soldado, un explorador del alma humana (y por lo tanto de la naturaleza y sus paisajes) con una filmografía que lleva décadas enrolada en descifrar los enigmas de la representación y la verdad.
Su cine es filosófico porque siempre se hace preguntas, no se construye sobre certezas ni caminos allanados
Entre Múnich y su casa de Los Ángeles, su escuela de cine itinerante Rogue Film School y sus trabajos como actor —el último en la serie The Mandalorian—, Herzog posee una legión de fieles que, seducidos también por la calma de su voz, encuentran en su aura chamánica a un cineasta visionario. Toda su filmografía responde a un vigor incansable. Desde las joyas de sus inicios, como la película que rodó en los setenta con una troupe de enanos en la isla de Lanzarote, a esta última, filmada en Japón cámara en mano, con diálogos improvisados y sin permisos oficiales, pero impulsada por la firme creencia de que detrás de la historia de una empresa que se dedica a alquilar personas para acompañar o para sustituir a seres queridos ausentes se esconde una clave para desentrañar el laberinto de la especie humana.
Cuando en diciembre de 1974, después de caminar en solitario una última noche, Herzog llegó a París invocando la inmortalidad de Lotte Eisner (“La Eisnerin no puede morir, no morirá, no lo permitiré […] Mi paso es firme. Y la tierra tiembla. Cuando camino, es un bisonte el que camina. Cuando descanso, es una montaña la que reposa”, escribió en sus notas), se sentó ante aquella mujer “exhausto y avergonzado” para descubrir no solo los efectos de su penitencia (Eisner sobrevivió casi una década más), sino su capacidad para “volar” y convertirse en un cineasta ilimitado.
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